Historia de un incendio Cuento de Juan Forn |
Estuve un rato largo mirando a esa mujer que no era mi hermana y después volví al auto y me fui. Douglas Coupland Mire a su alrededor; dígame si no se nota que éste es un pueblo con muy poca historia. Ahora piense quién se viene a vivir fuera de temporada a un pueblo perdido de playa como éste, y va a empezar a entender. El que llega viene a olvidar, o trae algo turbio en su pasado. Pongamos que usted está instalado acá, hace tiempo, y que llega alguien nuevo a Pampa del Mar, y ese alguien se va quedando. Tarde o temprano van a terminar inventándole un pasado, con lo poco que él dice, con lo que vayan rejuntando entre ellos los demás. Pasa igual con casi todos: ocultan su historia y contribuyen a inventar la historia de los otros. Y al final cada uno tiene la suya. Habrá oído hablar de la memoria colectiva: en un pueblo como este funciona así. No hay maldad: es que hace falta. Como si la historia que le adjudican a cada uno se fuera haciendo real, de tanto contarla. Lo que no sé es cómo cuentan la mía; imagínese que no lo hacen nunca conmigo delante. Mi historia no empieza acá, en estas playas, sino en Buenos Aires. Hace bastante, cuando yo tenía veinte años. Fui el menor, en mi casa. Parece raro, con mi tamaño, pero es así. Fui el hijo de la vejez de mis padres. Ahora imagíneme: un grandulón de veinte años, con dos hermanas mayores, que me llevan más de diez y que, cuando arranca la historia, ya no viven en el barrio, ninguna de las dos. Vienen poco y nada a casa, donde seguimos viviendo mi madre y yo. Vienen a cumplir con su visita quincenal, y se va cada una por las suyas. Porque no podrían ser más diferentes las dos: una es empresaria, trabaja quince horas por día; la otra tiene una parva de hijos, un marido rico y un caserón que sale en las revistas de decoración. En lo único en que se parecen es en eso: sus cosas, y que al mundo lo parta un rayo. Ya dije que vienen poco a vemos. De ahí el misterio. El misterio o la explicación al misterio, dirá usted: que tantos tipos del barrio se acuerden de ellas... Se acuerden así de ellas. Quiero decir: en donde me ven, estos tipos se acercan a darme conversación. Y todos parecen ex novios. De cualquiera de las dos, indistintamente. No les importa que yo no los identifique: ellos sí me identifican a mí. Se acercan, en donde me ven, y me preguntan por alguna de mis hermanas. Lo que quieren en realidad, más que preguntarme, es hablar ellos de mis hermanas: yo les sirvo para recordarlas. No es fácil encarar a mis hermanas. Ni siquiera cuando vienen. Ni siquiera para mí, que soy de la familia. O sea que me tengo que aguantar yo solo esta curiosidad: ¿por qué hay tantos de estos tipos? ¿Qué pasó entre ellos y una u otra de mis hermanas para que necesiten acercarse a mí, todavía hoy? Antes de que me pregunten yo ya sé qué decir, invariablemente: “¿Ercilia? Igual que siempre, con su empresa. No, no se casó todavía”. O bien: “¿Marisa? Cinco hijos. Quién lo hubiese dicho, ¿no?”. Esa clase de respuestas doy: como si también a mí me sorprendiera lo que terminó siendo la vida de mis dos hermanas. Por eso me agarró desprevenido, este tipo. Era igual a todos los demás. No era nadie. O sí: dijo que era un amigo de la casa, para empezar. Al menos se acordaba de mi madre, de mi padre incluso. Se acordaba de todos. Y lo demostró enseguida, cuando me soltó de sopetón: —Puede ser que esté equivocado, pero me extrañaría mucho. Era Catalina, no podía ser otra. El pueblo se llama Pampa del Mar. EsLá sobre la costa, viniendo de Necochea. Yo volvía del campo, en el auto, y el motor empezó a ratear. Los platinos. Mientras lo arreglaban me di una vuelta por el pueblo, que es ínfimo, y terminé entrando en el único parador sobre la playa. Está cambiada, por supuesto. ¿Cuántos años pasaron? Pero podría jurar que era ella. Catorce años pasaron. Van a ser quince. Pero no hizo falta contestarle. Que se acordara de Catalina, que fuese capaz de pensar en ella al ver una extraña en un bar de cuarta de la costa, tantos años después, ya lo hacía diferente de todos los demás. Porque yo tenía una hermana llamada Catalina cuando era chico. Estamos hablando de hace mucho, de la época de los hippies. Yo tenía una hermana, además de las otras dos, que se llamaba Catalina y que era mi persona preferida en la vida. Hasta que cumplió quince años y se fue de casa. Se fue cuando yo tenía ocho. Cumplió los quince, se fue de casa y nunca más supimos de ella. La buscaron por todas partes. Llamaron a la policía, su foto salió en la televisión, pero no sirvió para nada. No dejó siquiera una carta cuando se fue, ni escribió después. Una vez que salió de casa fue como si se la hubiese tragado la tierra. Era una época en que mucha gente se iba de su casa. Paz, amor, vida libre, se acuerda de esa época, ¿no? Después vendría el período negro, en que se llevaban a la gente de sus casas. Como si una cosa fuese el castigo por la otra, ¿no? La gente no lo ve así, pero en fin. Será que mezclo mi historia con la del país. No quiero hablar de política, no sé nada de política; le digo esto sólo para que entienda exactamente cómo fue que Catalina se perdió en ese maremágnum de gente que, de un día para otro, no estaba más en donde estaba antes. Porque es importante que se entienda bien esto: a Catalina no se la llevaron. Se fue sola. Y mucho antes de que empezara esa época tan... Tan complicada, digamos; dejémoslo ahí. Usted se acordará de aquellos avisos por televisión. Es lo que más recuerdo de las primeras semanas sin Catalina en casa. Una foto carnet sobre fondo blanco, una voz en off diciendo: “Llamado a la solidaridad. Se solicita información sobre Catalina X, edad 15 años. Tiene pelo castaño, ojos verdes, mide un metro cincuenta y dos. Vestía pantalones de jean y una camisola de batik cuando fue vista por última vez en...” Hasta entonces, esos avisos me parecían algo de otro mundo: un mundo en donde había familias que podían perder a uno de sus miembros, así como así. Esa clase de cosas no pasaban en mi mundo. Esa gente que se perdía era, para mí, gente con problemas: atrasados mentales, ancianos seniles, gente que nadie quería. Catalina, en cambio... ¿Quién quería a Catalina? Buena pregunta. No fui yo el primero en pensarlo, o en decirlo. Fue como si, de golpe, todos en casa lo hubiésemos pensado al mismo tiempo: que Catalina no tenía amigos; que las interminables discusiones que iniciaba por cualquier motivo eran el síntoma evidente de que no estaba a gusto. Y que podía ser perfectamente la clase de persona cuya foto terminaba apareciendo en los llamados a la solidaridad de la televisión. Había un juego de mesa, en mi casa, en muchas casas de aquel entonces. El Senku, ¿se acuerda? Un tablero con agujeros en hileras de a tres, formando una cruz ancha. El agujero central quedaba libre; en todos los demás iban fichas, y había que ir eliminándolas de aúna, como se comen las fichas en el juego de damas. Ganaba el que dejaba menos en el tablero. Se podía jugar de a dos, de a cuatro o solo, y entonces uno se ganaba a sí mismo. Eso en el caso de que hubiesen dejado el juego con todas sus fichas. En casi todas las casas pasaba lo mismo con el Senku: era un juego barato, siempre se perdían algunas fichas y el tablero quedaba incompleto, abandonado, inservible, en el fondo de un ropero o en algún rincón del desván. No sé si las familias son como un Senku; no me gusta generalizar. Sí sé que a los Senku, tarde o temprano, se les pierde alguna pieza y ya no son lo que eran hasta entonces. Y también sé que yo nunca había pensado qué pasaba con la ficha perdida de todos los Senkus de este mundo, hasta que Catalina se fue de casa. Ahora tendría que contar lo que es crecer en una familia donde falta una pieza, y no hay explicación. Los pequeños silencios, los lugares vacíos, las distracciones, los agujeros negros, disimulados en todo momento, y los breves instantes en que no se pueden disimular. No, no voy a hablar de eso. Voy a hablar de Catalina. A los ojos de ella, y a los míos también, Catalina era el eslabón que iba de mis hermanas a mí. Es decir: sin ella no se entendía que viniera yo después de mis hermanas. Para ellas, en cambio, no se entendía Catalina: que no le importaran los vestidos, las fiestas, el maquillaje, que no le importara nada de lo que era crucial para mis hermanas. Ellas eran flacas, lánguidas; Catalina era varonera. Ellas eran sociables; Catalina era hosca. Ellas se entendían en forma telepática con mis padres; Catalina discutía a gritos, estaba sempiternamente en contra de todo aquello contra lo que pudiera oponerse. Para todos, era un ser incomprensible. Una especie de incomodísima residente temporaria de la casa que, cuando desapareció, fue como si nunca hubiera existido. No al principio, claro. Pero, a medida que pasaron las semanas, los meses, los años, fue más fácil olvidarla que tener presente su ausencia. Para todos los demás, quiero decir. Los años fueron pasando, y los recuerdos que me quedaban de ella me parecían cada vez menos. Eran los mismos, pero yo iba creciendo: empezaron a haber más y más cosas que me habían ocurrido después de Catalina (así medía yo el tiempo), y la balanza se iba inclinando cada vez más para este lado. El lado Después De Catalina, digo. De noche, antes de dormir, o en esas horas muertas de clase en la escuela, a veces pensaba cómo contarle esas cosas que me iban pasando, cómo habrían sido si ella hubiese estado en casa. A veces simplemente me acordaba de que, cuando era más chico, había tenido una hermana. El problema con Catalina es que era menos inteligente que sus hermanas. Era menor, era más gordita y era menos avispada que ellas. Para los parámetros de los demás. Quiero decir: de la gente, de mis padres, de mis hermanas. Había repetido un año en la escuela, ¿me explico? Para mí, en cambio, ella era genial. No sólo porque era mayor que yo sino porque, siendo mayor, me prestaba atención, me trataba como a un igual. Para cuando entendí por qué me prestaba tanta atención, ella ya se había ido, claro. Además, Catalina se fue antes de que empezara a funcionarme la vara para medir a los demás. De manera que la idea que tengo de ella es un poco ajena también para mí mismo. Todas estas cosas voy pensando en el auto, rumbo a Pampa del Mar. El auto es de mi madre. No dije que mis padres se separaron mientras tanto, fíjese qué curioso. Él se casó de vuelta y se fue a vivir a otro país. Mis hermanas viajaron a visitarlo varias veces (yo fui una sola vez: no me llevé muy bien con sus otros hijos). Mi madre tiene los cinco nietos, y eso le sirve para distraerse de sus preocupaciones. Que no son muchas, la verdad. Dos, para ser exacto: Ercilia que no se casa, que trabaja tanto y cambia de novio y no sienta cabeza. Y yo, que... en fin. La cuestión es que le saqué el auto a mi madre, que lo usa poco y nada, y fui pensando en estas cosas por la ruta, hasta que vi un cartel que indicaba el desvío hacia el pueblo, por un camino de tierra. El pueblo, este pueblo. Hay que imaginarlo hace un montón de años. Era un lugar de hippics. Bohemio. En esta esquina, por donde hoy pasa la costanera, había un parador, donde se servían comidas. Se prendió fuego, después, y en vez de reconstruirlo, empezaron a levantar el Horizonte, este hotel que ahora es mío. Dije que venía pensando, al llegar al pueblo. Dónde estaba la Telefónica, por ejemplo. Para llamar a Buenos Aires; porque no le había contado a nadie allá lo que venía a hacer. Pero a medida que me iba alejando de Buenos Aires, a medida que leía en los carteles de la ruta Pampa del Mar 58, Pampa del Mar 32, Pampa del Mar 7, se me iba haciendo más y más grande la necesidad de contarle a alguien más. Todo quedaba cerca, antes, en este pueblo. Mucho más cerca que ahora; no había más de dos cuadras seguidas edificadas en lo que era “el centro”. Cuando ubiqué la Telefónica, vi que podía llamar perfectamente a Buenos Aires sin perder de vista el parador. Sólo faltaba espiar desde afuera a Catalina sin que me viera, y comprobar si era ella. Claro que la última vez que yo había visto a Catalina, ella tenía quince años, y yo ocho. Éste era otro de los temas en que venía pensando en el auto. Estaba un poco alterado, reconozco. Y quizá mis hermanas tuviesen razón. Pero la verdad es que me pareció más bien miserable la reacción de las dos cuando las llamé desde la Telefónica. Sí, claro, primero había que comprobar si era Catalina. Pero las dos tenían demasiadas cosas entre manos para dedicarme más de un minuto al teléfono: Ercilia estaba en un almuerzo de trabajo; Marisa tenía tres de sus hijos con escarlatina. Las dos dijeron lo mismo: que las llamara de vuelta en cuanto tuviese la certeza de que era Catalina. Y, por Dios, que no la espantara. Una vez que estuviésemos seguros de que era ella, ya veríamos qué hacer. Como si Catalina fuese una demente que se había escapado del asilo. O un criminal peligroso. Eran cerca de las tres de la tarde. El lugar no podía pretender más clientes ni en plena temporada: todas las mesas estaban ocupadas, adentro y afuera. La gente seguía pidiendo más bebidas y más fuentes de mariscos. Esperé hasta que se desocupó una mesa en un rincón de la terraza que daba a la playa: no era el lugar ideal para mirar a Catalina de lejos, antes de hablarle, pero en realidad, nada era como me lo había imaginado. Entre otras razones porque, hasta ese momento, me las había arreglado para no pensar qué haría cuando tuviese enfrente a mi hermana. De las tres chicas que atendían una era pelirroja, muy alta, y de más de cuarenta seguro. Otra era evidentemente adolescente. La tercera era la más baja y maciza de las tres, tenía el pelo hasta la cintura, muy desprolijo, casi no se le notaba el rubio a pesar del sol. Era la única descalza, la única con anteojos negros, la única que no usaba delantal, sino una musculosa y un pantalón corto deformado por el uso. ¿Era Catalina? Qué sentí en ese momento, en ese primer golpe de vista: ¿que esa criatura desmelenada que circulaba entre las mesas era mi hermana perdida tanto tiempo atrás? Mi primera impresión no cambia nada. Pensé que era ella; pensé que no era ella; pensé que, si seguía mirando, iba a terminar sabiendo, sin necesidad de preguntar. Mentira. Estuve mirándola, mucho, muchísimo tiempo. Hasta entonces nunca había pensado que los movimientos de una persona delataran alguna forma de herencia. No digo la altura, o la corpulencia del cuerpo, el color o la textura del pelo, la forma de los ojos o la nariz. Hablo del modo de realizar ciertos movimientos: depositar el peso del cuerpo sobre una pierna al escuchar a alguien, mover apenas los labios al escribir. Ahí estaba, mirando a esa mujer que iba y venía de la cocina a la terraza, con botellas, con platos llenos y vacíos, tratando de leer en ella cualquier signo que delatase a la familia en sus movimientos. ¿De dónde le venía esa manera de sacarse el pelo de los ojos, esa leve inclinación de la cabeza al escuchar un pedido? ¿Quién en casa caminaba así, como si hubiese nacido para caminar descalzo? Para encontrar algo de mí mismo, de mis padres o incluso de mis hermanas, en esa mujer que podía ser Catalina, tuve que rastrear en mi memoria territorios que nunca había visitado o nunca les había prestado atención, y fijarme en detalles que carecían de toda nitidez. Lo que sentí al hacerlo fue algo que había sentido muchas otras veces después de la partida de Catalina, sin necesidad de someterme a ese azaroso itinerario mental: que no había nada en mí que me hiciera miembro de mi familia. Que yo era otro extraño en casa. Sólo que no me había ido nunca, a diferencia de Catalina. Finalmente la encaré. Le dije: Catalina, soy yo. No sé qué le dije exactamente. No sé cómo me acerqué siquiera. Lo que quedó grabado en mi memoria para siempre es la expresión de ella. O la mía, reflejada en sus anteojos negros. Yo estaba dispuesto a lidiar con eso: la sorpresa, el estupor. Suponía que ella iba a tardar en reconocer a su hermano en ese desconocido. Incluso preveía que, cuando ella sintiera el pasado volviendo como un ramalazo, se echara atrás. Hasta que entendiera, en mis ojos, que era yo solamente. No la familia, sino yo. Que no había peligro. Que nadie querría llevarla de regreso a ningún lado. Que yo no pretendía robarle su vida ni mucho menos, sino saber de esa vida sin mí, y hacerle saber de mi vida sin ella. Éramos hermanos, ¿no? Ella era mi hermana, la que más quería. No, dijo ella. Me estás confundiendo con otra persona. Tuvo que decirlo muchas veces. No fueron muchas, pero así quedaron en mi memoria: como si el tiempo se hubiese paralizado y la gente de las otras mesas nos estuviese mirando, pendiente de las palabras de ella y de mi conmoción. Primero sorprendidos, después más y más incómodos, deseando que yo aceptara de una vez que esa mujer no era mi hermana tanto tiempo perdida, para que las cosas volvieran a ser como habían sido hasta minutos antes. Me estás confundiendo con otra persona. Las mesas empezaron a vaciarse de a poco, después. El rumo de la cocina se atenuó, y el ruido también. Las tres camareras recogían platos sucios y preparaban las mesas para el tumo de la noche. Yo seguía en mi rincón cuando ella se me sentó enfrente, se sacó los anteojos y encendió un cigarrillo, mirándome. —En serio, lo lamento —dijo. No es nada, dije yo. No es tu culpa. En la playa había empezado a levantarse viento y la gente juntaba sus cosas para irse. Ella me ofreció uno de sus cigarrillos. —Tengo tiempo —dijo—; mi turno terminó. Lo primero que le conté fue lo del árbol. Había un cumpleaños, adonde nos habían mandado a los dos juntos, a Catalina y a mí, y había un árbol, enorme y rodeado de un cerco de cemento para sentarse a su sombra. Catalina tendría trece años y yo seis. Ella era un poco más grande que la mayoría de los invitados, yo un poco más chico. Y el árbol era demasiado tentador para alguien de mi edad, especialmente en un cumpleaños en el que no conocía a casi nadie: terminé subiendo hasta las ramas más altas, cuando me vine en banda. Caí contra el borde de cemento; no me desnuqué por casualidad, pero todo el mundo creyó que había pasado algo horrible. Me dejaron acostado en donde caí, nadie se animaba a moverme, y llamaron a una ambulancia. Yo estaba despierto, dicen que me salía sangre de un oído, poca sangre, y algo más, algo líquido. Catalina se quedó todo el tiempo a mi lado, hablándome en voz muy baja. No dejó que nadie me tocara, vino conmigo a la clínica. No me acuerdo de la clínica, sí del viaje en ambulancia, con ella a mi lado todo el tiempo. Después supe que mis padres le echaron la culpa. Que durante un tiempo largo creyeron que yo había quedado medio tonto por las secuelas del golpe. Yo, en cambio, creía en secreto que el golpe quizá me hiciera más parecido a ella. Le conté muchas otras cosas. No sé si tantas, pero en el recuerdo es como si le hubiese contado todo lo que sabía de Catalina, hasta que se fue de casa. Vimos el atardecer desde la terraza: la playa más y más desierta, la arena cada vez más opaca, el sol a nuestra espalda; después las sombras, cada vez más largas. En algún momento, cuando empezó a refrescar, ella trajo una botella de whisky. Me escuchaba hablar de Catalina como de una persona que ella debía recordar pero, por algún raro misterio, se había borrado de su memoria. Después me preguntó por mí. Por mí después de Catalina, quiero decir. Qué hacía con mi vida, de qué trabajaba, si tenía novia. Qué le iba a contar. Empecé a preguntarle por su vida para no hablar de la mía, es cierto. Pero también porque empecé a sentirme a gusto a su lado, ¿y cuánto tiempo iba a quedarse si seguía hablando yo? Era hermosa, a su manera. Era amplia, a pesar de su estatura, si entiende lo que quiero decir. Y no le prestaba la menor atención a su aspecto. Como si le alcanzara con estar a gusto dentro de ese cuerpo. No lo puedo explicar mejor. Sí; quiero decir que me gustaba. Yo era más bien inocentón y ella me veía como un hombre. En fin. Lo cierto es que dijo que era bastante curiosa mi aparición, porque la temporada estaba terminando; de hecho, al día siguiente, o al otro, se iba del pueblo. Adónde, dije yo. Ella dudó antes de contestar. Ya no me acuerdo si ella los llamó con ese nombre o yo los bauticé después, pero así han quedado en mi memoria: los Itinerantes. Empezó a hablarme de ellos antes de empezar el tumo de la noche; siguió después de que cerrara el restaurant, pasada la medianoche. Mientras tanto, yo anduve por la playa haciendo tiempo. Y pensando también. Las olas eran lo que les interesaba; por eso venían al pueblo. Las olas y unos hongos que crecen en la bosta de los vacunos cuando llueve. Aparecían cada tanto; algunos años sí, otros no, pero siempre para las mismas fechas. Trataban de pasar inadvertidos; por eso trabajaba ella en el parador: para que la gente del pueblo no los viera como una secta y se pusieran hostiles con ellos. Porque tarde o temprano volvían por los mismos lugares. Buscando las olas y los hongos. Y el calor, claro. Al principio eran las olas y los hongos, me explicó en algún momento. Para cuando ella se les unió, ya eran los hongos y las olas. Sólo unos pocos salían al mar. El resto se quedaba mirándolos desde la playa, bajo el efecto de esos hongos. Había, sí, una especie de hermandad. No quiso hablar mucho de eso, pero dio a entender'que no eran vulgares vagabundos ni adictos, o yo quise entender eso. A veces se dispersaban, después se volvían a unir. Siempre hacían lo mismo, en todos los lugares de su errancia, yendo y viniendo por el continente. El frío los arrastraba hacia el norte; el calor los traía de vuelta. Pero ellos elegían estar así: en grupo, al día, arreglándose con lo que podían, perdiéndose de vista y encontrándose de nuevo, tarde o temprano. En cierta manera tenían una vida como cualquier otra. Pero elegida. Eso pensé cuando me fui a vagar por la playa. Pensé en la clase de vida que tenía yo por delante, año tras año, uno igual a otro y borrado al instante por el que se avecinaba, como las olas que borraban, una tras otra, el rastro que había dejado la anterior en la arena mojada a mis pies. Pensé qué diferencia haría, en aquella vida, manejar esa misma noche hasta Buenos Aires, devolverle el auto a mi madre, tomar un ómnibus de vuelta hasta acá y seguir camino con ella. Con ellos, si me aceptaban. A fin de cuentas, no tenía por qué ser para toda la vida, ¿no? Ni para ellos, ni para mí. Eso le dije, cuando ella terminó su tumo y volvimos a encontrarnos. Esta vez nos sentamos en la arena fría de la playa, mirando la rompiente. Hablamos mirando las olas, como quien mira el fuego de una chimenea o la escarcha plateada de un televisor cuando ha terminado la transmisión. Ella tampoco mostró ningún apuro por irse. No pareció sorprenderse cuando le pregunté si podía ir con ella, con ellos. No preguntó por qué. No dijo que tenía que consultarlo con los demás. Simplemente aceptó. Dijo que podía esperarme un día. Me lo prometió, y yo le creí. Llevé el auto hasta Buenos Aires, volví en el primer ómnibus. Ella se había ido. Así termina la historia. Cuando la cuentan acá, así termina. Dicen que por eso compré el lugar. Que primero lo quemé, y me fui. Y que años después volví. Le habrán contado que viví unos años en Norteamérica. Hice un poco de todo, pero mayormente estuve con una troupe de lucha libre. Se lo habrán dicho también. Ni yo sabía que tenía ese talento, pero así son las cosas en esta vida. El problema es que esa vida no era para mí. Nunca pude adaptarme a las costumbres de los gringos: las llaves que giran al revés; la electricidad de esas sábanas y alfombras sintéticas que tienen; la blandura de esas construcciones levantadas en el medio de la nada, al costado de la ruta; el monótono sabor de la comida: siempre artificial, falsamente condimentada. Y esa manera de comer que tienen, en cualquier parte, hasta en el coche, y siempre con la mano: son capaces de comer fideos con la mano, yo lo he visto. Pero lo peor era esa luz blanca, que se ve hasta con los ojos cerrados, a través de los los párpados. No tienen persianas, no tienen postigos, no saben lo que es la oscuridad. Creo que no dormí como es debido ni una sola noche. Ni una sola noche, y mire que estuve un tiempo allá. Eso qué importa en esta historia, dirá usted. Tiene razón. Alcanza con decir que no era para mí. Estuve un tiempo, junté unos pesos y un día decidí volver. Para entonces ya se había empezado a construir el hotel y se había detenido la obra por la mitad. Algo pasó con la playa, cuando agrandaron el puerto de Necochea: las olas nunca volvieron a ser como eran. El pueblo perdió atractivo como lugar turístico. El hotel quedó abandonado a medio construir. Lo compré por monedas y lo fui terminando de a poco, a mi modo. Empecé a salir a pescar; aprendí a conocer estas aguas. Y ya sabe cómo son los aficionados a la pesca; usted es uno. ¿Cómo vino a parar acá? Alguien se lo recomendó. En temporada, me las arreglo con los pocos veraneantes que siguen viniendo. Fuera de temporada, están ustedes. No se gasta mucho, en un lugar así. Se va tirando. Eso es todo, cuando lo cuentan acá. Pero hay más. Hay más; sí. No quiera saber por qué se lo cuento a usted, precisamente. Da igual. Alguna vez alguien tenía que escuchar la historia completa. Y usted está borracho. No sólo borracho: está de paso, tuvimos mala pesca, no creo que vuelva por acá. Cuando se vaya, el secreto se va con usted, si se acuerda de algo cuando despierte, mañana. Esa noche, en la playa, cuando estábamos en la playa, ella me confesó que no era la primera vez que la confundían con otra. No nombró a Catalina. Para mí, igual fue suficiente. Habíamos estado juntos, ya, si eso es lo que quiere saber. Cuando me subí al auto sabía, en el fondo de mi corazón, que ella no iba a esperarme. Hice todo el viaje sin pensarlo. Dejé el auto en casa de mi madre, y volví en el ómnibus sin pensarlo, pero sabiéndolo en cierta manera. Me hizo falta llegar y comprobar que ella se había ido sin mí para reconocerlo. Hasta entonces sólo me había permitido pensar que eran dos personas diferentes. Suena descabellado, pero tiene que creerme. Lo que pensaba era que esta mujer era el perfecto igual en el mundo de mi hermana perdida. Yo quería encontrar a mi hermana, pero también quería estar junto a esta mujer. Incluso quería estar ahí cuando la confundieran nuevamente con otra. Por más grande que fuese el mundo, para ellos era un circuito. Y, si me aceptaban, había más probabilidades de cruzarme tarde o temprano, en algún punto de ese itinerario, con Catalina. No me dejó ni una carta. Se desvaneció en el aire, o se la tragó la tierra, como la primera vez. Nadie sabía nada de su gente, si es que existía. Nadie los vio irse, tampoco los vieron llegar, en realidad. Qué más quiere saber. Si fui yo el que le prendió fuego al lugar, claro. Qué importa eso. ¿Cambia algo si le digo que ya estaba en llamas cuando llegué? |
Cuento de Juan Forn
Publicado, originalmente, en:
Inti: Revista de literatura
hispánica No. 52-53 Otoño 2000 - Primavera 2001
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Editado por el editor de Letras Uruguay
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