Escenas de la vida deportiva |
Andá cambiándote, Tito -pidió Rogelio, que estaba sentado en el suelo poniéndose las medias. Tito se quedó mirando hacia la cancha, fruncida la nariz. Nadie
vino a reservar la cancha? –preguntó.
Jorge haba atado el extremo de una venda al paragolpes del
auto, se había alejado un par de metros y ahora la enrollaba
prolijamente. No contestó. -¿El
boludo del Ruso no vino a reservar la cancha? -insistió Tito, el bolso al
hombro. -Cambíate
Tito -dijo Aguilar-. Ya se van los muchachos. -¡Ruso!
-gritó Jorge-. ¿Reservaste la cancha? El
Ruso ni se dio vuelta para responder, sentado sobre el piso aún húmedo. -No
vine, Jorge -gritó-. ¡Con lo que llovió anoche! Pero no hay drama... -El
Ruso se la piroba a la vieja y la vieja se la presta -asesoró Aguilar. -¡Ruso!
-llamó Tito-. ¿Te seguís haciendo tirar la goma con la vieja cada vez
que venís a alquilar la cancha? -Por
lo menos no te la cobrará ¿no? -aportó el Pichicua. -El
Ruso se piroba a la vieja -Jorge ya había terminado de enrollar las
vendas-. La vieja no le cobra el alquiler pero después él nos lo cobra a
nosotros. -Esas
viejas son perfectas para chuparte el zodape porque no tienen dientes, ¿no
Ruso? El
Ruso movió la cabeza de un lado al otro. -Hijos
de puta -reprochó-. Como ochenta años tiene la vieja. ¿No tienen madre,
ustedes? -¿Qué?
-Tito eructó-. ¿Te querés culear a mi vieja también? Se
rieron. En la cancha, una multitud de morochos corría detrás de una
pelota marrón y deformada. Algunos de ellos con pantalones largos arremangados
y descalzos. Jugaban y gritaban. Se reían. -¡Tienen
un pedo éstos! -dijo Marcelo. -Claro.
Si se comieron un asadito allá, detrás del arco. -Mira
la zapan de aquél... Hijo de puta, parece embarazado. -Éstos
no se van a ir más -calculó Tito, indolente. -¡Cambíate
forro! -le gritó Miguel-. Cambiate de una vez y deja de hinchar las
pelotas. -¿Y
quién les va a decir que se vayan? -Tito
concedió descolgar el bolso del hombro-.
-.
¿Vos les vas a decir que se vayan? -¡Ya
hablé con uno de ellos, pelotudo! -dijo Aguilar-. Se van ahora nomás. -Mira
la caripela de los negros. Como para decirles algo está... -Si
no se pueden ni mover del pedo que tienen. Juegan cinco minutos más y se
mueren... -¿No
se pueden ni mover? -se hizo oír el Ruso, atándose los botines-. Mira cómo
la pisa el gordo aquél... ¡recién hizo un gol!... Tito
se sentó sobre el pasto con un resuello. -Sabes
qué ganas de apoliyar que tengo... Me hubiera quedado durmiendo
–dijo. -Está
lindo para dormir -aprobó el Ruso. -Es
al pedo -meneó la cabeza, Miguel-. Lo que es no saber un carajo de fútbol.
Estos son los mejores días para jugar, querido. Nublado, fresco... -Estuvo
lloviendo, Negro -se quejó Tito. -Quieren
venir a jugar cuando hay sol y un calor de cagarse -Miguel afeó la voz,
doctoral-. Ahí quieren venir a jugar. Cuando no te podés ni mover del
calor que hay. Hoy está perfecto, papá. -Es
verdad. Es un día bárbaro -aprobó el Ruso, que dudaba entre sacarse
el buzo o no. -¡Pero
claro, querido! -siguió Miguel-. Ni siquiera hay viento. Es preferible
jugar con lluvia que con viento, mira lo que te digo. -Seguro
-Marcelo ingresó en la controversia, desde lejos-. Con viento es una
cagada. Nunca sabes para dónde mierda sale la pelota. Con lluvia, cuando
le agarras la mano al pique... chau ... cuando le adivinas el sapito... -Es
que sale como arriba de un vidrio... -¡Eso!
Ahí está la joda. Pero es mejor que con viento. -Es
que éstos no saben nada, Chelo -se envalentonó Miguel-. Hay que explicarles
todo. Quieren entrar al Primer Mundo y se quedaron en la Pulpo de goma... -No
pasaron de la de tiento. -Se
quedaron en la Plastibol. Tito,
luego de sentarse, se había ido dejando caer hacia atrás, hasta quedar
acostado con el bolso de almohada. -Avísame
cuando empiece -pidió. -¡Vestite,
boludo! -atronó Aguilar-. Después empieza el partido y todavía te estás
cambiando, como el otro día. Tito
se rió. -¿Cuántos
polvos te echaste, Tito? -preguntó
Rogelio, que había terminado de enrollar las vendas. Tito seguía riéndose,
tapándose los ojos con un brazo. Se le sacudía el estómago bajo la
camisa a cuadros-. ¿La colocaste hoy? ¿Te permitió la patrona? -¿Usted
también la puso, Marcelito?
-se
interesó Aguilar, generalizando el tema. -Cuatro
al hilo. -¿Y
te podes sentar todavía? -¿No
se cansa tu novio? -añadió el Ruso. Tito
se seguía riendo. Pero se levantó de pronto, como alarmado. -¡Che,
esto está mojado! -Y
claro, nabo, si llovió toda la noche. -¿Llovió
mucho? -preguntó Marcelo, -Yo
me desperté a eso de las cuatro y caían soretes de punta-dijo Miguel que
había abierto la botellita de aceite verde-. Dije "cagamos".. -El
Negro es como los pibes Jorge, ubicado entre los autos, meaba un neumático-.
Se despierta a la madrugada para ver si llueve y si al día siguiente se
puede jugar. -¿Y
qué te parece? -Toda
la semana esperando el sábado. -Che...
-Tito había empezado, morosamente, a desabrocharse el pantalón-. ¿Quién
trae la pelota? -Rogelio
-Aguilar buscó con la vista y llamó- ¡Rogelio! Vos tenés la pelota, ¿no? -No
-se alarmó Rogelio. -Ay,
la concha de su madre -Marcelo tironeaba de los cordones-. Siempre el
mismo quilombo con la pelota. ¡No me digas que no hay una pelota! -Yo
se
la di a Pepe el sábado pasado - se encogió de hombros Rogelio. -Uy,
la puta que lo parió... -Bueno,
muchachos... -anunció resignadamente Tito, abrochándose de nuevo el
cinturón. -No.
No -calmó Rogelio-. Pepe viene. Viene seguro. -¿Cuándo
hablaste con él? -Esta
mañana. Me dijo que venía. Más, teniendo la pelota. No nos va a cagar
así. -El
que no viene es el Flaco -anunció el Ruso. -¿Por
qué no viene el Flaco?-se ofuscó Miguel-. ¿Otra vez nos caga ese hijo
de puta? -No
sé, tenía que hacer... -Pero...
¿será posible? -Miguel se había puesto de pie, deteniendo la minuciosa
dispersión del aceite verde por sus piernas.-
Yo no me explico. ¿Qué otra cosa más importante que jugar al fútbol
podes tener que hacer un sábado a la tarde, decime? ¿Qué otra cosa? -Tenía
que viajar, iba a Córdoba, no sé... -Pero
que se vaya a la concha de su madre, que no venga más. -Tiene
una novia allá, por Alta Gracia, que le da cuerda. -Ya
se van los muchachos -el Ruso miraba hacia la cancha. Los
morochos se iban retirando. Había uno tirado en el suelo, boqueando.
Otros dos corrían a un flaquito, que persistía en dispararse con la
pelota. "¡Cuajada! -le gritaban-. ¡Para Cuajada o te vamos a cagar
matando!" Se reían. Gonzalo,
que se cambiaba adentro del auto, por el frío, llegó al trote,
endurecido. -Pediles
a ver si nos dejan la bola -sugirió al Negro. Aguilar miró hacia la
cancha. -¡Qué
mierda te la van a dar! ¿Y dónde se la devolvés, después? -Se
la llevamos a la casa. -¡Ni
casa tienen estos negros! -se rió Marcelo-. Si vinieron todos en un camión.
"Se la llevas a la casa". ¡Mira las amistades que tiene el
Gonza! -¡Boludo!
¡Si no tenemos pelota! -Gonzalo
miraba irse a los morochos, como con pena. -Ahí
viene Pepe. Ahí viene Pepe. Él la trae -tranquilizó Jorge. -¿Ese
es el auto de Pepe? -Sí.
Un Renault. -¿Rojo? -Sí,
rojo. -Ese
auto no es rojo. -Espera
que pase detrás de la casilla y lo vas a ver bien. -Sí,
es Pepe, es Pepe... -Es
Pepe. -¡Es
Pepe! -certificó, casi desde el centro de la cancha, Marcelo. -¿Qué
haces, Chelo, estás rezando?
-le
gritó Gonzalo-. Marcelo se había arrodillado y, en un impensable rasgo
de pudor, meaba cortito sobre el césped. -Es
muy católico el flaco. -Che...
-Tito se había quedado en calzoncillos y mostraba unas piernas flacas y
lampiñas-. ¿Ellos vinieron? Había
logrado interpolar una nueva nota de intranquilidad. Aguilar y Miguel
miraron hacia el otro costado de la cancha. -Sí,
vienen -masticó Miguel, que no quería pensar en la posibilidad de
suspender-. Vienen. Ellos vienen. -¿Vos
viste a alguno? -El
jueves lo vi en el centro al pelado que juega de cinco. Y me dijo que venían. -El
jueves no, boludo. Ahora, te digo. ¿Acá viste a alguno? El
Ruso pisaba cuidadosamente la cancha casi pelada. Daba saltitos para
entrar en calor. -¡Allá
hay uno! -gritó, señalando hacia los árboles de enfrente. -Ah,
sí... -Rogelio se quedó con el pantaloncito en el aire, escudriñando la
lejanía-. El morochito que juega de siete. El... ¿cómo le dicen? -El
Bimbo, el Pimba, algo así. La mueve ese hijo de puta. -¡Qué
sorete la va a mover! -¿Ah
no? ¡El zaino que te hizo comer
la
vez pasada! -¡Qué
va a mover! A tu hermana se puede mover el flaco ese... -Y
con uno solo... ¿Qué hacemos? -Tito
dudaba en sacarse la camisa. -¡Ya
vienen los otros, pelotudo! Vienen todos juntos. El otro día vinieron en
dos autos, sobre la hora. -¿Qué
hora es? -Cambíate,
gil, y deja de romper las bolas. -Chupame
el choto -recomendó Tito-. Y pasame el aceite verde. -Cómprate,
si querés aceite verde-negó Miguel-. Miserable de mierda. Vos sos como
el otro, el Gonza, que nunca pone guita para la cancha... -Métetelo
en el orto. -¿Vos
sabes como pica? -¿Nunca
te lo pasaste sin querer por las bolas? -Ay,
mamita querida. ¿Y el Fonalgón? Pepe
había estacionado el auto y venía a paso lento hacia el grupo. -¿Trajiste
la pelota? -le gritaron varios. -La
tengo en el baúl. -¡Y
bajala, sota, o te crees que vamos a estar toda la tarde esperando! -¡Pepe
maricón! -chilló Marcelo, distorsionando la voz. -¡Putazo!
-se unió Tito. Pepe, caminando de nuevo hacia el auto, giró hacia ellos
y se agarró los huevos. Después siguió caminando. -¿Cuántos
somos? -preguntó Miguel-. ¿Juntamos gente? -Sí.
Estamos. Estamos -dijo Aguilar. -La
concha de su madre puta -farfulló Tito. Se había quedado con la mitad de
un cordón del botín en la mano. -¿Sabes
por qué te pasa eso? -asesoró el Negro-. Porque te pasas el cordón por
debajo de la suela. ¿Te lo enrollas por debajo de la suela? Así se te
rompe. -¿Por
qué no me chupás un huevo, cabezón? -Tito resoplaba reacomodando el
largo de los cordones-. ¿Ahora me lo decís? -Hay
que decirles todo, Negro -habló Miguel-. No están para el Primer Mundo. -Si
por lo menos viniera un par más de ellos -calculó Gonzalo-. En el último
de los casos hacemos un picado. -¡Si
ellos vienen, ellos vienen! -desestimó Miguel, que había terminado de
lubricarse-. ¡Allá vienen!, ¿no ves? ¡Para que te dejes de hablar al
reverendo pedo! -Ahí
estamos -musitó Gonzalo, levantando apenas la vista-. ¡Llegaron, che!
-les avisó a los otros. Pepe había sacado la pelota del baúl del auto,
la apretó un par de veces para ver cómo estaba y después la tiró hacia
la cancha donde ya trotaban y hacían flexiones casi todos. -¡Traela!
¡Traela! -pidió el Ruso, que sólo se ponía locuaz cuando entraba a la
cancha. Miguel, en cambio, se mantuvo serio. Fue hasta donde estaba Tito y
se puso en cuclillas junto a él. -Tito
-le dijo-. Hoy no te mandes tanto al ataque. Seguro que por tu lado va a
jugar el flaco del otro día, ese que le dicen Trastorno. Es muy rápido.
Trata de encimarlo y no dejarlo dar vuelta. Si lo dejas darse vuelta -te
pinta la cara porque es un pedo líquido ese hijo de puta. Le vas encima y
ponete de acuerdo con Aguilar para que cierre por detrás tuyo si se la
meten a tu espalda... -Tito aprobaba con la cabeza, obediente-.. ¿De
acuerdo? ¿De acuerdo? -recalcó Miguel-. Porque vos me decís que sí y
después no haces un carajo de lo que te digo... -Sí.
Pero decile al Negro. Porque aquél agarra la lanza y se va arriba y después
no vuelve en la puta vida. -Si
vos te vas a volantear, yo te hago el relevo, quédate tranquilo. Pero
además, yo le digo al Negro -Miguel se puso de pie como si hubiese
terminado con la indicación, pero antes de meterse en la cancha, se volvió
para decir-. Guarda los bolsos en el auto, Rogelio. Nunca se sabe. A
Tito lo único que le faltaba ponerse era la camiseta verde, y puteaba por
el frío. -Loco
¡qué busarda que tenés! -Pepe, desde el suelo, poniéndose los botines,
lo miraba y se reía. Tito se miró el estómago como si recién lo
descubriera. -Tengo
que salir a correr -calculó. -¿No
salís a correr en la semana? -No
tengo tiempo, Pepe. Debería. Pero... -Salgamos.
Llámame y salimos. -Sí.
Porque así... -Después
se siente en los partidos... -Te
llamo, porque no hay nada más rompebolas que correr solo. -Después
no me llamás nunca, hijo de puta. Ya el mes pasado me hiciste lo mismo. -Te
llamo, te llamo -prometió Tito, pero ya Pepe corría hacia el arco más
cercano, donde peloteaban al Lungo. Miguel no se dignaba a patear. Intentaba
tocarse la punta de los botines con los dedos y recomendaba "elongá,
elongá" a cada uno que le pasaba cerca. Pero, de pronto se irguió y
siguió atentamente el curso de una pelota que se iba entre los árboles. -¡Che...!
-advirtió-. ¿No está bofe esa pelota? -Está
un poco globo -admitió el Ruso-. Pero está bien. Víctor
la había ido a buscar casi hasta el terraplén, detrás del arco, y la
devolvió hacía la semiborrada línea del área. Marcelo la paró con el
pecho y la tiró de nuevo a la copa de los árboles. -¿Con
qué le pegas, hijo de puta? -lo observó, fijamente, Miguel, las manos en
la cintura-. ¿Cómo se puede tener tan poca sensibilidad en el pie? ¿Cómo
se puede ser tan animal? -Marcelo se reía-. Si te ve Federico Sacchi se
muere de un infarto, querido -la siguió Miguel-. ¡Y pretenden jugar al fútbol!
¡Qué agravio a la cultura futbolística del país, por favor! ¡Son
jugadores de terraza, nacidos en el centro! ¡Cuánto potrero que te
falta, por Dios! La
pelota, esta vez, y quizás intencionadamente, le llegó a Miguel, que
la puso bajo la suela y miró el arco. -¿Dónde
la querés? -le preguntó al Lungo. -Pateá
y dejá de hinchar las bolas -dijo el Lungo. -Decime,
decime. -Ahí
-señaló el Lungo, mostrando el ángulo bajo del segundo palo. Miguel le
pegó de derecha, con estilo, y la pelota se elevó unos cuatro metros
para caer tras el terraplén. Hubo risas. -¡No!
¡Trae! ¡Trae para acá! -Miguel había salido disparado detrás de la
pelota, a grandes trancos, enojado-. ¡No se puede jugar con eso! ¡Es un
bofe esa pelota, hay que inflarla! -¡No
rompas las bolas, Miguel! Está bien la pelota. Mejor si está blanda.
Dejala así -se quejó Gonzalo-. Después se moja y se pone que pesa una
tonelada. Te hace mierda el balero si cabeceas... -Mirá
lo que es esto. Mirá lo que es esto -graneaba Miguel, oprimiendo la
pelota con ambas manos-. No se puede jugar al fútbol con esto. -¡Lárgala!
Jorge se golpeó las manos, girando sobre sí mismo. ¡Cómo rompe las
bolas el negro este! -¡Pero
si a ustedes les da lo mismo jugar con una pelota que con un ladrillo,
querido! -dijo Miguel-. Para lo que juegan, todo les resulta lo mismo... -La
verdad que está un poco floja
-admitió
el Ruso, junto a Pepe. -Pero
es la única que hay. -¡Muchachos!
-llamó, Gonzalo, a los rivales-. ¿Ustedes trajeron una pelota? El Pelado
negó con la cabeza. -Nos
dijeron que ustedes tenían. ¿Qué le pasa a esa? -preguntó después. -¿Tienen
un inflador? -Miguel estaba empecinado. -¿Y
qué haces con un inflador, Miguel, si no tenés un pico? -dijo Gonzalo,
un poco harto. -Pico
hay. Pico hay. ¿Vos no tenés un pico en el auto, Pepe? Pepe
puteó por lo bajo y se fue para el auto. -El
flaco aquel tiene un inflador -alertó el Ruso, señalando, dentro del
grupo de la contra, al que había llegado primero en bicicleta. Miguel se
encaminó hacia allí. -¡Déjalaasí,
Negro! ¡Dejala así! ¡Está bien así! –insistió Jorge. -A
ver si todavía la hace cagar este pelotudo -previno Tito. -¡Ustedes
corran! -ordenó Miguel, dándose vuelta y sin soltar la pelota-.¡Muévanse,
elonguen que hace frío! Cuando
Pepe llegó con el pico ya tenía el inflador. -Dame
-dijo. Y empezó a escudriñar el cuero de la pelota con los ojos
entrecerrados-. ¿Dónde está la marquita? -Hacela
girar, hacela girar -dijo Pepe, con su cabeza casi apoyada sobre el hombro
de Miguel. -Sin
anteojos no veo un choto. -Marquita
puta... Es una flechita... -Una
flechita. Pero se le borra después... Miguel
seguía haciendo girar el balón, mirándolo, con la nariz prácticamente
pegada al cuero. -A
veces la marcan con una birome...-¡Acá está! Una
minúscula flecha bordada en cuero señalaba un orificio diminuto,
disimulado en la costura de dos gajos. -¿Es
este, no, seguro? -Sí,
si, es ese... Miguel carraspeó. -Metele
un gallo -recomendó Pepe. Miguel sostenía la pelota con una mano contra
el pecho mientras con la otra manipulaba el pico. -¡Cómo
vas a jugar con la pelota así, macho! -se escandalizó-. ¿Dónde se ha
visto? ¡Estos, porque tienen un garfio en el empeine! Juegan al fútbol
porque Dios es grande... No saben un sorete, hay que decirles todo... -No
te comprenden, Miguel. -Sufro
la soledad de los líderes, Pepe... -¿Qué
pasa, Miguel? -se acercó corriendo Tito-. Ya estamos para largar. Miguel
escupió una saliva blanca y espumosa sobre el agujero de la pelota. Le
erró por un centímetro. Primero hizo girar el balón, procurando que la
oscilación deslizara la escupida hasta cubrir el agujero. Pero luego,
apurado, la empujó directamente con el dedo hasta tapar la casi
inapreciable juntura. Luego metió la punta del pico hasta encontrar
resistencia. -Ojo...
-recomendó Pepe-. ¿Ahí está el agujero? -Para
-dijo Miguel. Sin sacarle el pico del inflador, bajó la pelota hasta
aprisionarla entre sus rodillas. -Ojo
-repitió Pepe. Miguel hizo fuerza, empujando el pico. -No
entra el hijo de puta -cerró los ojos. -¿Estas
seguro que está ahí la válvula? ¿No se habrá corrido la cámara? -No.
Está ahí. Está ahí -aseguró Miguel y pegó un nuevo empujón al pico.
Se oyó una explosión ahogada y la pelota pareció aflojársele entre las
manos. -La
pinché -dijo Miguel, girando la cabeza y mirando a Pepe con cara
inexpresiva-. La pinché. Estuvieron
unos veinte minutos más viendo si llegaba alguien con una pelota. O si
pasaba alguien que tuviera una. Marcelo se ofreció a ir a buscar una a la
casa de un primo, en el centro, pero no sabía si el primo estaba o se había
ido a la isla... Le dijeron que no. A la media hora, Tito comenzó a
cambiarse de vuelta. Gonzalo lo puteó por enésima vez a Miguel y rumbeó
para el auto. -¡No
se podía jugar así, querido! -reafirmó Miguel-. Se pinchó, mala
suerte. Pero así no se podía jugar. Ningún jugador de fútbol que se
respete puede jugar con una pelota así. -Vos
te quedaste en la Pulpo, Miguel -hirió Jorge, yéndose-. No estás para
la de cuero. -Y
ustedes se quedaron en el Tercer Mundo, hermano -no daba el brazo a
torcer, Miguel-. Les da lo mismo pato o gallareta. Total... para ustedes
todo es igual... -Miguel -llamó el Ruso, ya cambiado, en su habitual tono calmo y medido-. Ándate un poco a la concha de tu madre -y aceptó la invitación de Aguilar de volverse juntos en el auto para el centro. |
Roberto Fontanarrosa
Revista Tres (Montevideo - Uruguay)
6 de febrero de 1998
Originalmente Cuentos de fútbol argentino, de Editorial Alfaguara
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