Como la mayoría de los grandes músicos
populares surgidos durante los años sesenta, Bob Dylan ya fue y volvió
varias veces. Como ninguno de ellos –con la posible excepción de los
Beatles– mereció en su extraordinaria carrera todo tipo de análisis,
críticas y homenajes. Ninguno, por cierto, tan curioso como el que, con
la excusa de sus sesenta años, le ofreciera el PEN Club de los Estados
Unidos, en la noche del 19 de mayo en el Town hall de Nueva York.
Considerado por la prensa en pie de igualdad con otras veladas afines,
dedicadas en el pasado a Vladimir Nabokov, a Virgina Woolf y a James
Baldwin, el homenaje –que hubiera horrorizado a Truman Capote, uno de
los principales detractores de Dylan en el mundo literario– fue
organizado por Robert Polito, autor de Savage Art: A Biography of
Jim Thompson y director del programa de escritura de la New School,
conjuntamente con los escritores Michael Ondaatje y Peter Carey. Además
de una serie de músicos –Patti Smith, Tracy Chapman, Graham Parker,
etcétera–, participaron de las mesas redondas los escritores Bobbie Ann
Mason, Rick Moody, Christopher Ricks, Sam Shepard, T. Coraghessan Boyle
y Anne Waldman, con la coordinación de David Remnick, editor de la
prestigiosa The New Yorker.
Remnick, en el número del 14 de mayo de su
revista, firmó un largo artículo dedicado a exaltar el perfil
intelectual de Dylan. Allí se lee: “Como escritor y como músico, Dylan
sigue siendo un investigador, y lo mismo vale para su comportamiento
fuera del escenario. Estudió pintura con el hijo de Sholem Aleijen; los
Evangelios con los especialistas de la Escuela Evangélica de California
y [William] Blake, con Alien Ginsberg.
Un día después de la publicación de ese artículo, el novelista Michael
Cunningham –ganador del Premio Pulitzer de novela del año 1999– firmó
una nota publicada por el International Herald Tribune, donde confiesa:
“No fui un niño particularmente leído. Me gustaba Bob Dylan, cuando los
nombres de Flaubert, Dostoievsky y Woolf apenas eran vagos rumores para
mí. Al oír a Bob Dylan cantando ‘Just Like a Woman’ en el álbum
Blonde on Blonde, me sentí por primera vez transportado por las
palabras de un escritor”.
Llegado a este punto, el lector bien podría preguntarse cuánto hay de
verdad y cuánto de exageración mediática en este curioso matrimonio de
lo supuestamente alto (la academia, el prestigio literario) y de lo
supuestamente bajo (la canción popular), en principio tan norteamericano
y, por ello, tan merecedor de las mayores reservas. La respuesta, claro,
no debe buscarse en el mito –que en los Estados Unidos contemporáneos
suele ser más frecuente que en la Grecia antigua–, sino en las
canciones.
Fuentes
En su ya citado artículo, al reseñar Song & Dance Man II: The Art of
Bob Dylan –un monumental y reciente estudio de 900 páginas del
crítico inglés Michael Gray–, David Remnick enumera las fuentes más
notables empleadas por Dylan en sus canciones: en primer lugar, las
baladas inglesas, las canciones infantiles, el folklore blanco de los
Estados Unidos –Woody Guthrie, fundamentalmente–, el blues primitivo –Jesse
Fuller, Blind Lemon Jefferson, Bukka White, Blind Willie McTell, Son
House, Sleepy John Estes, Leadbelly y el Reverendo Gary Davis, y, más
tardíamente, el rock –Elvis Presley, Buddy Holly, Little Richard y los
Beatles, pero también The Band, el grupo que lo acompañó durante buena
parte de su carrera–; a eso se suman la Biblia, los poemas de William
Blake, John Keats, Walt Whitman, Arthur Rimbaud y más adelante, la obra
de los escritores surrealistas, de los de la beat generation –Allen
Ginsberg y Jack Kerouac, entre otros– y, por supuesto, el poeta galés
Dylan Thomas, con cuyo nombre reemplazaría su verdadero apellido
Zimmerman, con el que nació en el pueblo Duluth y con el que se crió en
Hibbing, Minnesota, cerca de la frontera de Canadá.
Es posible que todo lo afirmado por Remnick y Gray sea cierto, pero lo
difícil es establecer el detalle. Por un lado, tenemos las baladas
tradicionales –equivalentes a los romances españoles–, que podrían
definirse como canciones de naturaleza folklórica que narran una
historia real o fantástica, recurriendo al estilo popular. De ellas,
Dylan adoptó la estructura y algunos de sus recursos; fundamentalmente,
la alternancia de lo épico con lo lírico, así como también la presencia
de elementos dramáticos –diálogos– y la rima marcada, directamente
relacionada con el canto. Para abonar esta hipótesis, basta comprobar
que, desde el principio –incluso hasta Good as been to you (1992) y
World gone wrong (1993), dos discos muy recientes–, el repertorio de
Dylan se ha nutrido de ese tipo de materiales tradicionales, para no
mencionar las composiciones propias que ajustó al género, como, por
ejemplo, “The Lonesome Death of Hattie Caroll”, “Ballad of
Hollis Brown”, “Ballad of Frankie Lee and Judas Priest” o
“Hurricane”.
Idéntica importancia cabría acordarle a los blues tradicionales del
folklore negro, que poseen la misma esencialidad que se les atribuye a
las baladas de los blancos. Tal es así que, a partir de los años
cincuenta, los blues engrosaron el repertorio de los folkloristas
blancos estadounidenses, incluido el mismo Dylan, frecuente usuario de
la Anthology of American Folk Music, una compilación de seis
discos, realizada por Harry Smith y publicada en 1952 por Folkways
Records. No obstante, si, de acuerdo con la definición de Albert B.
Friedman, una de las características de las baladas tradicionales
inglesas es la carencia de elementos propios de las convenciones
literarias, Dylan, con su recurrencia a las imágenes tomadas en préstamo
de los episodios bíblicos, de los poetas visionarios – Blake, Rimbaud–,
del surrealismo y de las crónicas periodísticas, no es un trovador
tradicional, sino un compositor de canciones originales.
Esta claro que, como vehículo para la poesía, las baladas y los blues ya
habían sido empleados con anterioridad por una infinidad de músicos
populares; entre ellos Woody Guthrie, uno de los primeros modelos sobre
los que Dylan forjó su propia imagen. El rock, en cambio, carecía de
esos atractivos, pero atraía poderosísimamente a las masas. Dylan, que
en su prehistoria había sido uno de los tantos imitadores de Buddy Holly
y de Little Richard, entendió que en las reacciones despertadas por los
Beatles y sus epígonos tanto en los Estados Unidos como en el Reino
Unido había una excelente oportunidad para que sus canciones llegaran a
más personas. En una entrevista, posterior a su supuesta “traición” al
folk –al que llegó a llamar “música de gordos”, señaló que el rock que
él escuchaba en su juventud estaba hecho de frases simples y de ritmos
marcados que permitían canalizar la energía, pero que carecían de
seriedad o no reflejaban la vida de manera realista. “La vida –decía–
está llena de complejidad que el rock’n’roll no reflejaba”. Hasta 1965,
él produjo una síntesis y aunó el ímpetu emocional con la inteligencia
lírica; como dijo alguien con la típica desaprensión de quien vive en un
país central y, por lo tanto, está ajeno a lo que ocurre en otros
lugares del mundo, “le dio un cerebro a la música popular”.
Procedimientos
Por las razones que se leerán más abajo, la traducción de canciones de
Bob Dylan a otras lenguas generalmente fracasa o a lo sumo ofrece una
pálida idea del original. Por ello, al ocuparnos de sus procedimientos
—de hecho, comunes a los otros compositores populares de otras lenguas–,
quizá sea mejor plantear un ejemplo en castellano. Así, cuando en
“Cantores que reflexionan” la cantante y compositora chilena Violeta
Parra, recurriendo a versos que bien podrían haber sido escritos durante
los siglos XVI o XVII en España, se pregunta: “¿Es el dinero alguna luz/
para los ojos que no ven?”, y luego responde: “Treinta denarios y una
cruz/ responde el eco de Israel”, remite en forma explícita a un
episodio de los Evangelios que todos, incluso los menos versados,
conocemos. En consecuencia, en lugar de invocar directamente a la
traición en cualquiera de sus variedades, elige mencionar los treinta
denarios y la cruz que reflejan de manera culta la traición por
antonomasia. Sin embargo, en “Maldigo del alto cielo” –otra de sus
canciones– elige ser más desgarradoramente explícita, brutal y pedestre,
al cantar “Maldigo el vocablo amor/ con toda su porquería./ Cuánto será
mi dolor”. Bertolt Brecht, Cole Porter, Homero Manzi, Georges Brassens,
Leonard Cohen y Chico Buarque –para nombrar sólo a unos pocos– proceden
de la misma manera, atentos sin embargo a las circunstancias y
tradiciones de sus respectivos idiomas.
En sus canciones, como en el caso de los artistas antes mencionados,
Dylan alterna la lengua “alta” –la de la literatura formal– con la
“baja” –la del habla popular–, y el resultado le produce al oyente un
curioso reconocimiento, donde los extremos de una misma lengua se tocan,
connotándose mutuamente y permitiendo a la vez un efecto de
extrañamiento y familiaridad. Dylan explota el recurso en,
prácticamente, cualquier contexto, ya sea en relación con las canciones
supuestamente proféticas (“A hard´s rain gonna fall”) como con
la crónica de acontecimientos (“Political World”), la efusión
amorosa (“Tangled Up Blue”) o la críptica enunciación de hechos
perfectamente privados (“Positively 4th Street”).
Por supuesto que los elementos referidos no son de aplicación mecánica a
la composición de canciones. Es claro que siempre media el talento.
Justamente el que el citado Michael Cunningham y tantos otros escritores
del mundo entero creen reconocer en las letras de las canciones de Dylan,
sean cuales fueren las preferencias personales de cada uno, ya se trate
de Another Side of Bob Dylan, Blonde on Blonde,
Blood on the Tracks o Time Out of Mind, por nombrar sólo
algunos de sus álbumes más reputados. Acaso por todas las razones hasta
aquí mencionadas, este 2001 diversas instituciones del mundo entero lo
proponen por tercera vez consecutiva para el premio Nobel de Literatura.
De ganarlo, curiosamente sería el primer músico en hacerse poseedor de
ese galardón. Habría una cierta justicia para el poeta, más allá del
mito.
Nota:
Tomado de
Música y poesía de Jorge Fondebrider (Dirección de Literatura,
UNAM/DGP,
Conaculta, 2014). |