El 21 de octubre pasado abrí el diario y
vi, con
sorpresa, que se cumplían treinta años de la muerte de Georges Brassens,
en mi modesta opinión, acaso uno de los más grandes compositores
populares de todos los tiempos.
Entiendo que esta última afirmación puede sonar un tanto exagerada,
sobre todo si uno se pone a pensar que su música es más bien elemental,
pese a que por cariño y simpatía haya recibido diversos homenajes; entre
otros, el de los músicos de jazz que, allá lejos y hace tiempo, sacaron
un disco dedicado a esas composiciones. Me apuro entonces a decir que no
es la música, que son las letras las que despiertan en uno esa corriente
de simpatía y complicidad que, al menos para mí, no he logrado encontrar
en otra gente –ya lo dije hace dos meses: Serrat, Sabina– que lo tuvo o
tiene como modelo. ¿Por qué? Lo primero que me viene a la mente es la
falta de densidad psicológica y la ampulosidad que veo en otros y que no
encuentro en Brassens, quien forma parte de mi modesto panteón, con
Violeta Parra, Chico Buarque y Bob Dylan, otros tres de los mejores
letristas que conozco.
Mis primeros recuerdos de Brassens me remiten a la adolescencia y a la
casa de una amiga lo suficientemente loca como para haber colgado
sábanas de las ventanas de su casa con citas hechas a mano de los
refranes de William Blake. Ella tenía discos de Brassens (también de
Jacques Brel), mezclados con esos otros discos que cualquier familia de
clase media ilustrada tenía en los años sesenta: Joan Baez, Quilapayún,
Daniel Viglieti, los Beatles –claro–, el Modern Jazz Quartet. Y ponía
siempre uno en el que había un poema sobre la muerte de Rimbaud, le
premier rosignol de la France, que, a fuerza de escuchar,
terminábamos recitando a los gritos.
Tiempo después vinieron los café concerts y, con ellos, Georgina y
Alberto (creo que así se llamaban), un dúo que había traducido las
canciones de Brassens y que cantaban, por ejemplo, “Y Margot que era muy
buena piba/ Le dio la teta al micifuz”, y a todos nos parecía bien. Como
también nos parecía bien faltar al colegio para ir a la Cinemateca de
Buenos Aires a ver un ciclo interminable de cine francés en el que
estaba incluida Porte de Lilas, la película de 1956, de René
Clair, que tenía como protagonistas a Pierre Brasseur y, en su primera y
única presentación cinematográfica como actor, a Georges Brassens. No
había momento como aquél en que Brassens tomaba la guitarra y tocaba
llenando la sala de una nostalgia imposible de trasladar a algo que uno,
a los 16 años, conociera, pero que invariablemente descendía sobre
nuestras cabezas para mostrarnos que había otros mundos más allá del
mundo que conocíamos.
Más adelante, viviendo en Francia, fui conociendo mucho más a Brassens.
Descubrí a Paul Fort –acaso su antecedente más notable–, lo vi actuando
en la tele, lo escuché en entrevistas y siempre sentí que su reticencia,
su amable distancia, tenía mucho que ver con la coherencia de lo que
cantaba. Dicho de otro modo, saber un poco más de él no le quitaba
brillo, sino más bien lo contrario.
Si me pidieran que eligiera una canción de Brassens –y no veo por qué
alguien podría pedirme algo así–, supongo que no tendría dudas. Hay una
que escucho siempre que se presenta la ocasión. Se llama La ballade
des gens qui sont nés quelque part y es, en mi opinión, uno de los
mejores himnos contra todo tipo de nacionalismo, actitud que Jorge Luis
Borges definía como "la manía de los primates". Se me ocurre que
reproducir esa letra en castellano y en el original francés es un buen
homenaje a la memoria de Brassens.
La balada de la
gente que nació en algún lado
Es verdad que son bonitos todos esos pueblecitos,
Todos esas villas, esas aldeas, esos lugares, esas ciudades,
Con sus castillos, sus iglesias, sus playas,
Sólo tienen un punto débil y es estar habitadas
Y es estar habitadas por gentes que miran
Al resto con desprecio desde lo alto de sus murallas.
La raza de los patriotas, de los portadores de estandartes,
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado.
Malditos sean estos hijos de su madre patria
Empalados de una vez por todas en sus campanarios
Que te enseñan sus torres, sus museos, su ayuntamiento,
Te enseñan su país natal hasta hacerte bizquear.
Que sean de París o de Roma o de Sète,
O del quinto pino o bien de Zanzíbar
O incluso de Moncuq, se jactan ¡caramba!
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado.
No hay arena más fina que aquélla en la que
Hunden la cabeza sus sensibles avestruces,
En cuanto al aire que emplean para llenar sus tripas,
Sus pompas de jabón, es un soplo divino.
Y poco a poco se convencen
De que hasta el estiércol de sus caballos,
Aunque sean de madera, le da envidia
A todo el mundo,
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado.
No es un lugar común el de su nacimiento,
compadecen de todo corazón a los pobres desgraciados,
a los pequeños desafortunados que no tuvieron la presencia,
la presencia de espíritu de ver la luz entre ellos.
Cuando suena la alarma sobre su felicidad precaria
Contra los extranjeros, todos más o menos bárbaros,
Salen de su agujero para morir en la guerra.
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado.
Dios mío qué linda sería la tierra
Si sobre ella no se encontrase esta raza incongruente
Esta raza inoportuna, que abunda en todas partes
La raza de la gente del terruño, de la gente de lugar.
Qué hermosa sería la vida siempre
Si no hubieses sacado de la nada a estos tontos
Prueba, quizás definitiva, de tu inexistencia:
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado
Los imbéciles felices que han nacido en algún lado.
La ballade des gens qui sont nés quelque part
C'est vrai qu'ils sont plaisants tous ces petits villages/ Tous
ces bourgs, ces hameaux, ces lieux-dits, ces cités/ Avec leurs
châteaux forts, leurs églises, leurs plages/ Ils n'ont qu'un seul
point faible et c'est être habités/ Et c'est être habités par des
gens qui regardent/ Le reste avec mépris du haut de leurs remparts/
La race des chauvins, des porteurs de cocardes/ Les imbéciles
heureux qui sont nés quelque part/ Les imbéciles heureux qui sont
nés quelque part
Maudits soient ces enfants de leur mère patrie/ Empalés une fois
pour toutes sur leur clocher/ Qui vous montrent leurs tours leurs
musées leur mairie/ Vous font voir du pays natal jusqu'à loucher/
Qu'ils sortent de Paris ou de Rome ou de Sète/ Ou du Diable Vauvert
ou bien de Zanzibar/ Ou même de Montcuq il s'en flattent mazette/
Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part/Les imbéciles
heureux qui sont nés quelque part
Le sable dans lequel douillettes leurs autruches/ Enfouissent la
tête on trouve pas plus fin/ Quand à l'air qu'ils emploient pour
gonfler leurs baudruches/ Leurs bulles de savon c'est du souffle
divin/ Et petit à petit les voilà qui se montent/ Le cou jusqu'à
penser que le crottin fait par/ Leurs chevaux même en bois rend
jaloux tout le monde/ Les imbéciles heureux qui sont nés quelque
part/ Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part
C'est pas un lieu commun celui de leur naissance/ Ils plaignent de
tout cœur les petits malchanceux/ Les petits maladroits qui n'eurent
pas la présence/ La présence d'esprit de voir le jour chez eux/
Quand sonne le tocsin sur leur bonheur précaire/ Contre les
étrangers tous plus ou moins barbares/ Ils sortent de leur trou pour
mourir à la guerre/ Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part/
Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part
Mon dieu qu'il ferait bon sur la terre des hommes/ Si l’on n’y
rencontrait cette race incongrue/ Cette race importune et qui
partout foisonne/ La race des gens du terroir des gens du cru/ Que
la vie serait belle en toutes circonstances/ Si vous n'aviez tiré du
néant tous ces jobards/ Preuve peut-être bien de votre inexistence/
Les imbéciles heureux qui sont nés quelque part/ Les imbéciles
heureux qui sont nés quelque part
|