De acuerdo con estadísticas recientes, Brasil tiene cerca de 193
millones de habitantes, entre los cuales se registra un nivel de
analfabetismo que alcanza al 10% de la población. Por otra parte, de las
personas aptas para votar, sólo el 56% tiene cumplida la escolaridad
primaria. Nada de esto impidió que, cuando Caetano Veloso editó su álbum
Cinema trascendental, en 1979, muchas de esas personas escucharan
por la radio Elegia, un bolero compuesto por el músico Pericles
Cavalcanti, sobre la traducción de un poema del metafísico inglés John
Donne (1572-1631), realizada por el poeta concretista Augusto de Campos.
Entonces, no hay otro remedio que comenzar señalando que la cultura de
Brasil funciona así, mezclando lo alto con lo bajo, sin que a nadie
–salvo a la Madame de ese tema que hizo famoso João Gilberto– se le
caigan los anillos, y conformando un espacio para nada compatible con el
concepto de cultura que existe en otras partes del mundo. Lo mejor del
caso es que esa compatibilidad de opuestos no es una justificación para
cualquier cosa –cfr. Fito Páez berreando a dúo con la Mona Jiménez, los
Calamaro haciendo como que cantan tango, los ex-grupos de ska
trasladando un Caribe que no existe a donde no hay Caribe–, sino una
clara justificación de la hibridez entre especies distintas de una misma
identidad. Ésa ha sido la arcilla primordial de los grandes artistas
brasileños pasados. Para quien lo dude, allí están Mario y Oswald de
Andrade, Manuel Bandeira, Anita Malfatti, Heitor Villalobos, Tarsila do
Amaral, Guimarães Rosa, Oscar Niemeyer, João Cabral de Mello Neto,
Carlos Drummond de Andrade, Clarice Lispector, Glauber Rocha, Antônio
Carlos Jobim, João Gilberto, Ferreira Gullar, los hermanos De Campos,
Chico Buarque, Gilberto Gil, y el mismísimo Caetano Veloso. Todos ellos
nos permiten entender que, cuando las circunstancias lo permiten y se
dejan de lado el populismo y la charlatanería, incluso lo más complejo y
refinado puede abrirse paso, ganar consenso y llegar a ser
verdaderamente popular. ¿Cómo? A pocos días de dar comienzo a la gira
por Latinoamérica que lo llevará a Guadalajara y al D.F., Veloso
responde: “Brasil es un país salvaje, territorialmente muy grande,
densamente mezclado desde el punto de vista racial, lleno de
desequilibrios sociales heredados de la época de la esclavitud –de
hecho, la última en abolirse en Latinoamérica– y, para colmo, hablamos
portugués en un continente donde se habla fundamentalmente en español.
No nos queda otra: tenemos la oportunidad de ser originales. Es probable
que ésa sea también una responsabilidad. Tantas desventajas históricas y
geográficas sólo pueden remontarse cuando se las interpreta como una
bendición. Y, para poder hacerlo, no hay otro remedio que la
originalidad”.
En ese contexto, ¿usted, que musicaliza a Oswald de Andrade, que hace
hablar en una canción a Lévi-Strauss y que es capaz de reunir a los
Beatles con Michael Jackson, se considera intelectual?
Alguna vez, dije que era uno de los cantantes populares brasileños
con más imagen intelectual, pero al hacerlo me estaba tomando el pelo a
mí mismo. No significa esto que no tenga mis puntos de vista políticos o
estéticos como todo el mundo. De hecho, es de dominio público que los
tengo. Pero sólo los aplico a la hora de juzgar la creación ajena. Son
circunstancias íntimas que, de tanto en tanto, se hacen públicas, pero
que no están presentes como juicios conscientes a la hora de componer o
a la de considerar aquello que compongo y grabo, aunque sí cuando
estructuro lo que luego se transforma en un show.
¿En qué sentido?
Veo mis shows como películas llenas de ecos
internos referidos a imágenes e ideas. Yo sé que un show se arma en base
a canciones, pero también me gusta pensar que hay allí algo más. En
cierto sentido, un show también se “compone”.
Ya que hablamos de composición, ¿qué viene primero: letra o música?
¿A partir de qué empieza a componer una canción?
No hay un método. Pero es frecuente que me venga una idea con pocas
palabras y algo de música. De ese fragmento, desarrollo una melodía que,
a su vez, pide más palabras. Me veo muy a menudo llenando de palabras
una melodía larga que nació de una frase con palabras cantadas.
Experimentos cantados
Prácticamente en todas partes ha habido músicos populares dados a
experimentar con lo que componían para encontrar cosas nuevas. Parte de
la esencia del Tropicalismo, movimiento que Caetano Veloso animó con
Gilberto Gil y otros músicos en la década de 1960, se nutría de esa
mezcla de imágenes y ritmos locales, pero también del pop y del rock
anglosajón, el tango y el bolero, así como otros folklores urbanos de
Latinoamérica. De más está decir que la onda expansiva alcanzó a otros
artistas. Baste, por ejemplo, con oír a la Elis Regina o al Milton
Nascimento de mediados de los años setenta, quienes, cuando en la
Argentina surgía el “rock nacional” –una música fundamentalmente calcada
de lo que se hacía en Gran Bretaña– proponían una variante brasileña,
que, sin cargar las tintas sobre la condición de rock, acusaba
fuertemente recibo de lo que ocurría en el hemisferio norte, conservando
la impronta brasileña. Algunos de los discos más notables de Caetano
nacieron justamente en esos años: Araça azul (1973), el
extraordinario Qualquer Coisa (1975), Jóia (1975),
Bicho (1977), Muito (1978), Cinema Trascendental
(1979). Y si bien Caetano ha vuelto a ese tipo de música una y otra vez
–cfr. Velô (1984)–, hubo períodos en que se dedicó a otras cosas.
Por ejemplo, al cancionero latinoamericano, alternando en Fina estampa
(1994) canciones que forman parte del acervo común con temas recientes.
Diez años después, fue el turno de A Foreign Sound, una visita al
cancionero estadounidense. Allí se mezclan los standards con Paul
Anka, Bob Dylan, Stevie Wonder y Kurt Cobain. Acaso en el fallecido
guitarrista de Nirvana y uno de los creadores del promocionado sonido
grunge de Seattle, podría adivinarse el germen de Cê (2006) y
de Zii e Zie (2009), los dos últimos discos de Caetano, que
plantean una vuelta de tuerca a la cuestión.
En Cê y en Zie & Zie usted cambió una vez más de
dirección, dejando atrás una larga colaboración con Jacques Morelenbaum.
¿Qué lo determinó a dar este nuevo giro en su carrera? ¿Sentía que había
agotado una etapa?
No sentí que hubiese agotado una etapa. Creo que haré cosas con
Morelenbaum y con los percusionistas de Bahia en el futuro. Con Pedro
Sá –con quien había trabajado en anteriormente– teníamos el deseo de
hacer algo cercano al indie rock. Él me sugirió el bajo de
Ricardo Dias Gomes y la batería de Marcelo Callado, y ambos fueron
perfectos. Primero, pensamos en hacer un disco bajo un heterónimo, donde
mi voz estaría cambiada electrónicamente. Después decidimos hacerlo con
voz reconocible y mi nombre en la portada. Era un proyecto paralelo que
se convirtió en trabajo central. Para mí, tiene gran significación,
dadas las relaciones ricas y oblicuas que he tenido con el rock desde
los tiempos del tropicalismo.
Por la formación empleada en estos discos, uno se siente tentado a
pensar que usted parece decidido a servirse de un esquema rockero, pero
sin hacer rock. ¿Es esto posible?
Sí. Pero también se puede decir que es rock lo que se hace ahí, sólo
que quien lo hace es alguien de Brasil que, además de ser un conocedor
apasionado de la tradición popular brasileña, ha pensado y dialogado con
el rock a partir de mediados de los años 60.
Da la impresión de que el fenómeno del rock, al menos en Brasil, fue
menos derivativo que en otras partes de Latinoamérica. Finalmente, la
banda que acompañaba a Elis Regina en los años 70, tenía un espíritu más
rockero que las pálidas copias del rock británico que tenían lugar por
esos mismos años en la Argentina. ¿Dónde está la diferencia?
Me acuerdo de grabaciones de Elis (algunas canciones de Belchior, una
de Roberto Carlos) que tenían algo del rock. Pero las bandas que la
acompañaban eran siempre más del tipo “música sofisticada”, con
excelentes músicos que suenan como grandes profesionales de estudio. Sin
embargo, es verdad que la intensidad natural de una cantante tan grande
como Elis es más rock que la mayoría de las cosas que hacen muchos
rockeros anglosajones oficiales. Imitaciones brasileñas o argentinas,
francesas o suecas, estarán siempre lejos de cosas así de fuertes. Pero
igual se puede decir que Nelson Cavaquinho es más rock que Paralamas o
incluso que Coldplay. ¿O sería más preciso decir que hay más samba en
Pixies que en mi Zii e Zie?
¿Qué le dejaron, musicalmente hablando, los años pasados en Londres?
El gusto por los Rolling Stones, la sensación de vulnerable realidad
de las performances que de lejos parecían magia, la guitarra de
Jimmy Page, la insoportable certeza de que no me gusta vivir lejos de
Brasil (lo que me acercó todavía más a la música brasileña).
A propósito, ¿tuvo alguna vez noticia de lo que les habían parecido a
los Beatles las versiones que usted hizo de sus temas?
No. Imagino que no les hubiesen gustado. A mí me gusta la grabación
que hicimos de Eleanor Rugby –también las de Jokerman y
Billie Jean–, pero no creo que a Lennon y McCartney, Dylan o Jackson
les interesarían esas rarezas.
Cuando se revisa su discografía, uno ve que usted ha pasado por la
mayoría de los géneros musicales de Occidente. Sin embargo, llama la
atención la ausencia del jazz. ¿A qué se debe?
En muchos sitios catalogan mis discos bajo la palabra “jazz”. Lo que
suena a bossa nova cae en ese nicho. Pero es verdad que no tengo
talento para scat-singing, nunca me entregué a una improvisación
rica sobre una base armónica. Sin embargo, grabé Sophisticated Lady
en A Foreign Sound, y Smoke gets in your eyes con una
orquesta compuesta sólo de saxofones. Mis versiones de canciones de los
Beatles y de Michael Jackson están más cerca del cool jazz que
del rock. Empecé oyendo a Thelonious Monk, a Miles Davis y, gracias a
João Gilberto, a Chet Baker. Y la estética cool es para mí más
entrañable que el rock. El rock no me interesaba para nada hasta
mediados de los años 60.
Disco a disco usted nos ha acostumbrado a pasar de la mayor
experimentación a la tradición más absoluta con una naturalidad que
sorprende. ¿Cómo lo hace?
Cuando escuché a João Gilberto por primera vez, vi que lo imposible
era posible. No hago otra cosa que experimentación, aun cuando el tema
no suene “experimental”. Y la tradición no es algo que busqué en los
archivos: es mi madre cantando en la casa. Así que todo, aunque no me
salga siempre bien, me sale natural.
Visto desde la Argentina, resulta particularmente curiosa –y en
muchos sentidos envidiable– la manera en que se desarrolla la cultura en
Brasil. Entre muchos otros posibles, un ejemplo de esto es la
asimilación de los descubrimientos de la poesía concreta brasileña por
parte de la canción popular. En muchas de sus canciones se verifica esa
relación. ¿Podría explicarnos cómo se dio ese proceso? ¿Qué aprendió de
los hermanos De Campos y de Decio Pignatari?
Los poetas de San Pablo esos, de la poesía concreta, han sido los
primeros a encontrar interés superior en lo que hacíamos nosotros, los
tropicalistas. En realidad, fue Augusto de Campos quien escribió páginas
definitivas sobre lo que pasaba con la música popular brasileña en los
años sesenta. Él redimensionó a Roberto y a Erasmo Carlos antes que lo
hiciéramos nosotros. Cuando lo hicimos, él ya había notado, en una letra
mía (Boa palabra) y en una entrevista que di a un periódico de
Río, una actitud crítica que le parecía semejante a la suya. Así conocí
su trabajo. Él me buscó, por intermedio del músico erudito Julio
Medaglia (que había hecho el arreglo para Tropicália) y
conversamos. Somos amigos hasta hoy. Fue fantástico leer las
traducciones de Joyce que ellos habían hecho después de haber escrito
Acrilírico. Fue impresionante que a ellos también les pareciera que
el nuevo folklore urbano, representado por la juventud internacional vía
el pop-rock, era entonces algo más vital que las luchas nacionalistas
por las tradiciones bien guardadas. Sus poemas visuales (y como ellos
los decían en las versiones recitadas) eran una novedad con la que nos
identificábamos. Más que todo, ellos nos enseñaron a Oswald de Andrade:
era como si todo lo que decíamos tuviese un precursor, un profeta.
Su música es realmente omnívora. En este sentido, usted puede cantar
un poema de John Donne, traducido al portugués, convirtiendo la poesía
metafísica inglesa en música popular brasileña. ¿Es un propósito
deliberado?
El caso del poema de Donne fue totalmente inesperado. Me encantaba
la traducción que hizo Augusto de Campos, pero nunca pensé en ponerle
música. Mi amigo Péricles Cavalcanti hizo con el poema así traducido un
bolerito sencillo, que dejaba las palabras claras. El poema es genial.
La canción parece totalmente carente de pretensiones y –por la forma en
que la grabamos– casi vulgar. El resultado es sorprendente: no suena
vulgar, aunque se parezca a otras canciones vulgares, exhibe toda la
compleja belleza del texto y el alma de Péricles, el músico, surge como
la de un ángel a la vez ingenuo e iluminado. Muchas cosas pasan así.
Hago solamente lo que puedo y lo que llega hacia mí. |