Me enamoré de un adjetivo una noche de insomnio. Coincidimos en la
página doscientos cincuenta y ocho de un tratado sobre botánica. Al
principio, tuve la sensación de haberlo visto antes, quizá en algún
libro de budismo o en uno de mis tantos escapes a revistas de belleza.
Fue una madrugada catártica.
Construimos un par de versos; luego hicimos algunos fragmentos para una
novela policiaca y terminamos muertos de la risa cuando escribimos el
boceto de una pieza corta del absurdo. Pero como suele suceder en los
asuntos gramaticales, no logramos escapar de las correcciones.
Mi editor arguyó que no me convenía porque no teníamos futuro juntos.
Los compañeros escritores confesaron, con ironía, que se trataba de un
capricho. Un ex novio lingüista dijo que mi obra y él pertenecían a
campos semánticos diferentes. Pero yo no quise ocultarlo al mundo. Me
volvió loca su universalidad, su carácter polisémico para adaptarse a
cualquier sintaxis, su forma tan inductiva de construir imágenes.
De modo que, en un ataque de locura, decidí meterlo a escondidas en
algunos pies de página. Fueron encuentros breves pero llenos de
adrenalina y satisfacción.
Durante un tiempo nos funcionó la estrategia. Los correctores enviaban
las pruebas para que les diera el visto bueno y yo aprovechaba para
introducirlo de manera deliberada.
Un día recibí una llamada de mi editor. Después del regaño me ofreció
tajantemente dos opciones. La primera consistía en corregir el adjetivo
para poder realizar una obra limpia y la segunda era olvidar mi contrato
y seguir en “niñerías de principiante”. Quedó sobreentendido que donde
todos veían paja, yo contemplé una singular belleza. A pesar de que la
historia ha comprobado, en más de una ocasión, que las grandes obras
literarias son incomprendidas en sus inicios, no hice nada más que
cruzar los brazos.
Me tomé un tiempo con las palabras; dejé de escribir y leer. La
tentación de hallarlo a la vuelta de una página era irresistible.
Pero como el azar es más creativo que la ficción, no pasó mucho tiempo
para que nos encontráramos en anuncios publicitarios o a la mitad de una
canción nocturna o en los subtítulos de una película romántica.
Ahora veo, con nostalgia, que una mujer lo emplea en recetas de cocina
publicadas en un periódico de bajo perfil. No siento celos, me
tranquiliza que se encuentre lejos del canon donde nadie puede
corregirlo. Aunque, pensándolo bien, una referencia bibliográfica no
estaría de más.
Joaquín Filio
(Mérida, Yucatán, 1991). Estudiante de la Licenciatura en
Literatura Latinoamericana en la UADY. Colaborador de la
revista Mérida: Ciudad de los Museos. Becario del
PECDA 2015-2016 en la categoría de cuento. Mención
honorífica en el Primer Concurso de Cuento y Poesía del
Diario de Yucatán.
Algunos de sus cuentos se han publicado en antologías
impresas y digitales.
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