Ella entró por la ventana del baño

cuento de Mariana Fiksler

Apenas comprensibles por la ortodoncia, Manuela siguió articulando palabras en su defensa: —cada cosa a su edad dijo, mirando de reojo y con aire triunfal a su silenciosa interlocutor. —Y esto lo aprendí de vos, o sea que me tenés que dejar ir al recital de Sensualito— agregó satisfecha, esperando una respuesta que no llegaba, sólo esa mirada, la de su mamá, desafiándola a que continúe, porque no siempre se tiene delante una hija de trece años, en corpiño y privada de “erres” temporalmente, que se debate por sacar frases convincentes de la galera recién estrenada. Y que, entre tropiezos, de pie con la alfombra y de lengua contra el aparato, sigue insistiendo. Sin dar ni darse tregua.

Que si a sus compañeras las dejan, a ella también, que un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar, que más tarde va a ser muy tarde, que ya se imagina —y en ese momento lleva su mano a la frente y la cabeza hacia atrás, sin dejar de caminar— a la edad de la abuela usando bermudas y pidiendo un videocassette de Sensualito para sus bodas de plata. Ahora, con la cabeza gacha, susurra apenas que la está condenando a ser una mujer rescindida.

—Resentida— corrige la madre, con cara de limarse las uñas. Manuela integra la palabra a su vocabulario: — ¡eso!—y continúa, recurriendo a la mejor carta, su as de espada: el padre. Que él ya le dio permiso, que sólo falta su autorización. Y por si esto no fuera suficiente, le recuerda las veces que ella misma le contó que si los Beatles hubieran venido, vendía su alma al diablo por estar en fila uno. Dicho lo cual, puso un pie sobre el sillón, con una mano se recogió el pelo sobre la cabeza y con la otra hizo un ademán como de dar paso a una dama, invitándola a decir que sí, que la dejaba ir.

A las siete de la mañana llegó al teatro, para ser la primera frente a la bonetería. Y lo fue, pero de la tercera cuadra.

Un poco más despeinada, con algún botón menos en la blusa y sin los cordones de las zapatillas, a las seis de la tarde tuvo su entrada. “Soy una romántica incurable” pensó.

Y aquella noche, cuando la tormenta, Manuela tuvo la certeza -sólo en sensaciones, porque a los trece años una vibración es un alud de palabras—, tuvo la certeza de que era el momento correcto, porque estaba lloviendo y el frasco que dejó en el jardín se llenaba de gotas que dejarían en su pelo olor a lluvia, cuando al día siguiente empezara a prepararse. Cuando el momento estuviera cerca.

Todo ese día fue un espejo, ya que hasta las uñas de los pies cortó enfrentada a su imagen, y porque el ritual se cumplió sin tregua, dejando sus trece años atrás, muy lejos, a un día y una tormenta de distancia, debajo del brillo para labios de caramelo, porque la liturgia incluía el sabor de la niñez, a modo de despedida; y de los toques de rimmel, que casi mágicamente abrieron sus ojos verdes, para aprender a mirar entre sus pestañas, enaltecidas bajo el pincel.

Siempre al espejo, desnuda, empezó a deslizar la primera prenda hacia arriba. Y abajo, en el piso, un recorte de diario, un título: “Cinco Tom Jones enanos: Sensualito”. Y un comentario breve, —que por supuesto Manuela no había leído—: “Cinco adolescentes contoneándose provocativamente. No es música, es un afrodisíaco para núbiles. Un despertar tumultuoso dentro de otro no menos convulsionado: la adolescencia”.

El aparato sobre el recorte, un beso a mamá, otro a papá, bajar las escaleras y atravesar el túnel del subte con Fernanda y María. Reír de todo, de nada, y soportar que sus amigas tan pronto pegaran un chillido o un salto en el lugar, o pellizcaran histéricamente una el brazo de la otra.

Manuela, en cambio, un repaso del cuerpo en la ventanilla, y, como casual, llevar su pelo hacia atrás con los dedos, o con un movimiento de la cabeza, y sentir, en el vaivén ceniciento, la lluvia, buscando al mismo tiempo otra mirada que viera ese olor.

De nuevo en la calle. Frente a ellas, el teatro, y además, mil, dos mil Manuelas, Marías y Fernandas, un desparpajo de colores, chillidos y contorsiones, de miradas meteóricas y encendidas. Ya en las butacas, una batalla muda: dos mil para cinco.

En la mano, un programa; en cada hoja, una foto:

NICO, catorce años: —No tengo novia, pero seguro que la encontraré en la Argentina. Son todas guapísimas.

MIGUEL, quince años: —Para mí, una mujer es tal si tiene ojos verdes.

Un parpadeo, Manuela ojos verdes, dar vuelta la hoja.

LOTT, trece años, pecoso: —Tengo novia, se llama Verónica y me aguarda en México.

Finalmente PEDRO y JUANI, los dos de casi trece, quienes declaran tener grandes deseos de hacer amistad con las bonitas mujeres argentinas.

En los camarines, las últimas indicaciones de Juan Melitón, el representante: —El cuerpo tiene que pandearse todito, como la tierra, cuando le agarra el temblor. Las chamaquitas vienen a mirarlos, no quieren perderse nada bueno, hay que dárselo, sonándole duro. Suerte mis sensualotes, a mover esos culitos. Para algo Dios los hizo tan lindos—.

La sala ya está a oscuras cuando las cortinas comienzan a separarse. Apenas un resplandor dorado, y sobre el telón de fondo, con estrellas y nebulosas, cinco sombras que se agrandan con los primeros acordes. Por fin un estallido de gritos que ahoga el comienzo. “Parece que nunca hubieran visto un hombre”, piensa Manuela, sin distorsionar una erre.

Pasa la primera media hora y la voz de Juani pide: — ¡Ahorita quiero que todo el mundo cante conmigo!—. Palabra santa. Las dos mil cuatro voces (Manuela no) estallan en un registro único, vibrantes, exaltadas bajo el embuste de los reflectores, sonidos estridentes y nubes que desde el escenario, comienzan a ascender envolviéndolo todo, mezclándose en el calor. Y ahora es una sola bruma, un vaho, las nubes, los cuerpos, cuando Juani, desde la punta de sus dedos envía un beso, mientras los acomodadores retiran dos espectadoras desmayadas, y no sin esfuerzo, ya que las hebillas de los zapatos, los volados de las polleras y las bolsas de caramelos “Sensualito”, aferradas a sus manos aún en el vahído, aumentan su considerable peso normal. —Mi héroe— susurra una de las desmayadas a su víctima que avanzaba, con dificultad, formando pares alternados con los pies esparcidos en la fila. Un pie del acomodador, un pie con zoquetes, otro del héroe, uno con zapatillas, y así hasta la eternidad; el pasillo, donde casi literalmente, se deshizo del cadáver gordo y vivo.

El representante, desde bambalinas, sonríe de costado, incólume.

—Adolescentes puras— piensa —cachorras en celo, putas en potencia—, mientras con dos gestos indica al técnico de iluminación y efectos: —más bruma, menos focos— y a los enanos, con otras dos señas: culo y calzón, o algo por el estilo, o por la zona.

La coreografía no escatima pasos ni perfiles. —A cada cual su cada cual— sentencia Melitón con sabiduría -cada hembrita, en algún momento, debe escuchar la voz de su machito con exclusividad, y sobre todo, verlo, atesorar su imagen, creer que canta y baila para ella. Compró Nico, le damos Nico. Compró Miguel, se lo damos. Un penique por tus sueños y todos contentos: a ellas, el sueño; a mí, los peniques—.

Entonces les dieron Pedro y él les dio su letra. María y Fernanda, con movimientos acompasados, entre gritos y espasmos, mueven sus labios con la mímica exacta de las canciones que no exteriorizan en sonido, mientras Manuela espera, y en un gesto de desaprobación, una mirada de reojo y un chasquido con la lengua, piensa: “Son pura espuma, como sal de fruta, mucha burbujita y al final, un eructo”.

Una nueva penumbra, un destello sobre el piano y la voz de Miguel. Manuela deslizó su mano y se acarició el brazo. Su piel se había tornado inexplorada a sus dedos. Nueva, inquietante. La canción de Miguel fue un largo escalofrío. Verlo cantar fue un huracán, una afrenta. Oírlo también.

Algo se acelera, sucumbe a la cadencia, un silencio expectante, sumergido en el último momento de la fugaz ingenuidad, para detenerse en la voz de Pedro anunciando: —Hemos traído desde México una niñita que queremos mucho, se llama Guadalupe y ha venido a cantarle a Miguel. ¡Recibámosla con un fuerte aplauso!—.

La niñita que tiene entre diez y cuarenta años se aproxima al micrófono en medio de un silencio que se interrumpe con la llegada del ídolo, con su traje de brillos que infama cada pliegue de su cuerpo y resuma destellos al chocar con las luces. Las sombras, en el telón de fondo, se hacían más húmedas.

Nadie recuerda a la niñita hasta que el primer arpegio la hace presente, y un olor a decadencia encarnado en Shirley Temple con medias de seda, empieza a cantar, agradeciendo a Miguel el haberla despertado.

Y Manuela se pregunta a qué despertar se refiere. Si le enseñó que los reyes no son los padres, o que los padres no son los repollos. Y se conmociona, exacerbada de celos, con las cinco palabras: “junto a ti he despertado” golpeándola, cuando el reflector ilumina a Miguel.

Aún siento tu perfume que me quema hasta enloquecer y recuerdo tus manos acariciando mi piel.

El teatro se vulcaniza. El cráter arroja un fulgor de Ital Park, nubes naciendo de la tierra, pequeñas putas ganando el escenario, guitarras y timbales, infierno y paraíso. Núbiles saltando de las butacas, olvidando cuidar el largo de sus polleras, o sus escotes. Mierda de los ojos decrépitos de Melitón que piensa: “Esto es lo que yo llamo un orgasmo”.

Manuela mira la estampida frenética para tocar el pelo, un brazo, algo del ídolo. Se acomoda en su lugar y comprende que el recital llegó a su fin. Y entonces: aplaudir, vibrar en ondas expansivas, pararse y burlar la custodia, aunque esto le haya implicado perder su blusa. Fue un solo movimiento, luego, aparecer entre los restos de esa bruma sorda, semi desnuda, ante la ovación general, para escabullirse entre bambalinas, perseguida por una canción: “junto a ti he despertado”, hasta que encuentra la puerta que seguro la conducirá al camarín. Entra y ve que no es, pero hay una ventana, no muy alta. Se oyen voces, felicitaciones, no se equivocó, es ahí.

Aún del lado de afuera, observa. El espacio es suficiente, aunque cualquiera lo sería para su deseo. Pasa una pierna, ahora con cuidado la otra, mejor de espaldas, será más fácil pasar todo el cuerpo. En medio de su pirueta, la voz del ídolo la hace trastabillar, y un poco más, cuando oye que Miguel está pidiendo la leche. Y más, quedando casi colgada, medio cuerpo adentro, medio afuera, porque el que responde es Melitón, que sí, que la chocolatada, que va al baño a enjuagar el vaso.

No puede moverse, ni en un sentido ni en otro, cuando él entra. Ante la visión, el hombre cierra la puerta del baño, al tiempo que cambian sus pulsaciones, y una mano abierta, gastada de tocar cuerpos, sudorosa hasta la abyección, se instala sobre Manuela y con voz hedionda, murmura en su cuello: —Yo te ayudo—.

 

cuento de Mariana Fiksler

 

Publicado, originalmente, en El Molino de Pimienta. Cabaret Literario Nº 6, abril-mayo-junio de 1985
El Molino de Pimienta. Cabaret Literario se publicó entre 1983 y 1986, en Quilmes, Argentina.

Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/el-molino-de-pimienta-cabaret-literario-n-6/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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