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La pared incompleta |
Dejó la carretilla a un costado, se apoyó en la pala y se sentó bajo la sombra del tanque de agua. Eran poco más de la una de la tarde y comenzaba su hora de descanso. El calor era agobiante, como un taladro incandescente penetrando sin piedad por todo su cuerpo. Sacó un cigarrillo, lo encendió y clavó su mirada en la casita de enfrente. Miró el reloj y supo que en no más de cinco minutos las vería aparecer por la puerta de calle. A partir de ese momento, la casa permanecería sola por un par de horas, hasta las tres de la tarde. Entonces las vio salir hablando y riendo de la mano. La madre debería tener unos treinta y cinco años, la nena no más de cinco. Se concentró en la nena, y sonrió echando humo por la boca y apoyándose la otra mano en la entrepierna. Lo que daría por tenerla a ella sentada ahí, haciéndole “icoicocaballito”, punteándola tímidamente, tomando confianza hasta enloquecer. Las observó alejarse hasta que doblaron la esquina, con la mirada fija en aquel pequeño cuerpo que desde hacía dos semanas lo desvelaba. - ¿Qué hacés paraguayo? ¿Otra vez loquito con la vecina? - Sí - Pero no seas cobarde hombre. Andá y pedile matrimonio che. ¿No viste que está sola la pobre? Y qué par de tetotas que tiene ¿has visto? - Ajá - Tomá, te compré un sánguche primavera, bien fresquito, porque con este calor entrarle a una milanga me da miedo, viste. - Ta bien. Gracias. - Te noto callado - Toy cansado como la mierda – le dijo sin mirarlo – mucho calor - ¿Tenés para mucho? - Una semana más seguro ¿vos? - Noooo, yo tengo para veinte días mínimo che. ¡Esta mujer tiene un quilombo acá abajo que no se entiende qué quisieron hacerle! Se ve que la propietaria anterior movió la cocina de lugar, dio vuelta todo ¿viste? Puso la cocina donde estaba la bacha y la bacha donde estaba la cocina, entonces para adaptar la conexión del agua tuvieron que hacer dos codos, pero los hicieron para la mierda. Así que ando dále que dále rompiendo el piso y viendo cómo arreglo ese despelote. Y después tengo los baños, que son otro desastre. - Así que veinte días - Mínimo! Capaz, mes, mes y medio. Todo depende. El paraguayo lo pensó por un segundo. “Mes, mes y medio”. .. para seguir viéndola un par de veces por día. Su pelo atado en dos simpáticas colitas y sus piernas largas y flacas como dos palitos chinos…”icoicocaballito”. - ¿Y no vas a necesitar ayuda? - ¿Por vos lo decís? - Ajá - ¿Pero vos sabés de plomería? - Yo sé de todo Raúl. Hace muchos años que trabajo en esto. Toda la vida. Viste ese shopping que se prendió fuego en Asunción. Bueno, ahí trabajé yo. Hice plomería, electricidad, cosas de construcción, de todo un poco. - Mirá vos che, no sabía nada. - Ejasí - ¿Sabés lo que pasa con vos paraguayo? Hablás poco. Vos tenés que hablar más, tenés que ser más abierto. Venderte un poco más. - ¿Entonces? Raúl se lo quedó mirando. El paraguayo era medio raro, pero laburaba como un buey. Era un negro fuerte y parecía buena gente. Silencioso, pero bueno. Por otro lado, cada vez era más difícil conseguir ayudantes. Los pibes andaban perdidos por ahí, esquineando, tomando y metiéndose cosas raras. Ya nadie quería trabajar. A nadie le importaba tener su casa, su chata, progresar, ser alguien. En el último año había tenido dos asistentes. Uno le robaba y el otro trabajaba a media máquina porque siempre andaba resacoso. Sabía que necesitaba a alguien con empuje para agarrar más laburos. La Jessi estaba por empezar la secundaria y ya le había adelantado que además, quería tomar clases particulares de inglés. “A la mierda”, pensó orgulloso, “la Jessi hablando en inglés”. - ¿Y? - Mirá que no te puedo pagar mucho al principio - Ta bien, eso no me importa. Yo quiero trabajar. - ¿Y andás corto? - Es que solo es más difícil. No conozco mucha gente. - Vamos a probar ¿eh? Yo lo que quiero es tener a alguien responsable. No quiero que te chupes ¿me entendés? - Yo no tomo Raúl - ¿Nada? - Nada - Pero los fines de semana, un vinito, una cerveza helada. - No tomo Raúl, no me gusta Después se quedaron en silencio comiendo en la sombra festejando con un suspiro cada vez que una corriente de aire fresco los sorprendía. El paraguayo, cada tanto, miraba la casa de enfrente y cada vez que lo hacía, la premonición del desastre lo estremecía. Sabía que ya era demasiado tarde para evitar el desenlace que se avecinaba. Un mes, un mes y medio a lo sumo, pero no mucho más. Tenía todo ese tiempo para analizar los detalles más finos, para ajustar horarios, para planificar el ataque, y todo ese proceso le demandaría horas de placer y ansiedad. Estaba claro que sería por la tarde. La casa tenía una puerta enrejada al costado de la entrada principal que daba a un pasillo. Solo tenía que trepar esa puerta y entrar a la casa forzando alguna entrada o alguna ventana. Sonrió. - ¿Estás contento? - ¿Eh? - Que estás contento - Sí, gracias Raúl - ¿Te viniste solo para acá? - Ajá – asintió apretando los dientes - ¿Y allá tenés familia? - A mi mamá – mintió sin querer recordar la última noche junto a su mujer y su pequeña hija de tres años. Pero los recuerdos son así, como una navaja afilada que una vez que penetran, abren una grieta difícil de cerrar. “Bestia”, “Animal”, “Degenerado” le había gritado Alba al entrar en la habitación. ¿Cómo no la había escuchado? ¿Tan entretenido estaba? Perdiendo la conciencia y la noción del tiempo y del peligro encandilado por aquella conchita suave y carnosa, Alba lo había visto todo. Su respiración entrecortada, sus enormes dedos sucios entrando tímidamente en aquel cuerpecito, frágil, ajeno e inocente, y la excitación de su marido sobresaliendo como un testimonio irreparable. “Bestia, animal, degenerado”, volvieron los ecos a invadir el presente. Después, inmediatamente después, el paraguayo se cruzó para la Argentina, escapando como lo que era. Un condenado a muerte. Los hermanos de Alba jamás lo perdonarían y si alguna vez lo encontraban, no dudarían en degollarlo como a un cerdo. Tembló. - Se extraña ¿no? - Sí. - Mirá que hablás poco, mierda! Bueno che, me voy para abajo porque si no, nos vamos a quedar sin laburo los dos. - Después te veo Raúl. - Dale. Volvió a apoyarse en la pala para incorporarse y sin chistar llenó la carretilla de arena. Buscó unos ladrillos y fue hasta la pared. Cómo le hubiera gustado vivir en aquella habitación una vez que estuviera terminada. Sería ideal. Vivir al acecho, sentado en la cama frente a la ventana, escondido entre las cortinas, pasando los días en un programado ritual masturbatorio. Viéndola salir de la mano de su mamá. Viéndola llegar. Viéndola jugar en el patio todas las tardes, mojándose con la manguera mientras regaba las plantas, cubierta tan solo por su bombachita, con el torso desnudo, y su blancura interrumpida por sus dos pequeños pezones. Cerró los ojos. Las esperaría agazapado y en silencio. Paciente como una…”bestia”… Sabía que las escucharía llegar entre risas y cantos, quebrando la calma del barrio. Se pararía detrás de la puerta y acabaría sin mediar palabra con la madre, como un rayo divino, como una condena implacable, como un evento del destino. Ya nunca más habría testigos. Los ojos de Alba serían apagados para siempre. Después…, respiró hondo, tomaría a su pequeña amante histérica y se encerraría con ella en alguna habitación. Probablemente debería silenciarla y eso le daba dos alternativas. Amordazarla o desvanecerla a golpes. Suponía que la amordazaría. Quería sentirla viva, activa, latente. De a poco la iría desnudando, dejando su inocencia expuesta como una ofensa a su criterio. Lamería sus lágrimas, la tomaría por la cola y la sentaría sobre sus piernas inquietas, para acariciarla y mirarla a los ojos y decirle: “icoicocaballito”. De pronto sus sentidos se aguzaron, sus ojos buscaron y su cabeza se escondió tras la pared incompleta. - Mami, mami, ¿podemos regar las plantas? - Sí Macarena, sí - Sí, sí, sí, sí, y quiero que nos mojemos todas, bien empapadas porque hace mucho calor El paraguayo miró su reloj confiado. Exactamente, eran las tres de la tarde. |
Carlos Ferreyra
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