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Aileen 
Carlos Ferreyra

En otro siglo, una noche, me enamoré de una puta. Se llamaba Aileen (un buen nombre para una puta) y hasta llegué a componerle una canción que en un momento decía “Aileen, Aileen, Aileen, quiero más que tu sexo”. Una boludez de enamorado, pero que en su momento me pareció una genialidad. Obviamente, nunca llegué a cantársela. No me veía en medio del puterío, con una toallita atada a la cintura y una guitarra colgada al hombro, cantándole una serenata. Además, en aquel tugurio siempre había canas gordos y feos, enemigos por naturaleza del amor, la música y cualquier otro tipo de sensiblería, con lo cuál, lo más probable fuera que terminara encerrado con el diapasón de mi instrumento atravesado en el ojete. Y seguramente de ahí, no me iba a sacar ninguna puta conmovida.

Pero la cuestión es que la puta esta estaba divina. Era toda chiquitita. Su carita, tus tetitas, su culito, todo en ella era tan delicado, que te daba pudor echarle un polvo por miedo a romperla, a quebrarla. Así que nos acostamos, nos toqueteamos un poco y yo no podía dejar de pensar en lo hermosa que era aquella pequeña trola, suave como la seda. Caí en la típica misión humanitaria y le pregunté “¿porqué hacés esto?”, “vos podrías cambiar tu vida”, “mirá lo linda que sos” “¿alguna vez buscaste trabajo de otra cosa?”, hasta que, con la precisión de un misil la escuché decir “¿y, qué vas a hacer, se acaba el tiempo?”. Y sí, ¿qué otra cosa podía decirme ella? Esclavita sexual con el corazón extirpado. Geisha subdesarrollada con vocación de servicio. Pero no pude. Así que le contesté “nada, haceme una paja y listo”, “¿estás seguro?” me preguntó, “sí” le reconfirmé. Y me pajeó muy despacito, como pajean las putas con experiencia, bien aprendidas, sin apuro. Y mientras me pajeaba yo la miraba como se mira a un milagro, su diminuto cuerpo junto mi gigantez, con sus curvas perfectas y su piel oscura contrastando con mi blanca palidez. La acaricié con la intención de transmitirle algo a través de mis manos y cada tanto la apretaba a mi pecho para sentir el suyo. Quise decirle que la quería y que estaba dispuesto a rescatarla de esa vida decadente, triste y prófuga de cualquier tipo de virtud. Sin embargo, no le dije nada especial, y fui ordinario como los policías gordos que esperaban del otro lado de la puerta. Cerré los ojos y acabé sobre la estrechez de su pancita plana. Un chorro violento y espeso que me hizo arder como si hubiera expulsado un hilo de lava. “Uy, bebé” me dijo y me alcanzó la toalla.

Y mientras me limpiaba volví a mirarla y le dije “sos muy linda, tenés que salir de esta mierda”, “en eso estoy, no te preocupes, sos muy dulce, ¿vas a volver?” me preguntó.

Le dije que sí, y fui hasta una sala en donde me esperaban mis amigos para jugar un partido al metegol y tomar una cerveza, antes de irnos. Y los tipos iban y venían mientras yo trataba de adivinar cuáles eran los que se iban a encamar con mi Aileen. “¡Ché boludo, te vas a poner las pilas o no querés jugar!”, me gritaron. Los miré, les pedí perdón y clavé los ojos en la chapa verde del campo de juego.

La mañana siguiente, fue cuando agarré la guitarra.

Carlos Ferreyra

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