Plasticomanía Los ojos son espadas, son pedernales, son los instrumentos más insidiosos de que se puede valer un hombre para injuriar a una mujer. Sergio Pitol |
Un
amable y culto egipcio apodado Barkhia fue nuestro guía. Además de saber
muchos idiomas, era un hombre reacio y flexible, que aún no había
entrado a los 40 años y cuya cortesía no distaba a veces del servilismo. Mientras
éramos guiados por este amo de las arenas, noté que en varios recorridos
sus miradas recaían con prontitud sobre mí. Su astucia no permitió que
mi esposo Rubén reconociera el balance que hacía el hombre de su mujer,
ni el matiz entusiasta que cobraban sus pupilas cuando me tenía de
frente, mientras ofrecía una explicación gentil sobre la imposible pirámide
de Keops. Yo
misma me sentí enaltecida, pero prudente, y debo decir que las miradas de
Barkhia me anduvieron por dentro como pisadas de un exótico animal,
sacudiendo el promontorio de mis esfinges mudas y llevando a mis calladas
sequías los escarceos de una lluvia fogosa. Y
toda esa prudencia, al fin, tan necesaria. Los
días caminaron con aroma de desiertos poblados de turistas y debo decir
que entre las ventas de tiliches egipcios –amuletos vanos, piedras
falsamente extraídas de la tumba de Tutankamón, ibis de diorita y todos
los papiros que usted quiera para cubrir las paredes de su sala–,
hubiera deseado encontrarme el que estampaba la efigie de Barkhia, para
llevarlo colgando entre mis pechos, o aquel otro que pudiera conjurar su
hechizo. Nada
vino en mi ayuda, sin embargo, ni para encontrarme a solas con el guía y
así sondear lo que parecía su deseo, ni para verlo reducido en su
delimitada circunstancia, lo cual me hubiera valido quitarme un gran peso
de encima. Hice
que mi mirada le hablase, obsequiosa, como es bien sabido que lo hace la
mujer cuando no descarta por completo ni deja tampoco ningún camino hacia
ella, y así hasta el último día que terminamos en el Valle de los
Reyes, emocionados realmente por el acento obsesivo de una poderosa
religiosidad, incrustada con fuego en la entraña de la piedra. Con
alegría estábamos en ese sitio muerto, cuando Barkhia advirtió una
tormenta de arena. De inmediato tomó las precauciones e improvisó el
resguardo, de manera que, cuando pasó el fenómeno, pocos sentían temor.
Fue la única ocasión en que Barkhia se me aproximó con una deferencia
riesgosa para saber cómo estaba, como si hubiéramos dormido largas
noches en senderos ocultos por palmeras, y fue también el momento en que
el pobre hombre abrió los ojos con desmesura, y a través de ellos leí
una sentencia que me cayó como un guillotinazo. Enseguida, indignado por
lo que había visto, se arrojó a los demás turistas para conocer si habían
pasado el trance en orden, y por momentos me miraba con aprensión. En ese
instante, y como si hubiésemos vivido juntos toda la vida, mi deseo era
exigirle de inmediato que se explicara, pero no tardé en sentir lo
absurdo de todo. Llevada
por mi propio sentido común, saqué un espejo de mi cartera y me vi con
prisa el rostro. La razón de la extraña actitud de Barkhia se me presentó
ante mis propias pupilas: la arena arrastrada por la tormenta no solo había
arruinado mi maquillaje, sino que había corrido la pomada especial que
siempre usé para invisibilizar las patas de gallo, exponiendo con sus
miles de partículas el surco de las arrugas, como si hubieran sido
trazadas por un lápiz delineador. La
imagen cimbró mi propia vanidad y desde ese entonces Barkhia se convirtió
en un odioso enemigo, al igual que a veces detestamos la indiscreción de
un espejo. Salí
de Egipto como de un lento funeral. Las escalas en ciudades populosas y de
una arquitectura que humilla el recuerdo de las nuestras, me dieron después
la idea de que las piedras pueden ser transformadas por un poco de
ingenio. Piedras que serían mudos acantilados allí enseñan los más
caprichosos relieves y las más audaces subversiones de la razón en un
mundo como el nuestro donde el tiempo marca la extinción de todas las
hazañas, lozanías, bellezas, amores, bondades y estaciones. Me
comparaba yo misma –bajo los techos modernos y el bullicio irreal de un
aeropuerto en Madrid–, con la más desvalida de las piedras, y aun
cuando quise hallar un refugio en el brazo de Rubén, siempre tan atento a
mis desmayos peregrinos, me faltó impulso, entrega, pasión, debiendo
sentirme como cuando nuestra individualidad es fragmentada por todas las
fuerzas destructivas del universo. Mi
ciudad natal me acogió de nuevo entre sus esquinas aseguradas y firmes.
Despertar luego al otro día en mi propia cama, al lado del cuerpo de Rubén,
oyendo el ruido de mi propio vecindario fue un consuelo fortificante. Pero
no dejé de imaginar el rostro de Barkhia durante toda la noche y de
concederle una fisonomía amenazadora, muy distinta a la del gentil
egipcio. Entre mis visiones nocturnas, los ojos de Barkhia, que habían
podido seducirme como a la moza del parque seduce el ceño ávido del
colegial, pasaban del interés obsesivo, casi lujurioso, al del impúdico
desprecio. Desperté
sin fuerzas. Ni
el canto del gallo, ni las prisas de nuestros hijos para ir a la
universidad, ni las llamadas telefónicas de mis amigas, que me
preguntaban sobre mi viaje, podían favorecer mi ánimo. Rubén me abandonó
–porque abandono es la palabra–, ya que debía reintegrarse de
inmediato a su fábrica de galletas y confites y tradicionales
sabores que nunca deben faltar en su mesa, y yo tuve que beber sola el
café mirando el reflejo de mi rostro en las vítreas puertas de la
terraza. Después
recibí muy temprano a Carmen, quizá porque le pedí venir cuanto antes
pudiera, y le brindé un obsequio merecido por su prontitud: un anubis del
que deseaba deshacerme por ser el señor de los infiernos y dios evaluador
de los pecados. Aunque me maravilló al principio su contextura suave y su
largo hocico de perro que resguarda una misteriosa sabiduría, me
confirmaba demasiado el recuerdo de Barkhia, y deseaba alejarme de la
crisis que este hombre o la vida me había producido. Carmen
me rescató durante las últimas horas de la mañana. Viéndome triste me
llevó de compras a las tiendas de siempre y cuando era el momento de
comernos algo, me dijo conocerme demasiado para no saber que ocultaba un
suceso. No pude negarle nada. Y le narré lo acontecido con la aclaración
de que yo misma sentía vergüenza por mi falta de consistencia espiritual
ante las simplezas y absurdos experimentados. “No jodás, Julia, está
bien claro, necesitás apoyo”. Lo
último dicho por mi amiga me hizo pensar en toda clase de medicinas, y le
respondí: “No quiero sedantes, ni hipnosis, ni yoga, ni aeróbicos…
No quiero nada… No te acepto…”. Carmen rió moviendo el exceso de su
mimada carne de sedentaria, y se pidió enseguida una ensalada de palmito.
“Tampoco quiero otra dieta”, concluí. La
sugerencia de Carmen, mientras comía su ensalada inocua (que luego sentiría
como demasiado inocua, y con lo cual habría de pedir un bocado de comida
“real”), me dio un poco de lástima de mí misma porque es un hecho
que la humillación, de cualquier forma, toca a nuestra puerta. Sin
embargo, la mujer me hablaba con una resolución cruda, como una amazona
vital. —Una
cirugía cualquiera se la hace, Julilla, no te me hagás la dramática. Y
ya es hora te lo digo. Yo, por ejemplo, estoy pasada un poco de libritas,
pero pronto me haré una abdo-mi-no-plas-tia. —¿Y
qué dirá mi esposo? ¿Y has pensado lo que pensarán mis hijos? ¡Y las
amigas! Algunas de ellas no son tan amigas. Las hay pasablemente
envidiosas y perversas. Yo misma me he burlado de las mujeres que acuden a
eso. —Todos
seremos algún día el blanco de nuestras propias críticas. Y esta es una
ley universal. La
transfusión de empeño que me brindó Carmen aquella fecha alimentó mi
desnutrido ánimo. Y para quienes no somos buscadores de nirvanas ni
griales, el engaño generalizado constituye nuestra única defensa contra
la horrible paradoja del destino. Siempre será mejor el paliativo a no
tener más que el deslumbrante horizonte de los hechos frente a nuestros
ojos de carne. No
me lancé de golpe a la sugerencia, sino que medité unas dos semanas
tratando de encontrar una razón suficiente para iniciarme en la cirugía
plástica. Leí todo acerca de ello. Me reí de mí misma cuando me sentía
atrapada por algún reportaje clínico en el cual se prometían resultados
exitosos. Y, lentamente, como cuando asimilamos los nuevos rumbos de los
tiempos –ya con enojosa resistencia, orgullo o desolación–, una tarde
que bebía café en la casa de Carmen y vi sobre la consola de su sala el
anubis que le había regalado, con su mirada insondable y fiera, le asenté
con estruendo festivo que ya había tomado una decisión positiva. La
mujer me abrazó en un alarde de felicidad extremo, y bailamos en la sala
haciendo temblar la vieja osamenta de un armario sobre el cual se movieron
relojes, retratos y floreros. Después
Carmen me dio el nombre de la clínica. Ella misma me acompañó. Y,
finalmente, ella me llevó a mi casa después de las primeras operaciones. Transcurridos
varios meses, mi temor de ser vista como la traidora del guión biológico
que debemos representar se había desvanecido y la novedad dejó de serlo
para todos. Las famosas patas de gallo desaparecieron. Las manchas que
produce el martillo oficioso del sol. Las venillas rojas que exponen los
arrebatos e indignidades invencibles. Las huellas de ese atlas de
desventuras y batallas que es la faz humana se limaron de mis carrillos, y
así fui renaciendo en partes. Rubén,
que jamás me contrariaba, me dijo estar contento con mis
transformaciones. Mis hijos suponían que era algo muy moderno ver a su
madre resistirse contra la muerte o de irrespetar sus medios de
sometimiento. Y las amigas, que no dejaba de temer, apoyaron mi idea y
algunas hasta me pidieron las tarjetas de mi cirujano para darse ellas
mismas esa oportunidad. Pasado
el susto, me sentí más libre. Fui testigo del retorno de mi humor
juvenil, que había casi perdido por completo en algún suburbio de la
vida, y hasta pensé que las mejores facultades nunca se extinguen sino
que consentimos en abandonar por decisión propia, debido a que estamos
acostumbrados a incorporar los papeles estándares de nuestro medio. Así,
por ejemplo, tener sueños y cautivarse con frescas esperanzas, nunca será
un error ni un malentendido, pero a alguien se le ocurrió que debemos
deshacernos de tal soporte cuando ya no somos jóvenes atolondrados. Desterré
de mi vida esta falsa apreciación de las cosas y salí a divertirme como
cuando tenía 20 años, sin arrebujarme ante las miradas miopes –y que
son miopes porque buscan demasiado el ridículo ajeno–. Obtuve gloriosa
satisfacción, canté de nuevo, aprendí nuevos ritmos de baile, me hice
vestidos más audaces. Al fin, cuando fue imposible que cupiera en mi
nuevo papel –o en algunos vestidos que exigían de mí volúmenes
inexistentes a mi edad– busqué de nuevo asesoría técnica. Entonces
llegaron las formas. Abajo de mi piel se llenó el Sahara de caudal, y muy
pronto exhibí los frutos… Mis
amigas, casi todas de mi edad y enfrentadas a los mismos dilemas, me habían
seguido desenfrenadas. Era habitual que nos reuniéramos para comentar los
últimos avances de la cirugía en tal o cual tratamiento y estábamos
decididas a asumir hasta el más atrevido. Carmen lució por esos días un
cuerpo de bailarina de flamenco y mostraba las casi invisibles cicatrices. —¿Quién
las notará? –reía satisfecha ante sus preciados pastelillos de carne y
pollo. Esperábamos
puntuales escuchar siempre acerca de mejoras y nos proveíamos de pomadas
y medicamentos extraídos de las fuentes más raras. Empezamos a correr
contra la senectud y la dejadez. Nos movilizábamos como una banda contra
los operativos de una ley inflexible. Nuestras reuniones se distinguían
porque dejábamos el salón inundado de perfumes frescos y maravillosos.
Todas nosotras congregadas no nos hacía más que pensar en el bosque:
siempre creciendo y renovándose. El sol que se infiltraba a través de
nosotras era el tesón de mantenernos alertas. Las flores se seguirían
abriendo, los arroyos continuarían manando, los gorjeos serían siempre
escuchados, si no nos dejábamos vencer por nosotras mismas, por la gran
falta de juventud que nos aqueja desde el momento en que así lo pensamos. Nuestra
consigna fue no dar marcha atrás. Si los años transcurrían como perros
hambrientos que nos quitaban pedazos de nuestro esplendor, nosotras debíamos
poner muros a esos perros hasta donde fuera posible. Era lógico que algún
día seríamos derrotadas. Sí. La derrota al fin sería absoluta, pero de
igual manera, nuestra falta de aprobación. Esto
último, sin embargo, no era tan sencillo de integrar a nuestro reino. Las
consecuencias alentadoras de nuestras operaciones nos pudieron haber
insuflado un poco de orgullo. Se había hecho familiar oír charlas
desorbitadas de algunas de nosotras en relación con los avances científicos.
Estábamos seguras de que la obtención de tejidos jóvenes de nuestros
propios genes se iba a realizar algún día, y que la posibilidad de
injertamos huesos ya no desechables como los que nos había dado la
naturaleza, sino imperecederos e irrompibles, no era tema de burla, sino
una hipótesis que necesitaba un poco de fe. El
ansia por ver estos sueños realizados se asentó entre nosotras con su
poder hipnótico. Muchas creíamos que éramos apenas la punta inicial de
un camino de conquistas que jamás habríamos de ver. Las mujeres futuras
tendrían a mano lo que para nosotras era solo una especulación. Nuestras
tataranietas podrían pasar a la clínica más cercana y pedir al médico
un trasplante de esqueleto como se solicita hoy la remoción de una uña
infestada por un hongo. El tiempo se habría detenido para ellas porque
siempre hallarían la forma de detenerlo con nuevos implantes. Aunque la
eterna juventud estuviera siempre un paso más adelante de las
innovaciones, cada día más conturbadoras, se tendría algo muy próximo
que dejara de partir en pedazos nuestra alma, cuando el retorno de un día
más nos asentase de nuevo el rotundo éxito de la muerte, la enfermedad y
la amargura. Fue
sencillo volver a la depresión si nos reconocíamos en una etapa muy
primitiva de algo que en el futuro habría de ser como tomar un vaso de
agua. Juana, por ejemplo, una de las más rozagantes y afanosas con las
operaciones al principio, empezó a declinar de una manera brusca.
Recordamos con cierto temor que no habían transcurrido ni siquiera unos días
desde que la habíamos escuchado reír con ese desparpajo del hedonista
brutal, cuando nos sorprendió verla sumida en un estado de introversión
y lobreguez insanas. A pesar de que intentamos hacerla salir de su celda,
no logramos sino que se escondiera de nosotras. Puso a su empleada doméstica
a tomarnos los recados al teléfono, como si fuéramos desconocidas, y si
alguna de nosotras la vio por última vez sobre los pasillos de algún
supermercado o conduciendo su automóvil por una de las calles de la
ciudad, la describió como oscurecida y yerta. La
última noticia que supimos de Juana la recibimos a través de una de sus
vecinas, y nos embargó en una pena espantosa: “Apareció
muerta en el jardín, después de haber desayunado tranquilamente con su
marido. Este recuerda haberla visto comer alguna que otra fruta. Nada de
café porque ella se había plegado a una dieta estricta. Aunque algunos
de sus familiares andan diciendo que la mató un ataque cardiaco, un joven
médico que trabaja en la clínica donde la llevaron y que es novio de mi
hija, nos ha dicho que tal vez se suicidó. Una sustancia que hallaron en
su sangre lo comprueba. Claro. A la familia no le sirve que se sepa esto.
Nadie quiere pensar que una madre, una esposa, una abuela, simplemente se
suicida como cualquier loco desesperado. Esto podría confundirnos a
todos. Y creo que tienen razón”. La
muerte de Juana incrementó la esperanza de que nuestra comunidad ya no
produjera errores semejantes contra alguna de sus miembros. Entendimos con
esta atroz experiencia que habíamos confundido la senda y tratamos de
suplantar el entusiasmo ingenuo y la devoción ciega por la austera
sensatez. “Sí,
señoras –dije en una reunión–, lo que le pasó a Juana fue porque
nos hemos alejado de la realidad. Nunca le podremos ganar la batalla a la
destrucción. Y esto no nos tiene que deprimir. Que se quiten algunas
arrugas y se depositen más rellenos está bien para todas, pero de ahí a
considerar…”. Mi
discurso fue sensato, pero nunca convincente. La muerte de Juana solo había
detonado algo que ya estaba dentro de nosotras: no queríamos quedar atrás,
ni envejecer, ni sentirnos un despojo. Queríamos mostrar alegría,
brillo, encontrar nuevas rutas, rescatar lo perdido y ponerlo como un pony
sobre una sabana verde recién llovida. En
este sentido todas sabíamos que Juana tenía razón. Nadie quiere a los
vejestorios. Si debemos triturarnos como pasas es mejor que nos encuentren
tiesos después de haber dejado todo listo. Es más, aun después de haber
regado las flores del jardín, como había hecho Juana, porque ella había
entendido que su desilusión era cabal y se dirigía contra un episodio de
su existencia que hubiera detestado vivir en esas condiciones. Estaba
claro que su amor y admiración por la vida permanecían iguales y que su
acción no tenía por finalidad ser la anulación de todo lo existente. Una
tarde, guiadas por el fantasma gigantesco que habíamos creado, invitamos
a nuestra obligada reunión semanal al doctor Mejías, el mago que hasta
la fecha se había enriquecido más con nuestras operaciones. Llegó con
un pequeño maletín del que sacaba revistas sobre los más modernos
avances en cirugía plástica. Aunque ya parecíamos conocerlo todo sobre
el tema, Mejías nos desplegaba sobre la mesa nuevos métodos que nos
sorprendían y estimulaban. Las
gesticulaciones del hombre, rodeado de mujeres ávidas de novedad, sus
manos repletas de anillos con piedras preciosas, su rostro límpidamente
afeitado y su voz servil, a muchas les parecían la seña de que se podía
seguir confiando en él, pero su premura para que firmáramos algunos
documentos sobre nuevas experimentaciones me alertó. —Algún
día las operaciones ya no serán tan posibles… y créanme que yo no las
imagino como ancianitas… –susurraba con astucia–. Sería mejor que
ingresen al futuro, señoras. Sí, eso he dicho, al futuro. Nuestra compañía
ya puede darles lo que han soñado… Mis
amigas enloquecieron con la imposible noticia de que se habían
descubierto promisorias recetas de juventud. Rodearon al hombre como
ingenuas adolescentes, y la mayoría estampó la firma sobre los
documentos, sin tan siquiera leer las cláusulas, que hasta podrían haber
sido redactadas por el mismo diablo. —¿No
firmará usted, Julia? –me señaló. —Esperaré
unos días –dije. —No
se preocupe –le exclamó jocosa Carmen–, yo me encargaré de que se
convenza. ¿Verdad, amiga? El
rostro de Carmen me abordó con una ansiedad odiosa, aunque tuve que
encogerme de hombros. —Ya
veremos –respondí. —Algún
día las operaciones ya no serán tan posibles –volvió a decir el médico–,
porque la naturaleza corrompe desde lo profundo. Ahora mismo la muerte
pasa su hoz sobre el campo de su vida, y las últimas flores son llevadas
por el viento. —¿Es
usted poeta? —¿Cómo
no serlo un poco en estos días? Las
mujeres despidieron al médico con adioses azucarados y muestras de una
indefensión crónica. Antes de cerrarse la puerta ante su rostro, su
mirada, que no había visto sino imparcialmente y en el frío consultorio,
me recordó a Barkhia. Y casi de inmediato me fui a la ventana para verlo
desplazarse hasta su automóvil. Desde allí, analicé sus movimientos, su
perfil, su porte oriental, relajado, satisfecho, y creí que Barkhia
estaba vestido de cirujano y que él mismo se había aplicado algún tipo
de cirugía para reaparecer en estos lindes. Lo
primero que hice fue reír, más tarde, mirándome ante el espejo de mi
casa, segura de que nadie me podía escuchar. Acto seguido, la inquietud y
la sospecha empezaron a cobrar proporciones que me alarmaron. —Es
él –le dije a Carmen por teléfono–. Estoy segura. No puedo estar
confundida. —¿Todavía
te persigue ese hombre? –me regañó–. ¡De veras que te tocó,
Julilla! Demostrále a su recuerdo espantoso que tu imagen en los espejos
puede ser más lozana. Vamos, demostráselo. El
tono de Carmen no me gustó. Había tomado en los últimos días un timbre
a hojas secas movidas por aire del desierto. Su oficiosidad para que todas
nos embarcásemos en las aventuras más desesperadas de la cirugía me había
indicado, al principio, que la mujer era el extracto del espíritu de hoy.
Su alegría y su apetito me daban la confianza suficiente para sentir que
sus determinaciones eran cariñosas, pero, a lo largo de nuestras
reuniones, a veces reparaba en la forma de su semblante y me negaba a
confirmar –de seguro porque no todo el tiempo deseamos ser testigos de
los hechos reales que había cambios sinuosos en sus miradas, con lo cual
parecía impaciente y fúrica. A
la mañana siguiente, me fui para la clínica del doctor Mejías. Conduje
hasta el centro de la capital, dejando que el viento me diera en el
rostro, un viento que casi no podía sentir porque los trabajos sobre mi
piel la habían dejado insensible. Lo mismo podía decir de mis pechos y
nalgas, aunque los efectos habían estado claramente consignados en el
contrato. Disfruté
del viaje corto en mi automóvil bajo un cielo que derramaba su perenne
lozanía sobre las cordilleras, ríos, ciudades, sueños, guerras,
aburrimientos, homicidios. Un cielo que perecía cada tarde y volvía con
el mismo rubor todas las mañanas, al igual que un obsequio de flores para
el corazón. Desde el fondo de cada célula tal vez escuché una voz o un
eco en señal de que permaneciera tranquila, sin miedo, gozando de las imágenes
que se alternaban y que eran escorzos de parques, arboledas, rotondas,
raudas perspectivas de edificios en construcción, muros rotos, costados
de suburbios heridos como largas y exitosas caries. —Señora
Julia, ¡qué placer verla! –me celebró Mejías al verme abrir la
puerta de su inmaculado consultorio lleno de afiches con productos para la
reparación física y facial–. ¿Acaso viene para firmar el contrato? ¿Se
encuentra ya preparada? —No
he venido para firmar el contrato, señor Mejías –le respondí sentándome
ante su escritorio, después de haber caminado por los pasillos de la clínica
y de precisar el aroma de absoluta y sospechosa pulcritud en cada
recinto–. Usted sabe a qué he venido. —¿Perdone?
–me rogó con el asqueroso servilismo que Barkhia me había representado
sobre las tierras de los faraones. —Barkhia,
Mejías, no importa el nombre –le dije–. Ustedes son el mismo hombre.
Una figura juzgadora, atractivamente varonil, pero con un rostro hecho de
reproche. ¿Así me quería ver, sin las patas de gallo? Y si me hubiera
visto desnuda, señor Barkhia, si me hubiera visto desnuda le pregunto yo,
¿también habría deplorado la flacidez? ¿Sí? ¿Verdad que sí? Al
decir esto me desabroché la faja de mi enagua. El hombre fingió asombro
colegial y tomó su teléfono, pero no pudo asirlo con fuerza. Mi estómago
macizo y terso se reveló ante sus ojos. Con prisa, me quité la blusa e
hice brotar dos pechos firmes y perfectos. —Señora…
por favor… ¿qué hace? —Su
gran clínica ha puesto todo en orden sobre mi cuerpo, señor Barkhia o
como se llame. Gracias por su ayuda. Desde mi cartera saqué el revólver con silenciador de mi esposo y le descargué todo el casquillo. Luego me vestí apropiadamente y salí de la clínica como si me hubiera quitado de encima a un fantasma. |
Cuento de Guillermo Fernández
Ver, además:
Guillermo Fernández en Letras Uruguay
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