Miradas |
El
chofer lo había estado esperando durante treinta minutos y ya casi se había
dormido. Cuando se abrió la portezuela se levantó del volante como si lo
hubieran hallado en falta. —¡Creí
que eras el gerente! Cristóbal
se restregó los ojos con desidia y arrancó el auto. La claridad de la mañana
era invitadora. Los niños estaban de vacaciones y algunos de ellos se veían
con patines jugando en las aceras. En el cielo transitaban aisladas nubes
de fulgor tenaz. —Cuando
salen de clases es un peligro –reclamó. Valenciano
ajustaba la cámara con esmero. También, del fondo de un sobre extraía
varias fotos sobre las cuales hacía ceños dubitativos o asentidores. —¡Nos
falta una foto! –farfulló. —¿Ah,
sí? ¿Solo una? –preguntó Cristóbal sin interés, mientras veía a un
grupo de mujeres jóvenes con minisetas que exponían al aire sus
ombligos. Hizo una mueca como si jamás hubiera visto algo así. Siempre
esas modas picantes. —Sugerí
un lugar –murmuró Valenciano–. Creo que tengo la mente en blanco. He
hecho posar a tantos viejitos que ya
no sé cómo ponerlos. Mirá estas fotos. Valenciano
empezó a exhibir sus fotografías mientras Cristóbal las reojeaba con
disgusto y trataba de conducir, al mismo tiempo, con prudencia en el bello
día. —Ya
tenemos a la ancianita con sus matas y su gato preferido. A la pareja
nonagenaria de enamorados. Al anciano incansable en el huerto. A la
viejita que zurce una camisa... La verdad, ya se me secó el cerebro. El
almanaque debe estar listo para dentro de tres días. La agencia desea
distribuirlo a la mayor brevedad. —Se
habrán cansado de las modelos –reveló Cristóbal para quien el tema de
los ancianos era inexplicable. —No,
hombre. Es la moda. Mañana volverán a los semidesnudos. Cristóbal
tuvo la visión del almanaque del último año. Brenda Berlanga, la mejor
modelo del país, había salido posando una variedad de biquinis con
bolitas, a rayas, de un solo color, muy breves, mojados por las olas del
mar, lujuriantes, falsas hojas. “Deberían haberla presentado ahora en
traje de noche. ¡Es que no tienen imaginación!”, pensó. Hasta él
podría haber inventado algo mejor sin ser el creativo de la agencia de
publicidad. Valenciano
proseguía mirando las fotos y no podía decidirse entre unas y otras.
—Creo
que la anciana del gato es muy convencional, pero tiene que ir. ¿Verdad?
Veamos... veamos... Al
decir esto arrojó el paquete en una gaveta y se asomó por la ventanilla
del pick up. Lanzó una mirada hacia una intersección donde algunos
vagabundos y vendedores se apostaban a la par del semáforo. Vio a un anciano bastante singular, barbudo y de una tristeza infinita
que alargaba la mano sin que pudiera llegar a nadie. Como
se apoyaba sobre un simulacro de bastón, era imposible que se extendiera
hacia las ventanillas de los autos. Otros, sin embargo, podían
desplazarse de un carro a otro con prontitud. Algunos vendedores ofrecían
sus chucherías indescriptibles con toda diplomacia. Un limpiador de
parabrisas, con su equipo de limpieza en mano, era el más atento. Nadie
se le comparaba en destreza. ¿Dónde había aprendido a inclinarse como
un caballero medieval? Valenciano
le ordenó al chofer que se orillara. Cristóbal frenó lentamente. —El
viejo apoyado en el bastón es mío –promulgó el fotógrafo. No
esperando que se detuviese el pick up se arrojó a la carretera y corrió
directamente hacia el pordiosero. Cristóbal, que ya estaba harto de andar
en busca de ancianos glamorosos o misérrimos, esperó en la cabina.
Prendió la radio para escuchar los comentarios deportivos, pero recordó
que su equipo había perdido recientemente, y que solo de eso se hablaba.
“Que se vaya el entrenador. Con la mitad de lo que gana hasta yo podría
sacarlos adelante.” Llevado
tal vez por el masoquismo buscó la emisora con ansia. El vozarrón de un
comentador deportivo entró en la frecuencia. Se echó para atrás,
observando a Valenciano que apartaba al viejo hacia la orilla de la
carretera. Se le ocurrió un muchacho demasiado estúpido haciendo el
papel de fotógrafo como si fuera un gran director de cine.
Valenciano
había conseguido convencer al mendigo para tomarle unas fotos. Iba a
presentar el último tema como Anciano
en el camino. Le prometió darle cinco mil colones después de las
tomas. —¿Me
dará cinco mil colones por tomarme unas fotos? —Claro.
Y saldrá en un almanaque muy importante. Hasta el Presidente tendrá uno
en su despacho. Cuando llegue diciembre –hay un personaje por cada mes,
¿entiende?, y usted será el último– lo mirará a usted apoyado en su
bastón y se dirá: “Este país le debe todos sus valores a ancianos
como este.” A
la afirmación del fotógrafo el mendigo esbozó un gesto de no haber
comprendido. Tenía demasiado cansancio. Tenía hambre, pero no podía
comer debido a una hinchazón que le bajaba y le subía por el estómago. Hizo
todo lo que le pidió el joven bien vestido y oloroso a fina colonia.
Sonrió sin gusto. No había tenido razones para hacerlo durante años.
Sonrió de nuevo porque era necesario que rectificase la sonrisa.
Representó a un mendigo que caminaba en forma difícil. No había nada
que representar porque eso era él. Y se sentó en la cuneta, con la
mirada perdida en el suelo, aludiendo patetismo. Cuando
Valenciano completó las tomas, le hizo señas muy afectadas a Cristóbal
para que encendiera el carro, rebuscó algo en su bolsillo y le extendió
al anciano un billete de mil colones. El anciano, reconociendo el arrugado
billete, reclamó: —Usted
dijo que eran cinco mil. —Ni
una modelo gana cinco mil en veinte segundos. —Fue
algo más. —Nos
vemos... Valenciano
dijo esto último observando con rapidez al viejo. Lo que vio fueron dos
ojos con cataratas. Uno casi anegado en una nube. Después corrió hasta
el pick up y le dijo al chofer que arrancara de inmediato. Cristóbal
obedeció con prisa. Ya estaba harto de ancianos. El
anciano los siguió aguzando la vista, con dificultad, hasta que
desaparecieron en una intersección. No tenía suficientes fuerzas ni para
maldecir al mentiroso. Depositó los mil pesos que apresaba una de sus
manos en algún sitio de su ropa harapienta y analizó que lo más
prudente era retirarse de la zona. No estaba para más engaños ese día.
Con esfuerzo caminó en dirección al centro de la urbe, solo guiado por
el sentido común, porque el mundo se le había vuelto un estanque de
aguas turbias. Cada vez que cruzaba una calle los conductores se veían
forzados a detenerse. El viejo quiso acelerar el paso, pero no pudo. Lo
mejor era tener paciencia. Avanzó
con visible pesadumbre un gran trecho hasta una avenida tumultuosa. No
dejaba de pensar en el fotógrafo. Escuchaba su voz. Sus órdenes. Toda
esa impulsividad había sido suya, también, alguna vez. No recordaba con
quién había sido impulsivo. Realmente no recordaba gran cosa. A veces,
al despertarse sobre una cuneta se decía: “Entonces no me he muerto,
carajo. No me he muerto todavía...” Y se incorporaba como en una
pesadilla que no ha terminado. Los
transeúntes se le apartaban. Las muchachas. Los jóvenes. Los ejecutivos.
Las señoras. Él se olvidaba a veces
por qué el mundo entero se abría a su paso. La memoria le fallaba. No
podía rastrear ni siquiera el timbre de su propio nombre. Sabía
que debía elevar la mano en todos los sitios y que esa acción se había
convertido en parte de sus últimas fuerzas. Abrumado
en cavilaciones se detuvo para tomar aliento. A un lado de la acera, a
través de la ventana de una tienda de artesanía, sintió que se movía
una figura. El hombre se acercó al vidrio, con un rescoldo de curiosidad,
y vio los contornos de lo que parecía ser una joven. Acaso ninguna de sus
líneas en detalle. Ella
se desplazaba a lo largo de un mostrador, sacaba objetos de las urnas y
los limpiaba. El anciano aguzó la mirada como quizá hacía mucho tiempo
no lo hacía. Poner en orden la poca luz de su visión le produjo una
sensación dolorosa en los ojos. La joven parecía molesta por la
intromisión del polvo en todas partes. Había ennegrecido una toalla al
quitarle la mugre a un reloj. Sus movimientos eran enérgicos pero también
delicados. Captar
la presencia del viejo tras la ventana la hizo estremecer. No sabía que
la había estado mirando. Una de sus compañeras, que hasta ahora no se
había visto porque estaba inclinada desempacando otros objetos en el
piso: pinturas sobre motivos folclóricos, estatuillas de madera y
collares, al incorporarse vio al anciano desastroso y explotó en una risa
nerviosa. El viejo, asustado, siguió su camino. —¿Qué
fue eso, Valencia? –preguntó desprevenida. —¿Qué
sé yo? Un mendigo. Valencia
no había sido impresionada tanto como su compañera pese a que la mirada
había sido dirigida a ella. Los ojos del anciano la persiguieron por un
instante como piedras apagadas rodando por una pendiente.
—Te
veía muy raro... ¿no te dio miedo? –insistió la mujer. —Era
solo un viejito. Decrépito. El
resto del día se movió mucho. Entraron y salieron turistas con sus
recuerdos del país. Acomodó cajas. Volvió a limpiar las estatuillas de
madera. A intervalos pensaba en los ojos del anciano que la observaban.
Eran unos ojos que no tenían interés en ella sino en una propiedad de sí
misma. En algo que a ella le pintaba juventud y que a él lo hacía más y
más invisible. A
las seis de la tarde llegó el joven que recién había conocido y fueron
al cine. La película le gustó tanto que sus ojos lagrimearon un poco en
la salida. Pablo, conmovido, le dio un
beso en el lóbulo de su oreja. —Por
dicha las historias no siempre terminan de esa forma –filosofó
profundo. —¿En
la muerte de los amantes? —En
la muerte. Luego
la invitó a comer en un buen restaurante. Mientras comían y comentaban
la película, Valencia también le narró el incidente con el viejo. —Tengo
los ojos del pordiosero aquí –dijo poniéndose el tenedor en la frente. —Pensá
en la película. Te podés soñar con él –rió Pablo. —No
es miedo. Es por lo que vi en sus ojos. Ni siquiera es lástima. —¡Compasión!
–especuló el muchacho. —¿Quién
sabe? Es como la sensación de que no hay paredes y que todos nos damos la
mano en algún lugar del universo. —¿Y
después? —Después
nadie es ajeno ni extraño ni inferior. Para
exprimir el jugo a la última hora del encuentro, ambos jóvenes caminaron
por algunas calles de la ciudad. Especularon sobre el alto precio de la
ropa en las vitrinas. Se burlaron de la desnudez impoluta de un maniquí
que esperaba lucir al otro día una lujosa vestimenta. Se besaron
frecuentemente en algunos rincones propicios. Después de la promesa de
volverla a ver, Pablo la dejó en el umbral de su casa y partió silbando.
La
noche parecía el fondo de una mina llena de cristales. Valencia vio
alejarse a Pablo, con las manos enfundadas en los bolsillos de su
chaqueta. Sus pisadas se escucharon a la distancia. Era un joven de
expresiones concisas. Guapo. Estudioso. No era de muchos recursos, pero
eso no era lo fundamental. Ella
no entró de golpe a la casa porque la noche era digna de verse. Siempre
le había gustado permanecer algunos minutos rodeada por el silencio del
campo. El
poste de alumbrado público, límite entre su casa y el inicio de los
potreros, ahuyentaba la oscuridad hasta un límite donde parecía que las
cosas tomaban las formas del misterio, pero, sobre todo, de ciertas
licencias extrañas. Muy lejos se veían, entre brazos nudosos de árboles,
luces que indicaban el avance paulatino de la ciudad, la muerte de la
noche y la continuidad de un día falso. Sin bellos espíritus. El
aire pasaba respirando la soledad inmensa. Olía a pasto quemado. Una
frescura invadía el rostro, penetraba por los orificios de la nariz,
navegaba hasta los sitios más recónditos del cuerpo. Pudo
haber flotado en un sosiego adormecedor, desde el pórtico, si el gato no
hubiera saltado hasta la calle desde algún escondite. Allí se desparramó
con pereza y se lamió a gusto. Ante una indefinible percepción, el felino adoptó una actitud de defensa. ¿Cómo es que no se había percatado de la presencia de la mujer? Valencia le extendió su mano. El gato se le acercó, fascinado, por lo que veía brillar en el abismo de sus ojos. |
Cuento de Guillermo Fernández
De Efecto invernadero, Editorial Costa Rica, 2001
Ver, además:
Guillermo Fernández en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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