Menelao y la Reina |
Menealo En
medio de una agitada estación de autobuses, su rostro de perfil griego se
reclinó un poco para saludarme, porque a pesar de ser yo bastante alto,
Menelao, como le habíamos puesto en la clase opcional de literatura, era
todavía un poco más alto: lo suficiente para hacerme sentir defectuoso
en alguna medida. En
ese momento Menelao portaba una valija enigmática que sostenía su muñeca
nervuda llena de esclavas de oro. Una corbata flamante lo hacía
innecesariamente notorio pues Menelao era de por sí un rubio que no pasaría
nunca inadvertido. Sin
interés enfático me inspeccionó. No creo que hubiera durado mucho en
hacerse un análisis somero de mi situación actual. Había en él
desarrollada una cualidad astuta que se asomaba en sus ojos azules como
llama viva. El humo y el bullicio de la estación de buses no me dejaban
casi oírlo, pero Menelao me asió de un brazo, llevándome bajo el alero
de un restaurante chino. —A
mí me ha ido demasiado bien… –pronunció con su voz pausada y
suave–, he sabido ganarme mis pesos… —No
puedo decir lo mismo –repliqué casi con fastidio–. Tal
vez no me den plata para ir a la universidad. Los
ojos de Menelao se fueron iluminando como el lago risueño de un
almanaque. —Podría
ayudarte –me dijo alzando más su mirada y casi contento por tenerme en
una situación inferior–. No olvido que fuiste un buenazo conmigo. ¡Por
vos pasé el quinto año! Y
en efecto era así. Rápidamente desfilaron por mi mente todas las artimañas
para que holgazanes como Menelao obtuvieran notas como las mías.
Integrado al grupo adonde iban a parar todos los quedados y repitientes,
que por falta de campo no habían podido matricular otros cursos
–debiendo contentarse con las clases de literatura–, había optado por
cargar a los fracasados. Menelao era uno de esos que bordeaban una
existencia sin fines. En
el fondo, jamás había considerado que mi labor extra en favor de tales
diademas de la desidia, hubiera podido ser irresponsable de mi parte, una
explotación a mí mismo. Solo el tiempo me lo refirió. Entonces pensé
que hubiera tenido más tiempo para ser excelente o un alumno por encima
de la norma. Hasta quizá hubiera podido disfrutar de alguna beca especial
por algunas de mis facultades que, por un tonto afán de aceptación, las
había socializado. Invertí todo mi empeño en conferencias y
presentaciones de grupo que se diluían, inmerecidamente, en el nombre de
todos. “¡Muy buena exposición!”, “¡Qué ideas más
ingeniosas!”. Cuando un profesor experimentado olfateaba la creatividad
del trabajo como emanación de un anónimo cabecilla, me parecía
indecoroso salir con el premio del elogio y callaba a la pregunta: “Esta
redacción no pudo haber sido hecha por todos, ¿quién la hizo?”. Estas
y otras muchas escenas nos corrieron por la mente a mí y a Menelao, quien
se había provisto de herramientas más útiles para bregar en el mundo. Sí.
Él me debía algunas cosas y quería pagarlas. La noche de esa fecha de encuentro con un antiguo condiscípulo se pobló de dudas y esperanzas: Menelao me invitó a ingresar a su equipo de trabajo en una rama del comercio que, definitivamente, le había dado ese aire autosuficiente de la actualidad. Solo quedaba del viejo Menelao su voz dulzona y lejana, como si no quisiera ofender a su interlocutor. Seguía, sin embargo, por saberse, la naturaleza del nuevo trabajo, porque, solo para mi sorpresa, mi amigo se había rehusado a explicarme. Por su gran maletín de cuero y su radiante corbata lo avistaba halagüeño. La
reina No
tuve reparos, al otro día, en portarme un poco prepotente con mi padre
que, viendo en mí estampados los 17 años, se agradecía por haberme
llevado a una edad en la que ya podía ir sorteando solo las vicisitudes
del mundo y los costos de la vida. Lo último sobre todo lo hacía
tratarme con aspereza necesaria, con el desenfado de los machos rudos de
la tribu. En el fondo siempre odié esa falsificación de la paternidad,
ese interés espantoso de los padres hombres por ver rápidamente los
frutos concretos de los hijos. Sin embargo, necesitaba comprobarle que era
capaz de producirle admiración hacia mí, y de ofrecerle las pruebas
irrefutables de mi eficiencia. El
nuevo encuentro con Menelao se hizo esperar, mientras contaba los minutos
en la salita lujosa y aséptica de una oficina de algún edificio del
Paseo Colón, donde la secretaria del negocio me había invitado a
sentarme. Recuerdo haber llevado un librillo de mitología, donde, por el
azar de los cambios de la existencia, y llevado por una fuerza realmente
desconocida, me fijaba en el apartado relativo a la M (“Menelao”,
“Minotauro”), un juego de las coincidencias extrañas que me gustaba
interpretar de inmediato con cierta burla: “Esto quiere decir que he
estado, hasta la fecha, enfrentado ante la bestia aniquiladora de los
hombres, y que ahora vengo a ver al rey”. Mi
ex condiscípulo apareció con el esplendor que ya había instalado en mi
admiración, aunque por dignidad del mejor alumno de mi clase no se lo
demostraba abiertamente. Menelao
me llevó a una sala de reuniones donde los demás colegas suyos bebían coca
cola y comían bocadillos. Una rubia hermosa con vestido de ejecutiva
me miró de reojo, quitando la vista bruscamente, como si el intruso no le
revelara la más mínima distracción. Era evidente que se trataba de la
hermana de Menelao, porque el parecido era innegable. Solo lo diferenciaba
el fuego frío de sus pupilas, un frío fanático. En las paredes del
lugar colgaban cuadros estadísticos y fotografías con el equipo de
colegas sosteniendo un gran trofeo o con solo uno de ellos, evidentemente
agasajado en una gran reunión, mientras elevaba una medalla del tamaño
de una cabeza. Había globos que pendían del techo y serpentinas. Parecía
una fiesta de cumpleaños. Un hombre jovial, el más viejo de todos,
indicaba una cifra sobre un portafolio a la hasta ahora supuesta hermana
de Menelao, con un bolígrafo que hería los ojos de resplandeciente. La
mujer imprecaba. El hombre consentía, para después reponer una objeción
que apenas se podía comprender como tal. —Bienvenido
a Rena Ware –me indicó el
hombre jovial mientras se paraba de la silla y me extendía una mano
demasiado ocupada para sostenerse por mucho tiempo en la mía–. Joaquín
me ha hablado de usted, y me ha parecido idóneo. Al
llegar a este punto había olvidado por qué razones sería yo idóneo, y
se dirigió a Menelao: —¿Es
él quien organizaba las conferencias? –Interpelado, mi amigo asintió
casi con solemnidad, como si el hombre emanara un destello venerable. —Entonces
no tiene más que entrenarse uno o dos días. Con
estas palabras, el gerente, como me lo hizo saber Menelao en un susurro,
volvió a su asiento a la par de la joven que, ciertamente, este último
me señaló como su hermana. De ella solo pude obtener un “hola” seco.
El resto de hombres y mujeres atendían deprisa las cosas sin prestarle
mucha atención a los nuevos. Un
vistazo más lento me hizo descubrir, al fondo de la sala y enmarcada con
primor, a la reina por la que se efectuaba tanta agitación: la famosa
olla Rena Ware de acero
inoxidable, con sus diversas presentaciones, en medio de un colorido
celestial. Sobre bancos y papeleras se amontonaban grandes cantidades de
revistas y guías que hablaban sobre la grandiosidad de la olla y su
diferencia con el resto de ollas productoras de cáncer y estreñimiento. —Era
una sorpresa –me dijo–, ahora ya sabés de qué se trata. De
inmediato, mi ex condiscípulo me llenó las manos de panfletos con los
que se me entrenaría para ofrecer un delicado producto. No. No sería un
vendedor común y corriente. Los vendedores ofrecen cosas que pueden ser
perniciosas o de muy poca duración. Yo, en cambio, iba a ofrecer un
producto que excedía el deseo de sacarle dinero a la gente. Iba a
contribuir con su salud y esto podría demostrarlo científicamente. Por
otro lado, mi amigo me desplegó un folleto sobre la mesa con la cantidad
de artefactos que podrían venderse y las regalías que habría de obtener
por dicha venta. Una
vez superado el shock de
encontrarme en un sitio de vendedores, y de estar yo por convertirme en
uno de ellos, el tema de las regalías parecía surtir un embrujo en mis oídos.
¡Cómo se había superado Menelao! Ahora era yo el que escuchaba su
locuacidad, una locuacidad llena de música, aunque penetrada de giros
chuscos y poco audaces. El logro personal puede impregnar a algunos
individuos de fascinantes lentejuelas. Siendo
intrínsecamente anti-materialista, fui entrando a la órbita donde el
gerente, la hermana, Menelao y los otros, giraban alrededor de los
negocios reales, y no de las ensoñaciones estúpidas en las que venía
tejiéndome como una oruga. Qué cerca estaba yo de ser un hombre de
acciones concretas y de resultados sólidos. El hecho de ir de casa en
casa no me parecía indigno, sino parte del esquema de vida del hombre
cazador, del hombre que domina la tierra con sus negocios y triunfos. ¿No
se podía poner a Henry Ford como ejemplo? ¿Tenía que ser yo diferente?
Podía hacer un poco de dinero y después dedicarme a otra cosa, u
ocuparme simultáneamente de todas las cosas. Un mar de posibilidades se
me desplegó y yo lo empezaba a transitar, primero, en una rústica
lancha. No tardaría quizás en surcarlo en un trasatlántico. El
primer día de entrenamiento fue trivial. No tuve más que conocer todo el
proceso de presentación de un producto absolutamente atractivo para las
amas de casa. Manejé con rapidez la información a mano. Ante una
demostración del gerente, quien a su vez hacía sus ventas, quedé atónito
por la facilidad de vender el artículo. —El
fin de semana tuve pereza de quedarme en casa haciendo lo que todo el
mundo hace: ver televisión. Así que me dije: “Raúl, estás perdiendo
dinero, ponéte tu saco, alistá la valija, y andáte al campo: vos sabés
que los campesinos compran a diestra y siniestro. Ya el área
metropolitana está quemada; aun más, demostrále al equipo de vendedores
lo que se puede hacer cuando uno se decide”. De inmediato me dirigí a Pérez
Zeledón, y no fue un sitio que escogí apegándome a alguna estadística.
Solo apunté el dedo en el mapa, y cerré los ojos. Yo siempre se los he
dicho: la plata está en el campo, los precios del café están en buena
época, y los cafetaleros grandes y pequeños no saben qué hacer con la
plata. Ahora, vean ustedes las cifras: sigo siendo el vendedor estrella. Enseguida,
Raúl presentó ante nuestros ojos asombrados una cifra de bonificación a
su nombre. Le temblaba la boca, y como todo hombre que crece económicamente,
hablaba para sí mismo, para darse más ánimo: —Esto
me ayudará a cambiar de vehículo, así que si alguien necesita uno
usado, hablemos… La
imagen de éxito total nos indignó a algunos, pero como había querido
lograr el gerente, nos inoculó su veneno. Hasta Menelao, uno de los
mejores, y ante las cifras manejadas por Raúl, se quitó la máscara
risueña que andaba y me propuso de inmediato hacer un viaje rural. Como
no contaba con el entrenamiento suficiente me aconsejó ese día emplearlo
en visitas locales. Tenía que quitarme el miedo. Una sensación de parálisis
en las piernas que acomete a todo nuevo vendedor. —Presentále
a tus tías el producto, ofrecéselo a tu mamá, qué sé yo. Tenés que
ir cogiendo “volados”. La
sugerencia no pudo ser más propicia y no tuve reparos en llamar a una de
las tías adineradas de mi madre para venderle la olla. Sin embargo, una
cosa era nadar en las aguas donde se alimentaban Raúl y Menelao, y otra
salir yo solo. Antes
de ingresar a la casa de mi tía, adonde se me esperaba para hacer la
demostración, tuve que soportar las befas de la voz interna, que hacía añicos
las intentonas de ataque del pequeño cazador que yo deseaba alimentar
dentro de mí. “No se puede vivir sin ese gran empuje de Raúl, sin la
confianza en los medios propios de Menelao, ¿por qué me hacés esto, ¿por
qué?”. La
lucha interna era terrible. Sentía mi mano sostener la pesada valija que
me había ofrecido Menelao para mi primera incursión, y oía el escarceo
de los trastes finos y caros con cierto cinismo espantoso. “Dentro de la
valija está la reina, yo he de
venderla, tengo que hacerlo…”. El
resultado fue triste, porque la tía adinerada de mi madre, a la que hice
mi primera muestra, después de haber asentido durante toda mi presentación,
me agradeció la visita, me auguró suerte para mi nuevo empleo, y siguió
hablándome de su estado de salud, del último infarto de mi abuela, de lo
buena que había sido mi madre con su mamá. Nunca hizo mención sobre su
deseo de adquirir alguno de los artículos de Rena.
Y solo fue clara cuando me confesó que nunca había dejado su bendito
fogón de leña. Llegado a este punto, mis fuerzas estaban agotadas. Mi
capacidad de reacción y de probar una nueva acometida sobre algún otro
terreno se había extinguido. Sin
embargo, el desaliento fue borrado de la superficie de mis ojos con la voz
aflautada de Menelao que respondió a toda mi experiencia pasada con:
“eso ocurre siempre”. Jamás
me aconsejó tomar en serio la prueba. —La
familia es la peor compradora –añadió. Solo
el viaje a la zona rural aparecía con sentido. Y después de otras
pruebas, terminadas con idéntico resultado a la anterior, estaba
desesperado, casi hambriento por encontrarme con los cafetaleros llenos de
plata. “La gente de la ciudad está harta de vendedores; no así la del
campo. Se considera a los vendedores como visitas familiares, como
distantes primos”. Candelaria Al
saber mi padre que viajaría a su pueblo natal, donde su abuelo había
sido poseedor de inmensas zonas cafetaleras, hizo rememoraciones tristes: —No
olvidaré nunca que dejé allí a mi madre enferma para venir a la ciudad
a convertirme en un guardia civil. Todo por abuelito: él quemó la
hacienda de la familia. Lo tiró todo en guaro y mujeres… Habiendo
crecido con esta anécdota en medio de las conversaciones de las hermanas
de mi padre, cuyos ojos destellaban ante las fortunas perdidas y las
posibilidades descuartizadas, lo miré sentado sobre el sofá raído con
una compasión que hubiese querido expresar en un abrazo, pero algo físico
me lo impidió. Solo atiné a preguntarle por el clima y otras vaguedades,
como por dónde estaba la parada de autobuses, a lo que de nuevo dijo: —Llegarás
al parque de Palmares, que fue donado por abuelito y que al final, en su
miseria, terminó por barrer para la municipalidad como cualquier peón, y
allí encontrarás una terminal de autobuses… Una
paradoja de este tipo había formado el carácter de toda la familia
paterna, y esta cargaba, por años, con la imagen del hacendado convertido
en barredor, especie de trauma que necesitaba expresarse en continuas
lamentaciones o apelaciones al perdón divino por el alma del disoluto, y
sentimiento de derrota anticipada que nos legó como sangre a los nuevos
frutos. Luché
internamente contra el significado de la historia del abuelo desordenado,
porque me parecía de mal agüero cargar con ella hacia un misión donde
necesitaba lo contrario. “Los males de familia no se transmiten”, pensé,
mientras subía con Menelao al autobús, oyendo sus especulaciones de
vendedor entusiasta, pero sin arte oratoria. Las
dos horas del viaje las completé robando ímpetu al viento que se colaba
por las ventanas. Quería ser ese viento. No tener ninguna forma humana y
poder atravesar los campos con la despreocupación de una criatura
silvestre. La sola conversación de Menelao, su gran admiración por las
proezas de Raúl, sus referencias a la superioridad de su hermana en
asuntos de ventas y otras banalidades, me hacían sentir que estaba en el
infierno. Que salir del colegio había sido entrar al infierno. A través
de los campos se me figuraba la existencia de una ciudad libre de Menelaos
y de hermanas ambiciosas y de hombres rapaces y de ollas que pueden darte
la felicidad económica. El
pequeño pueblo apareció ante nuestros ojos bajo un cúmulo de radiante
bruma mañanera. El aroma de las cosechas de café, un aroma dulzón, pletórico
de bonanza, nos picaba las narices. Desde el vértice de una delgada curva
vimos el perfil de la iglesia, y algunos despreocupados viajeros se
empezaron a bajar en sitios aledaños. Los miramos descender del autobús
y dirigirse con parsimonia hacia casitas cubiertas por matas y enredaderas
tupidas de flores. Ya
en el parque nos sentamos en un poyo y descansamos bajo las altas
palmeras. El radiante día que nos rodeaba no podía ser pasado por alto,
así que nos paseamos por las calles, sin dejar de hablar de las ventas
que haríamos. Menelao era optimismo absoluto y no dejaba de mostrarlo en
cualquier momento. Sin embargo, su optimismo era solo una dosis. Mañana
tendría que ir por otra donde Raúl, o adquirirlo de un folleto redactado
para vendedores de la casa matriz en Estados Unidos. La
esperanza en la conversión económica me sostuvo en el asiento del
vetusto autobús que nos llevó a Candelaria, y me hizo reforzar los
formulismos triviales que lanzaba Menelao acerca de la obtención de
grandes bonificaciones, sonriéndole a veces con ese inconfesable dolor
que nos produce el fingimiento necesario. Solo
al descender del armatoste, y tocar con mis polvorientos zapatos la tierra
que había sido el escenario de la infancia de mi padre, me cubrió una
nostalgia que se disipaba como un pájaro hacia el cielo azul. ¿En qué
rincones habría padecido mi padre la terrible hepatitis que lo hizo
sucumbir hasta quedar hecho un harapo? ¿Qué parte de esta tierra
guardaba el sudor de agonía de mi abuela, que expiró de peritonitis
mientras los vecinos ponían ladrillos calientes sobre su estómago? ¿Por
cuál camino descendieron los pasos de mi padre en busca de mejores
horizontes? ¿Qué albergó en su pensamiento? ¿Cuáles habrían sido las
tierras despilfarradas por el abuelo disoluto? ¿Caminaba yo con Menelao
por encima de ellas? ¿Serían tantas hectáreas o había algo de invención
en esas historias? El
sol de Candelaria ponía el suelo de color ocre. Las cigarras producían
sonidos casi visibles. El murmullo de las infinitas hojas de los cafetos
se confundía con el de los cogedores de café. Vimos laderas donde solo
se alzaba una casita rodeada de un movimiento ufano: el precio del café
se pagaba bien y la gente estaba contenta. Menelao
me señaló una sencilla vivienda que imperaba alrededor de un cafetal
cuyo verde competía con el rojo chillón de las bandolas caídas por el
peso de los granos. Hasta allí se decidió, dando enormes zancadas, como
un antílope. ¡Sorpresa! Una
mujer retozona nos abrió la puerta. Una vez que Menelao hubo explicado la
razón de nuestra visita, nos hizo pasar adelante. Su cordialidad nos hizo
sentir renovados, porque estábamos por perder el aliento, algo que no se
debe abandonar nunca en estos malditos quehaceres. Mientras Menelao
preparaba su exhibición de ollas inoxidables, las tres hijas de la señora
se hicieron presentes, más quizás por la descripción que les hizo la
madre en secreto de la apariencia prototípica de este. Afectando impresión
e interés desmesurado, las tres mujeres, hermosas y frescas todas, no
cesaban de interrumpir a Menelao en su aburrida defensa del producto.
Hechizadas por la voz débil pero suplicante de mi amigo y por sus rasgos
de estatuaria griega, empezaron a competir en gestos y miradas para atraer
la atención del guapo, una oportunidad digna en una comarca cafetalera y
de pocos habitantes. Como
el propósito de Menelao era vender, desplegó muy pronto un serio
contrato sobre la mesa que las mujeres apenas percibieron. Un guiño me
permitió confirmar que muy pronto íbamos a ser testigos de una venta fácil
y sin impedimentos. Sin embargo, la madre, saliendo ella misma de los
vahos del encanto producido por el rubio capitalino, nos hizo una señal
en medio de una batalla que parecía ganada desde nuestra llegada,
aduciendo que el criterio decisivo para la adquisición de las ollas, como
debíamos haberlo sabido, recaía en la voluntad de su esposo. Amo
y señor de la situación, Menelao instó a las mujeres a que buscaran al
esposo y padre, para que también se uniera al corro de admiradores de las
ollas. La
orden fue digerida con rapidez, y la madre, sabiendo que la disputa de las
hijas iba en aumento y peligrosidad, con lo que ninguna de ellas se
ausentaría para darle más chance a otra, salió en busca de su marido,
internado en sus cafetales. La
efímera ausencia de la madre fue aprovechada por las jóvenes mujeres
para pulir sus armas de guerra, pero Menelao, como correspondía en un
caso como ese, jugó al inocente inaccesible, papel que las provocaba aun
más. La refriega fue interrumpida, sin embargo, cuando el padre asomó
por una de las puertas traseras, con su traje caqui y sus altas botas de
hule. Aleccionado por la esposa durante el camino, venía dispuesto a
firmar cualquier cosa: ¿no habían sido unos años de magníficas
cosechas? En
un clima que se hacía casi familiar, el hombre nos confesaba algunos de
sus intereses futuros. Era un hecho inminente que algunas de sus hijas
necesitarían ir a la universidad y estaba pensando en disponer de vehículos.
Las hijas lo mimaban apretándolo por el cuello. Su mujer le daba tiernos
codazos para que dentro de sus planes no se olvidara de sus necesidades de
esposa, a lo cual el hombre le reprochaba haberse ido llenando de artículos
que compraba a un montón de vendedores, que luego amontonaba sin saber qué
hacer con ellos. El
finquero se sentó sobre una de las sillas del comedor para mirar el
contrato y hacer muestra de su capacidad de firmar tales papeles ante sus
hijas que, felices de poder contribuir con el destino laboral de Menelao,
no cesaban de estimular a su padre sobre la importancia de contar con las
ollas. Fue en ese momento que el hombre, adormilado, pero no ciego por las
telarañas, dirigió una mirada más certera sobre la mercancía
reluciente extendida sobre la mesa. Contrariado por lo que pudo averiguar,
jugó con el bolígrafo que le extendió Menelao, mirando de pronto hacia
el vacío. Como si algo lo hiciera sentir pena, pena de no poder cumplir
todos los deseos de la gente, se excusó un momento y se perdió de la
sala. Al cabo de unos segundos retornó con un paquete polvoriento del que
fue sacando el juego de ollas marca Rena Ware. El encantamiento de todos se hizo pedazos. El finquero
también parecía pedir perdón, perdón porque muchachos tan trabajadores
vinieran en balde hasta su casa. Aun así, nos desafiaba a que le ofreciéramos
cualquier cosa con tal de seguir agradándonos a todos. “¿Que llevan de
más?, ¡a ver, quiero ver!”. Si hubiéramos sido vendedores de carros,
los deseos se habrían cumplido, pero no llevábamos más que una sartén,
bastante modesta en precio. Además,
Menelao tuvo que volver a rendir la explicación sobre el uso de las
ollas, advirtiendo sobre el pecado de mantener en una bodega recipientes
tan caros, útiles y saludables. Finalmente partimos. Exhaustos. El
alza del dólar El
apocamiento que esas primeras experiencias pudieron provocarme no fue
suficiente. Ensayé una y otra vez ante clientes invisibles, y vecinos
colaboradores, la forma de vender un equipo de ollas. Cuando me disponía
a hacer uso de mi parafernalia de vendedor en cierne, el dólar se encumbró
como nunca antes y los precios de las ollas brillaron en altitudes
inaccesibles para la mayoría. Menelao
fue instruido para seguir adelante, y aunque parecía dudoso, me aseguraba
que todo volvería a tomar su cauce. Yo renuncié a nuevas incursiones. Pero tuve sueños en los que vendía miles de ollas y me casaba con la hermana de Menelao, solo como premio por haberme convertido en el mejor vendedor del año. |
Cuento de Guillermo Fernández
Ver, además:
Guillermo Fernández en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
Email: echinope@gmail.com
Twitter: https://twitter.com/echinope
facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce
instagram: https://www.instagram.com/cechinope/
Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/
Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay
Ir a índice de narrativa |
Ir a índice de Guillermo Fernández |
Ir a página inicio |
Ir a índice de autores |