Hagamos un ángel No me gustaría ser aquel a quien he convertido en ángel. Robert Walser, “El ángel” |
A
la recepción de nuestra revista llegó la carta de una niña de doce años.
La editora creyó que se trataba de una broma y me extendió molesta la
misiva, dando por descontado que yo la habría de arrojar al bote de
basura. Solo en la tranquilidad de mi casa, mientras mi esposo y los niños
dormían, desplegué la carta sobre el escritorio y la leí descubriendo
que el bromista era listo. Me gustó sobre todo la manera de imitar la
letra rudimentaria de una niña de doce años y los giros inocentes de su
mentalidad: Queridas
señoras: Me
encontré su revista en un basurero y la leí con gusto. Era de un número
anterior, el 20, creo. Ahora ustedes publican ya el 22. Eso no importa. A
ustedes les agradará saber que la leí con muchas ganas. Mi maestra nos
dice que el hábito de la lectura se desarrolla leyendo todo lo que caiga
en las manos. Me interesó sobre todo la sección de “Manualidades”
que ustedes dedican a la confección de un ángel para Navidad. Seguí
paso a paso todas sus recomendaciones. Antonia mi vecina me ayudó a
buscar los materiales. Para eso tuvimos que desviarnos un poco de la lista
que ustedes anotaron. Hay algunos que no pudimos encontrar. Para ser
sinceras con ustedes, fue necesario que robáramos la mayoría. Sin
embargo, como se trataba de hacer un ángel, no nos importó. Antonia
consiguió el estereofón, el mecate para el pelo, la tela de yute y la
cartulina. A mí me tocó la lija de madera fina, el hilo blanco y la
aguja. Para dar con un poco de pintura y los pinceles fue necesario hacer
algunas hazañas que no mencionaré en esta carta. Las
dos nos esmeramos mucho. En el patio de la casa de Antonia hay una bodega
donde su papá arroja lo que no sirve. Nos quedó un lugarcito para
nuestro trabajo, lejos de la mirada de los demás. Después de venir de la
escuela nos íbamos las dos. Como nuestras familias son muy grandes nadie
se da cuenta de nosotras. Esto de las familias de muchos miembros tiene
sus ventajas. Puede una desaparecer y nadie se entera. El
hecho es que nos pusimos a darle forma a nuestro ángel y le cuento que se
parece mucho al de la fotografía. Antonia se sorprendió bastante cuando
lo terminamos. Apenas lo podía creer. No contentas con este, seguimos
trabajando en detalles. ¿Qué sé yo? Las alas de cartulina tienden a
caerse. Eso no es bueno. Así que les introdujimos unos alambres. Con
estos las alas cobraron fuerza. Parecía un águila. Entonces dibujamos en
su rostro una sonrisa amistosa. No queríamos un ángel serio o
simplemente bonachón, como ustedes lo presentan, sino un ángel de
sonrisa simpática. Sin exageraciones. El
día que Antonia y yo vimos acabado nuestro ángel, nos sentamos a su
alrededor, orgullosas de su belleza. Lo habíamos puesto sobre una mesa
inservible de metal y la luz de un agujero que caía desde el techo lo
cubría. “¿Qué haremos ahora?”, nos preguntamos. En
ese momento el ángel movió las alas, sacudió su cabeza e hizo un giro
espectacular con sus ojos. Al ver el sitio en el que estaba, se asustó
sobremanera. Hemos oído hablar del ángel de la guarda, pero el que acabábamos
de hacer no era de esa clase. Era un pobre ángel asustadizo. Cuando
quisimos consolarlo, el ángel se echó para atrás. Las dos pegamos un
grito temerosas de que se destrozara en el suelo, pero, ¡qué tontas!, el
ángel se suspendió con sus alas, al igual que un colibrí. Desde allí,
con los ojos llenos de miedo nos miraba, sin hablar. Luego, voló por toda
la bodega quizás buscando una salida. Como no vio ni ventana abierta ni
agujero, se empezó a golpear contra las paredes, despachurrándose un
poco el pelo de yute y haciéndose heridas. Al caer al suelo, gimiendo,
Antonia y yo lo recogimos y, mirándonos las dos, comprendimos que nuestro
ángel nos iba a dar guerra, por lo que aprovechamos ese instante para
cortarle las alas; no de manera definitiva, sino para que no se hiciera daño. Sus
gimoteos se acrecentaron cuando vio que guardábamos sus alas en una
bolsa. Más tarde le hicimos caricias que aceptó con prudencia y le
tratamos de explicar lo que habíamos hecho. El ángel pareció comprender
y se durmió, cansado de sus movimientos. Al
despertar, nosotras proseguíamos allí. Habíamos dispuesto, mientras
dormía, un lugar adecuado para él en la bodega. No sé por qué, Antonia
robó de su casa un florero con algunas rosas, tal vez para que se
sintiera a gusto. Al verlo, el ángel se abalanzó sobre las flores y se
las comió. Fue la primera vez que lo vimos sonreír. En ese momento
comprendimos que comía rosas. Y solo rosas porque le trajimos muchas
clases de flores que encontrábamos al volver de la escuela. Flores que
una encuentra en el camino o que cuelgan de las tapias. Flores que botan
de las floristerías. No
saben lo que hemos debido hacer para alimentarlo. Hemos tenido que
meternos a peligrosos jardines. Muchas veces nos pillan y debemos correr.
Llevar las rosas a tiempo se nos ha vuelto un trabajo muy duro. El ángel
reclama su ración de rosas y como le hemos cortado las alas nos da
remordimientos. Nosotras le hicimos esa horrible mutilación, aunque podríamos
simplemente devolverlas a su sitio. El problema es que las dos lo queremos
demasiado. No dejaríamos que huya. Con todo y tener que realizar por él
tantas incursiones a los jardines, el mirarlo engullendo su ramo de rosas
nos contenta. A veces solo las mira atentamente, como si no las quisiera
y, después de unos segundos, saca una lengüilla tan pequeña como la de
un pájaro y las empapa de saliva. Las rosas se llenan de un brillo
parecido al amanecer. Luego les arranca los pétalos, con ternura, uno por
uno, cuando ya las flores parecen luces de bengala, pero no con sus
dientes. Los pétalos se deshacen antes de llegar a su boca,
resplandeciendo. Sé
que nuestro ángel está encarcelado. ¿Pero es que no nos pertenece? Quizás
no. Eso lo he discutido con Antonia que es más aferrada en estas cosas.
Para mí, el ángel es solo un invitado. Vivió porque nosotras queríamos
mucho algo nuevo en nuestras vidas. Miren
ustedes, nuestro caserío es casi siempre gris. Las fachadas de las casas
están torcidas. Los techos se inclinan y se comban como si sostuvieran
pesados elefantes. Desde allí su peso obliga no solo a los sillones sino
también a cosas tan pequeñas como roperos y vasos. Tiene algo extraño
nuestra vecindad que no quiere ser bella. No es solo falta de dinero. La
falta de dinero afecta a la gente hasta cierto punto. Es libertad de las
personas dejar que un faltante de suerte destruya sus días y sus pocas
posesiones. Al
parecer, en nuestro caserío la mayoría tomó en serio esto de ser pobre.
Nadie pinta las paredes. Las grietas se dejan durante largos años, como
si no hubiera tablas en algún aserradero que se pudieran obtener a un
precio módico. Como nadie quiere ver mucho en el interior de las casas,
la luz casi no existe. El televisor pasa prendido todo el día, tal vez
para que nadie ose hablar sobre asuntos importantes. Tiene
que haber un momento para decir: “¡ya basta!, necesitamos un lindo
caserío, con cortinas nuevas, simples pero limpias; macetas en los
corredores y árboles en la rotonda”. La
ausencia de este colorido esencial nos ha dado a Antonia y a mí por
contarnos cosas que nunca nos suceden. —Es
una orden desde hoy –le dije un día– que nos contemos solo lo que no
nos pasa. Ni vos ni yo tenemos que saber lo que ocurre en nuestro mundo.
Las historias de todos los días son estúpidas. No alimentan a nadie. No
hermosean la vida de ningún ser humano. En cambio, lo que una sueña
puede cubrir de luz el cuarto donde se duerme y esparcir un poco de alegría
sobre la calle donde se sale a buscar momentos sin nombre. Desde
ese día, Antonia y yo somos de una familia diferente. No pertenecemos al
vecindario más que en apariencia. Cuando suceden cosas terribles como
muertes, peleas o borracheras, nosotras no ofrecemos curiosidad. Hemos
matado la curiosidad hacia lo feo. Y aquí es donde de seguro entra
nuestro ángel. El vino porque cuando se vive de acuerdo con leyes
verdaderas acontece lo justo. ¿Es justo tener un ángel, incluso un ángel
asustadizo? Yo creo que sí. Dios tiene que verla a una contemplando las
cosas grises como cosas grises, y arrepintiéndose de haber nacido en un
mundo donde nadie tiene tiempo para repintar un muro o poner una maceta a
la entrada de la casa. Una no tiene por qué amar los corazones que se vacían,
y en nuestro caserío hay mucho corazón pegado a la ropa como una mano
tiesa. Volviendo
a nuestro ángel, es necesario decirles que vino a nosotras un mes antes
de Navidad. Sabemos que no era el fin de ustedes darle vida sino el que
sirviera de adorno a los hogares. En el fondo sabíamos que no íbamos a
llevarlo a ninguna de nuestras casas porque la gente de nuestro barrio
celebra cuando alguien se pega la lotería o cuando el equipo de fútbol
favorito gana cinco a cero; no cuando dos niñas traen en sus manos a una
criatura inocente, llena de temor. Antonia
me dijo que deseábamos tanto algo así que bajamos un ángel y le dimos
vida a los materiales de su revista. Si ustedes se ponen a pensar, casi
todos los cuentos son de niñas que abren puertas y recuperan extrañas
bellezas perdidas. Nosotras creemos que las niñas son los seres más
poderosos. Nadie en este mundo es tan fuerte como la ilusión de una niña
de doce años. ¿Verdad? Asumimos
entonces cuidarlo como si fuéramos sus padres. Y cada día se aprende
algo nuevo de él. Aparte
del problema con las rosas –que no es tan agradable por cierto sino
cuando se las come–, hemos visto que el ángel tiene sueños del mundo
de donde fue arrancado. Cuando
esto le ocurre su piel de cartulina se oscurece. Sus ojos angélicos se
vuelven diabólicos. Una vocecilla gimiente sale de su boca y nos llena de
melancolía. Es como una canción. La
melodía es tan hermosa que ambas nos abrazamos, llorando. Un
día estuvimos a punto de llamar a nuestras familias y al vecindario
entero porque nos pareció que algo tan bello debería ser escuchado por
toda la humanidad. Nos levantamos del suelo, llenas de escalofrío; nos
sonreímos presas de terror. Pero no lo hicimos. —Hay
egoísmos válidos –me exclamó Antonia–, no es un pecado oír tanta
belleza solitariamente. Antonia
tenía razón. Sin embargo, pensé que nosotras no éramos las dueñas de
ese canto, y los demás se estaban perdiendo una melodía crucial,
perfecta, transformadora. Los demás no tenían por qué estar excluidos y
sentir que la vida los había olvidado. A mi insistencia, Antonia repuso: —Tal
vez nadie quiera oírlo. Ante
tan rudas palabras me senté de nuevo en el suelo y seguí escuchando el
canto del ángel. Su voz se hacía dulce, suplicante, y también había en
esa dulzura una especie de profundo abandono. Bueno,
dejo esta carta aquí por ahora. En cuanto suceda algo diferente y digno
de ser relatado les escribiré de nuevo. Sus
amigas, Ester
y
Antonia Después
de leer la carta me fui a dormir. Era evidente que el escritor deseaba
tomarnos el pelo para que tal vez nos sintiéramos obligadas a publicar su
historia en la revista. Me
olvidé de esa burla que, sin embargo, me hizo sonreír y comprender,
también, que el relato carecía de originalidad. Ya los cuentos sobre ángeles
están escritos. No es un secreto para nadie que vivimos en una época
donde todo el mundo se autoriza a escribir sobre este hecho. Muchos se
sienten tan especiales como para atraer presencias angélicas a sus casas.
Vivimos el tiempo de los egos disparatados. Horóscopos, retórica
curativa del alma, viajes en el astral, ovnis, hermandades poseedoras de
la piedra de los alquimistas, científicos que clonan ovejas. Hay para
todos los gustos. En
mi caso prefiero entrevistar a seres de carne y hueso, con problemas como
los demás y superados en la vida por la inteligencia y el tesón propios.
Los milagros me dan alergia. Las cosas del más allá me aburren como la
comida vegetariana y el amor por “Internet”. Aun
así, la curiosidad sobre la carta me rondó la cabeza por varios días.
No debo ocultar a nadie que para mi sorpresa me dirigí una tarde hacia el
barrio descrito por la niña de doce años, como si hubiera perdido la
ruta. Fue una traición planeada por mi inconsciente. Quizá el deseo muy
hondo y primitivo de que algo de la carta fuera verdad. El
barrio me pareció muy abandonado. Ester tenía razón al decir que se
respiraba una especie de derrota en las fachadas. Una se puede ir
acostumbrando al rostro cotidiano de su país, pero aceptar con frío
estoicismo la miseria es otra cosa… Recuerdo
haber dejado el carro en un estacionamiento por temor de que me lo
robaran. Caminé por la ruta consignada en el remitente del sobre y creo
que lo vi todo vacío. Sin encanto. Completamente gris. En el aire se
respiraba el humo de una conocida fábrica de manteca. Un olor incesante y
vomitivo. Realmente estuve a punto de irme, mas cuando pasé por la
supuesta morada de Antonia decidí tocar la puerta. Habría muerto de vergüenza
si me hubiera visto alguna de mis compañeras periodistas. Y me di ánimo
para no llegar a afligirme, en caso de que luego de mis preguntas alguien
de la casa me hubiera tomado por loca. Sin
embargo, nada de eso sucedió. Quien
me abrió la puerta fue Antonia. Así me dijo que se llamaba cuando la
interrogué sobre la carta. La niña no estaba extrañada de verme allí.
Al preguntarle por Ester, la jovencita se quedó en silencio. Sus pequeños
ojos castaños se abrieron y cerraron como un mensaje de misteriosa
noticia anticipada. Miró hacia el fondo de su casa, con cautela, y cuando
supo que podía actuar, me tomó de la mano y me llevó a una contigua y
miserable tapia de cinc, donde me hizo pasar por una abertura. Al fondo de
la casa vi la bodega. Entre esta y la puerta de atrás observé ropa
tendida, una ropa que me pareció muy ajada por el sol. Temerosa
de caer en un sueño sin retroceso, me detuve: —Esperá
un momento, ¿entonces es todo verdad? —Sí. —¿Y
nada más ustedes lo saben? –Bueno…
Solo nosotras lo sabíamos hasta hace poco. Realmente
la idea de Ester de que éramos unas egoístas y que el ángel solo nos
servía de alimento a nosotras me empezó a convencer a mí. Un día me
decidí a hacerlo. —¿A
hacer qué, niña? —A
presentárselo a alguien más. —¿Cómo? —A
mi papá el borracho. —¿Y
qué sucedió? —Abrimos
la puerta y lo condujimos hasta el umbral. Mi viejo me levantó el dedo índice
en señal de amenaza. Pero cuando dio un paso hacia el interior y miró a
nuestro ángel cayó de rodillas. Al oír su canto empezó a llorar.
Temerosas de lo que pudiera pasarle, qué sé yo, un ataque cardiaco o
algo así, corrimos para acompañarlo, pero ya era tarde. —¿Qué
decís? —Llegamos
tarde. El ángel lo devoró. Ese día supimos que no solo comía rosas
sino también gente triste, sin esperanza. –Ah,
sí, ¿y vos pretendés llevarme a la bodega para que tu amigo me devore? —No
se preocupe. Ester está con él. Le acaba de llevar a su abuela. Yo
también le llevé a mi abuela y a mi tía. Poco a poco el barrio va a
quedar solo con la gente necesaria. Y si no queda gente entonces la
traeremos de otra parte. Destruirán estas casas. Levantarán edificios
bellos. ¡Sígame, no tema! Cuando no tengamos rosas le llevaremos a
alguien que ya no necesite del mundo. El ángel se le quedará mirando con
lástima. No, no es lástima, sino, como dice Ester, ¡interés religioso!
¡Sí! ¡Un gran interés religioso! En menos de lo que canta un gallo,
nuestro amigo se incorpora de su aparente timidez, hace como si ensanchara
las alas –recuerde que se las hemos cortado–, embruja al oyente con
himnos desgarradores, y sin que se percate lo engulle con su boca de pájaro,
como si fuera una termita. Al igual que las rosas, todos desaparecen, sin
dejar rastro, en una estela brillante. ¡Tiene que verlo! ¿Usted cree que
pueda salvarse la abuela de mi amiga? ¡Qué va! ¡No lo creo! La
mirada de la niña se me volvió maléfica. Algo se había encendido en el
fondo de sus ojos que miré al principio sin mancha. Rápidamente solté
su mano que había aceptado estrechar mientras me llevaba hacia la bodega.
Di unos pasos atrás, estrellando mis tacones contra viejas llantas y
resortes de catres oxidados. La niña me miró exenta de emociones. Como
una criatura de otro mundo. A la espera. Fue
inesperado el momento en que la puerta de la bodega se abrió. Una niña
hermosa, Ester, salía con toda serenidad y al ver a su amiga hizo un
signo negativo con la cabeza. Al verme, se extrañó. Antonia de inmediato
corrió hacia ella y le dijo algo en el oído. Ester se llenó de júbilo
y me extendió una de sus manos. Yo retrocedí hacia la puerta de cinc y,
sorteándola, de golpe salí corriendo. A los meses volví a pasar en mi carro. El barriecito ya no existía. Todo había sido demolido para construir un centro comercial. ¿Dónde estaban las niñas? ¿Qué había pasado con el ángel? Creo que tarde o temprano ellas debían de ser devoradas. Mientras tanto, la gente seguiría desapareciendo, poco a poco, en esa parte de la ciudad o, en cualquier otra. |
Cuento de Guillermo Fernández
Ver, además:
Guillermo Fernández en Letras Uruguay
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