En el zoológico |
El
autobús se detuvo. Un hombre asomó pidiendo al chofer que lo dejara
viajar gratis. Tal vez era su conocido. Nadie lo supo. El hombre se subió
con timidez y se sentó en uno de los primeros asientos. Su cabello le caía
sobre los hombros. Llevaba la ropa más desaliñada que había visto. En
su mano derecha traía dos zapatillas de mujer. La
madre y su hija que lo observaron con curiosidad estaban detrás del tipo.
La niña sonrió con burla y la madre le indicó que se tranquilizara. Yo
no había visto cuál era la causa de su agitación, hasta que me levanté
un poco y observé que el hombre había puesto las zapatillas sobre el
asiento de su lado. Este las contemplaba y parecía inquieto. La acción
era graciosa y había que hacer un esfuerzo para no reírse a carcajadas. Había
pocos pasajeros en el autobús. A través de las ventanillas, las calles
se veían húmedas por las recientes lluvias. El chofer se incorporaba, a
intervalos, para limpiar el vidrio con el dorso de su mano, no contento
con la acción de la escobilla. La
niña y su madre no cesaban de observar al hombre. Y yo también me uní a
ellas. Era la cosa más terriblemente carnavalesca del mundo. Me recordó
algo así como a Charlie Chaplin y a los hermanos Marx. El
hombre se mostraba muy cuidadoso con las zapatillas, cada vez que el autobús
frenaba y estas se querían salir del asiento. Intrigado
por su conducta, me senté en la fila de asientos de al lado y, decidido a
llevarme su secreto, le pregunté: —Bonitas
zapatillas, ¿eh? La
pregunta hizo que la niña mirase a su madre con total enfado. Quizá le
trataba de expresar que al loco se le había unido otro loco. La madre le
ofreció un visaje de asentimiento. El
tipo me vio con desprecio. Si había parecido humilde al principio era
solo para viajar gratis. —¿Perdón?
–me lanzó–. —Las
zapatillas, hombre –insistí–. Me gustan mucho. ¿Las vende, acaso? El
hombre se inclinó hacia mí y me recalcó, en tono de confidencia, para
que nadie oyera más que yo: —Sé
que mi actitud es poco convencional, pero aunque usted no lo crea, estas
zapatillas están sobre los regazos de mi novia. —¿Es
invisible? ¿Cómo iba yo a saberlo? –proferí sarcástico. —No
es su culpa. Pero no se haga el listo tampoco. Respete los asuntos de los
demás. Si nadie me va a detener por un hecho como este, ríase cuanto
quiera. Arrebatado
por el coloquio del orate, ordené mis suspicacias. —Perdóneme. —De
acuerdo. No se aflija. Déjeme solo explicarle que a ella le gusta caminar
desnuda, pero jamás deja sus zapatillas. ¿Cómo habría de pasear sin
ellas? Mi novia puede andar descalza, pero la lluvia congela el pavimento.
La
absurda sinceridad pareció aumentar la tragedia del hombre. Creí que lo
mejor era seguirle la corriente. —¿Viaja
a San José? —Sí.
—¿Va
de paseo? —Sí.
Sí. Mi nombre es Horacio. —El
mío es Francisco. —Entonces
le digo Chico. —Como
quiera. Y dígame, Horacio, ¿adónde va usted? Disculpe la pregunta. —Hágala,
señor. Usted no me cae tan mal. Ya sé que es una locura andar así con
unas zapatillas. No crea que esto liga con mi personalidad. Puedo ser
bastante lógico, pero cuando mi novia quiere pasear me veo obligado a
salir en estas condiciones. A ella no le interesa la gente. —Es
un hecho, Horacio. —A
ella le interesa romper los esquemas. Por eso es invisible. Nada de carne
por aquí, nada de carne por allá. Solo viento acariciante. En cuanto a
ser vanidosa, es igual a todas las mujeres. Hoy vamos al zoológico. Le
gustan los animales. Su preferido es una lapa de colores tan vistosos que
parece vestida para un carnaval. —¿Entonces
se queda en el centro? Mi
pregunta tenía una doble intención: saber dónde se vería Horacio
forzado a poner las zapatillas en el suelo para que su novia se las
ajustara y verlo después a los ojos, ante la completa imposibilidad, para
conocer la reacción de un loco en dificultades. —Sí,
señor. Nos bajamos en el centro. Aunque
me sentí malvado, no podía vencer el deseo de ver a Horacio una vez que
pusiera las zapatillas en el suelo. Era, claro está, la perversidad que
desarrollamos los cuerdos ante los lunáticos. Un deseo de destruirles sus
castillos y de hacerlos sentir miserables. —Mal
tiempo para pasear, Horacio... –susurré, levantando una de mis palmas,
y mostrándole el alrededor. —No
crea, Chico, para mi novia no hay un tiempo malo. Cuando llegue al parque
Bolívar, aunque llueva, se sentirá feliz. Me gustaría que usted
estuviera presente. —Ah,
sí... sí... —Lo
digo en serio, señor. La
invitación de Horacio me confundió. Su calibre de loco seguro me
irritaba. —Los
acompañaré –exclamé firme. —Gracias. —¿Por
qué, gracias? —Porque
hay poca gente como usted. Gente que quiera pruebas de esta verdad. Gente
que desea ver lo invisible y encantarse con una promesa. Horacio
hizo un gesto como si alguien a su lado le hablara y prosiguió: —Mi
novia desde ahora dice que le tiene respeto. Había guardado silencio al
considerar que usted fuera una persona vulgar y despreciable. Ella
entiende que no es así. —Dígale
que se lo agradezco. —No
es necesario. Ha profundizado su corazón y está convencida de que usted
es incapaz de hacerme daño a mí o a ella. Está invitado, como le dije,
para que nos acompañe al parque. Quizás hasta pueda observar de ella
algunos detalles que solo me consagra a mí. —¿Detalles? —Sí.
Debo decirle que ella no siempre es tan invisible. En algunas ocasiones es
tan solo vaporosa. Una bruma que se contonea. Y créame una cosa: cuando
estimulada por la simpatía adquiere esta forma extraña, uno realmente se
siente feliz. No hay nada que pueda comparársele... El
autobús llegó en un momento inesperado al centro de San José. No había
percibido, por la conversación de Horacio, que la capital estaba soleada.
No se veían huellas de ninguna lluvia. Más bien hacía calor. Horacio
me hizo un gesto de que lo siguiera cuando se levantó del asiento. Por un
instante me percaté de que me había excedido. Más insidiosa fue la
curiosidad. —¡Sígame,
Chico, sígame! –me urgía. Atrás
quedaron la niña y la madre viéndonos ingresar en la multitud. No sabían
si olvidarnos o también seguirnos. Había
mucha gente en las calles. Horacio tenía que hacer malabares entre los
cuerpos para ser congruente con su prisa. De vez en cuando se volvía para
mirarme, como si todavía guardara dudas sobre mí. Las zapatillas las
llevaba en su mano derecha igual que un portafolios. Consideré en ese
momento que había llegado la hora para que Horacio las colocara sobre la
acera, y se mostrase a sí mismo, y ante un hombre normal, que nadie habría
de calzárselas. —Horacio,
espere un momento –le ordené–. ¿Y su novia no se va a poner las
zapatillas? —Claro
que no, Chico. Con este sol jamás inventaría algo así. Solo cuando hay
humedad en las calles... recuerde... Había
olvidado el detalle y observé el reloj. Todavía contaba con quince
minutos antes de llegar al trabajo. No sabía por qué me hervía tanto
deseo para que Horacio entendiera la verdad de su propia farsa. Enardecido,
como mi acompañante, adopté un paso rápido. Quería que el asunto
terminara lo antes posible. En algún momento le recomendé que tomáramos
un taxi, pero el hombre declinó la oferta. —A
mi novia le gusta este ritmo –dijo–. Y en efecto Horacio caminaba
veloz, pero con suma delicadeza. Quizás como un gato se escabulle sobre
un muro. En el Parque España, volvió a cerciorarse de que yo viniera
detrás de él y mientras atendía el semáforo en la esquina del
Instituto de Seguros, movió sus piernas igual a un corredor en la línea
de salida. Cuando
llegamos al parque Bolívar, el sudor me corría por la frente. Por más
que hacía el esfuerzo de limpiarme el sudor con un pañuelo, volvían a
salirme más y más gotas. En
la ventanilla pagué las dos entradas y penetramos en un parque casi
solitario. El león y el tigre estaban dormidos. Como no habían hecho la
limpieza había un olor insoportable. Solo los gansos parecían realmente
animosos. —Bien,
bien, Horacio. Es hora de que me vaya –le exclamé con angustia.
Finalmente, no quería seguir adelante e iba a llegar tarde al trabajo. —No
se va a arrepentir –me prometió, mientras me hacía giros con la cabeza
para que lo terminara de seguir. Llegados ante unas jaulas donde jugaban
unas lapas pintonas y alegres, el hombre me guiñó un ojo. Al cabo de
unos segundos me susurró: —La
siente. Sentí
realmente como si alguien estuviera al lado de Horacio, pero todo era
debido a su fanática obsesión. —Sí,
claro. —Da
vueltas y vueltas en torno a nosotros. Está bailando para las lapas,
Chico. Es algo que usted no puede dejar de sentir. ¡Siéntalo, señor, siéntalo! Las
dos manos del hombre tomaron mi hombro y me estremecí de un lado a otro. —Esto
lo hace porque ve las lapas. Si estuviera ante el león no haría algo así.
Ella no baila para seres carnívoros, sino para criaturas volátiles.
Criaturas que comprenden su maravilloso poder. —Es
hora de que me vaya –le reiteré mirando mi reloj y convencido de que
era imposible modificar el mundo de Horacio. Al
oír esto, el alucinado se dobló como si alguien lo hubiera atraído para
confesarle algo. Sus ojos se cerraban y se abrían como si lo escuchado
fuera terrible. —Aún
no, Chico, debo hacerle una declaración. Horacio
se me quedó viendo con el semblante totalmente cambiado. Creí ver que
sus manos temblaban. Detrás de nosotros se oía el chillido de los monos
y los graznidos de las lapas verdes. De vez en cuando se oía algún otro
grito indefinible. —Lo
que voy a decirle es bastante duro para mí... Cuando
terminó la frase incluso las lapas simularon expectación. —Ahora
sé que no debí haberlo invitado a venir, Chico. Creo que ella lo
prefiere a usted. —¿Qué
cosa? —Debí
haberlo sospechado. Por algo me pidió que lo trajera. Esto es el fin para
mí, pero el comienzo para usted. —No
tome esto en serio, Horacio –le espeté palmoteando su espalda. —No
me consuele. Esto le sucede a todo el mundo. Pero consideré que a mí no
me iba a pasar. Era tan difícil que alguien más penetrara sus
sentimientos. Déjeme decirle que desde este momento la he perdido. Aquí
dejo sus zapatillas por si llueve más tarde. Cuando
dijo esto se aseguró, volteando la palma de su mano, de que no hubiera
tan solo un poco de llovizna. Tranquilo al reconocer que había suficiente
sol, dispuso con cuidado las zapatillas sobre el césped. Las miró
adolorido. Después
siguió: —Me
voy feliz de que un hombre con su corazón la haya enamorado en tan corto
tiempo. Es algo imposible de creer... –Horacio se frotó la cara con una
de sus manos–. ¡Yo tuve que cortejarla durante meses! No sabe lo que
significa para un hombre como yo, sin estatus, famélico y torpe,
atreverse a hablarle a una mujer como ella. —No
creo que sea el fin –lo amonesté preocupado. —No
sabe lo que dice. Ahora usted tendrá que complacerla. En el momento en
que yo abandone este parque, usted se hará cargo de mi ex novia. Paseará
cuando ella se lo indique. Llevará sus zapatillas por si cae un chaparrón.
Con los días oirá sus primeras palabras. Palabras como ecos o tañidos
de campana. Y usted se dirá a sí mismo que su voz no le concierne. Un día
cualquiera lo llamará por su nombre. Le
pedirá palabras amorosas los días en que usted no puede pronunciar ni
siquiera palabras de odio. Le exigirá que la mire bailar sin que pueda
saber cómo lo hace. Usted le afirmará que su danza es más bella que el
sol. Ella soplará en sus oídos. Usted le dirá que sus manos son más frías
que la lluvia o que su cabello se mueve como las hojas. Ella le imprimirá
durante la noche una uña en su pecho o, cuando menos lo imagine, lo
punzará con su pezón vegetal en la mañana para que despierte. ¡No hay
sensación más encadenante! ¡Lo sabrá! ¡Usted no tiene armas contra
eso! Cuando
se le aparezca como un vapor, Chico, usted se considerará feliz. Creerá
que atrapa una figura para mostrarse ante usted, y que moldeará sus
brazos y muslos. Por un momento verá unos labios o un vientre atardecido.
Usted pensará que al fin se le ofrece. Sin
embargo, ella le susurrará promesas tan extrañas y anhelos tan hondos
que usted postergará todo por oírla de nuevo. Cuando usted considere que
la carne es accesoria, que los besos apasionados son asuntos de otros,
usted habrá enloquecido, señor. Me
voy contento porque me libro de una mujer que lo angustiará de una forma
desconocida. ¡Usted no sabía lo que era sufrir hasta ahora! Al
terminar Horacio me estrechó las manos y se alejó corriendo. Las lapas
me miraban como señoras que han escuchado una confesión magnífica y
aguardaban mi respuesta. Yo di una vuelta sobre mí mismo, mirando la
amplitud modesta del parque. Ningún animal emitía sonido alguno. Miré
los zapatillas de mujer sobre el césped y quise llamar a Horacio, pero el
hombre ya se veía demasiado lejos. Hice un gesto de adiós a las zapatillas. Sonreí. Pensé que llegaría tarde. “No importa, me dije, casi nunca me sucede.” Me volteé para marcharme como lo hizo Horacio, pero no pude. Algo había ocurrido en tan solo unos cuantos segundos. Tuve la impresión de que si abandonaba las zapatillas, era posible que después lloviera, ¿cómo, entonces, habría de caminar ella conmigo, sobre tanta humedad? |
Cuento de Guillermo Fernández
De Efecto invernadero, Editorial Costa Rica, 2001
Ver, además:
Guillermo Fernández en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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