De suicidios y fraternidades El tedio hace tu alma cruel. Ch. Baudelaire |
Pasé
a la salida del trabajo a una céntrica armería y pedí que me las
mostraran. Fue emocionante ver al rechoncho dependiente colocar con primor
sobre la urna su línea de armas cortas o su oferta de pistolas de aire
comprimido. Al
reconocer mi vacilación, el hombre se mostró locuaz, y me pedía que
tanteara las primorosas texturas, ¡que me enamorara de sus diseños! Con
aire de humorista y estrangulado delicadamente por su corbata, me decía:
“Se la vendemos siempre y cuando no sea para utilizarla contra usted o
algún vecino”. Paso a paso, me volví curioso y pregunté sobre
detalles técnicos consabidos por el dependiente. “A eso iba”, me
proclamó puliendo su discurso. Al fin, y no sé por qué mágicas
veredas, terminó en una historia de gángsteres por quienes sentía algo
así como nostalgia, misericordia, culto. Aunque
todo parecía invitador, y hubiera podido morir ese mismo día recordando
alguno de los pasajes memoriosos de la vida de Al Capone, John Torrio o
Big Jim, algo me ordenó considerar el asunto. Al decirle que lo pensaría,
el vendedor me miró gratificado, invitándome a volver “cuando
estuviera decidido”. Tuve
la impresión, al despedirme, y contemplar su plácida sonrisa, de estar
viendo la triste reencarnación de un gángster, condenado hoy solo a
vender revólveres. Cuando
salí de la armería, caía una lluviecita machacona –de esas que gustan
acompañar funerales y mendigos y compradores de paquetitos extraños. Mientras
daba pasos lentos y ceremoniosos bajo mi paraguas, me reproché el haber
acariciado la idea volátil de dispararme un tiro. Pero bien sabía, en lo
profundo, que se había tratado de una seducción espuria. Después de
salvar unas calles, me dejé de diálogos internos, y me decidí a
respirar, aletargado, el vaho húmedo y alquitranoso de la ciudad. En
eso iba, oyendo voces de la tarde, el rezongar de los motores bajo los semáforos,
graznidos de pájaros en retirada desde algunas azoteas o árboles mínimos,
cuando, saliéndome al paso, una mujer de semblante provocativo, pero
vestida y maquillada al estilo punk,
me pidió la hora. —Tengo
hora y media de esperar a un maldito… –gritó al oír mi respuesta. —A
todos nos pasa –la consolé, reparando en que me había gustado el
timbre vehemente de su voz. —No
me diga, señor sabio –ironizó con autosuficiencia. —Tal
vez le entró algo de miedo –sonreí temerario. —¿Miedo'?
–preguntó susceptible. —Sí,
el miedo de que nos sacrifiquen al amor –logré improvisar velozmente. Avispada
por el piropo, la mujer se
contuvo. Exhaló un largo vaho de su boca húmeda. —¿Qué
sabe usted de los sacrificios? –me preguntó poniéndose una mano en la
cintura. —No
sé, hoy casi puedo hablar sobre cualquier asunto. Hasta
creo poderte agradar –le dije sin resistir no vosearla. Aunque
al principio temí su sorna juvenil, pues mordía su goma de mascar con
desprecio y se aplastaba una especie de mechón violeta con sus manos de uñas
púrpuras, la última frase manida pareció gustarle. El
brillo a papel mojado de la tarde se fue extinguiendo. Los cristales de
los edificios parecían llenos de criaturas marinas azules. Vi que nos habíamos
quedado detenidos en la esquina de un negocio de electrodomésticos. Diez
pantallas de televisores, de súbito, cobraron vida. La muchacha continuó: —Jamás
nadie me había dicho algo así –sonrió taconeando sobre la acera.
Entonces hizo un gesto amistoso y alargó sus labios pintados de negro y
se tocó un arete para que se balanceara. —El
problema es que hoy ya no se le pone poesía a nada –declaré
emocionado–. Ni siquiera a las ganas de suicidarse. —¡No
me diga! –exclamó cautelosa. —Sí,
sí, sí, esa falta de poesía es el único robo que debería lamentar la
humanidad. —Usted
es buena nota, señor –me dijo
después de hacerse sobre mí un rápido informe–. Lucrecia es mi
nombre. Su
mano, que salía de un puño de negro encaje estrafalario, se extendió
revelándome una piel blanquísima. —Vos
también sos agradable –le añadí. La
muchacha debió correrse por el paso de una señora gorda que llevaba dos
paquetes felizmente sellados. Un hombre disminuido iba en pos de ella. —¿Por
qué no caminamos un poco, señor? –dijo la mujer–. Caminemos… –me
estimuló. Lucrecia
y yo dimos lentos pasos sobre el parque Morazán. Creí que la poesía, o
como se llame, había descendido sobre la tierra y que las pulsiones de
muerte estaban por el momento amordazadas. Viéndome
a su lado, en medio de faroles de luz tenue, le indiqué a Lucrecia que
conocía el nombre de cada uno de los árboles del parque. —¿De
todos? –me preguntó descreída. Con
cierta presunción le dije dónde estaban los árboles de corcho, el cedro
amargo, las jacarandas, el orgullo de la India, el cedro amargo, las altas
y sombrías araucarias. La mujer asentía como si los nombres le
provocaran un divertido asombro. —Es
usted una enciclopedia –se burló. Al
abordar la otra acera, y pasar frente al vetusto restaurante de la
esquina, la mujer me dijo: —Quiero
una cerveza. —Yo
también –sonreí. Adentro
del restaurante, bajo la luz del derruido negocio y entre mesas vacías,
lejos de unos ancianos gringos que comentaban sus asuntos, y de algún
solitario bebedor que miraba la noche a través de la puerta (como se
observa un cuadro abstracto en una exhibición de pintura), Lucrecia, con
intolerable sencillez, me dijo: —Hoy
era mi día para que me aceptaran en la fraternidad. Y debía llevar a un
hombre que conocí… Mis hermanos esperaban hoy a alguien y yo tenía que
llevarles la carnada. No sé por qué pienso que usted es una víctima
ideal. Y tal vez logre llevarlo a la reunión… Al
terminar sus palabras, me sentí profundamente desconcertado. La lírica
se me hizo un coágulo de plumas en los intestinos. Hubiera sido fácil
huir de la escena, pero algo me retuvo… Solo hice un gesto como de “qué
charla”, seguido de un trago de cerveza para lo que pudiera sobrevenir. La
congestionada atmósfera del restaurante, a pesar de hallarse combatida
por el ventilador eléctrico antediluviano, de pronto se desaguó cuando
alguien introdujo una moneda en la victrola e hizo fluir la música de un
triste tango. —Los
tangos me deprimen –afirmó la mujer sin esperar respuesta. —Y…
si te sigo, ¿qué me haría tu fraternidad? –pregunté por fin,
curioso. —Ni
yo misma sé. ¡Tal vez le hagan daños o lo golpeen…! ¿Quién sabe?
Nunca he estado presente. —Quizás
lo merezco –respondí simpático, pero convencido ya de que pasaba por
un momento inútil–. No hace poco venía pensando que la vida era un
tumor y hasta pasé por una armería para escoger una pistola. —Hablo
en serio –me reprendió, mientras llamaba con una de sus manos al
mesero. —Todavía
estás lejos de embaucar a tu presa –le advertí–. Nadie te seguiría
con esos argumentos. —Lo
sé –repuso cambiando de semblante y dejando mostrar un brillo de
ternura sospechosa–. Solo jugaba, señor. Pero puedo decirle que hasta
el día de hoy no me han aceptado sino hasta que realice una hazaña importante. —¡Dios
mío! –reí bamboleando mi vaso. —¡Y
será pronto! Hoy fallé por una milésima. Mañana les llevaré a un
tipo. Necesito que me acepten. Si supiera usted la manera en que ellos se
murmuran los secretos, su inquietante seguridad de grupo, su humor siempre
en la cresta, su desprecio por la estupidez, la gran estupidez que es
todo… —¿Para
qué te metés en esas cosas, niña? –la interrumpí molesto–. ¿Cómo
se podría disfrutar de algo así? La
muchacha se quedó en silencio. Mis preguntas le produjeron la incomodidad
inevitable que causa un consejo no requerido. Luego continuó: —Me
he enamorado del líder del grupo –susurró con irresistible finura,
como si estuviera por ejecutar un Nocturno
de Chopin–. Se llama Juan, pero exige que le digamos Mister Hyde. Él jamás me aceptaría si no me le uno en todo lo que
hace. Las
palabras me asaltaron como moscas. Como realmente son algunas palabras
dichas por la gente. Pero no podía olvidar que yo también tenía mis
propios insectos. La imagen de un escorpión moviéndose en las paredes de
mi cerebro me hizo mover la cabeza con vigor. —¿Le
pasa algo? —Estaba
el amor en el centro de este asunto y, también, el prodigioso
aburrimiento –exhalé relajado después de hallar las causas de todo. Antes
de ser yo mismo el que me aburriera, traté de comprender. Supuse que de
haber aceptado el arma reluciente en la armería, ya habría ejecutado mi
plan. En este momento lo mío solo sería historia. Cualquier cosa que me
aconteciera después de lo pensado era ganancia y la seguidora de
fraternidades dementes tenía que ser un símbolo, algo que el universo me
estaba ofreciendo para que lo escudriñara. Salimos
del restaurante después de consumir varias cervezas. La noche tenía una
fragancia a polen, ladrillo triturado y madera mohosa. Mientras nos dirigíamos
rumbo al Parque Nacional, la muchacha miró con inquietud a dos guardias
charlando en la entrada de la Comisaría. Cuando
entramos al parque sobrevino una lluvia leve. Algunos hombres de
pantalones entallados y de camisetas ceñidas, que conversaban emocionados
sobre uno de los senderos de piedra, se fueron apartando al vernos.
Lucrecia buscó uno de los poyos del parque y se sentó. Allí se me quedó
mirando mientras fumaba. Como estaba un poco ebria empezó a reírse sin
motivo. ¿Tal vez de mi paraguas? ¿Sería para ella tan ridículo mi
portafolios? Al sentarme junto a la mujer, vi dibujarse en su rostro
invisibles gotas de noche. La biblioteca estaba a oscuras y vacía como un
galerón de muebles y estantes amontonados. No se veía ni siquiera la
sombra del guarda deslizarse a través de los ventanales. —¿Y
por qué quiso matarse usted? –me preguntó cuando opté por sentarme a
su lado. —Es
una historia sin atractivo –argumenté–. Hasta mejor me parece el tema
de tus amigos aunque se trate de una verdadera locura. —Ya
yo le hablé de mi locura… ¿Por qué no prosigue usted? La
invitación de Lucrecia me pareció honesta, así que le dije exactamente
lo que había pasado. Acurrucados bajo mi paraguas, relaté mi historia
con franqueza, sin ponerme solemne. Le conté que había llegado a un
punto muerto, ese punto donde ya no hay dirección, ni viento que nos
lleve, ni parentescos con nada. No quise dramatizar ni parecer el tipo de
nihilista interesante. —Usted
se parece a Juan en varias cosas –me espetó Lucrecia al terminar. Podrían
llegar a entenderse muy bien. La
chica empezó a hablarme de Juan. Me dijo que vivía a unas cuantas
cuadras del parque, en Barrio Amón. —Hubiera
creído que era de León XIII o de Aguantafilo –repuse sorprendido de
que su amado no fuera un maleante vulgar y no viviera en alguno de estos
suburbios. —Es
un aristócrata, pero necesita diversión –reflexionó esquiva–. A
veces creo que es espantoso. Sí. Cuando se droga. —¿Ah,
sí? —Claro.
¿Quién no se droga en la actualidad? La droga está en el aire. Solo
respire con fuerza. Vamos… —Eso
me recuerda que mi mujer está viendo la telenovela en este momento. —¿Lo
ve? En un mundo así nadie puede ver claro. —Ni
vos, Lucrecia. Ni vos. Si fueras más clara no serías tan admiradora de
Juan. No parece cuerdo. La crueldad está en el centro de sus acciones. —Pero
por lo menos tiene ironía. Es un cínico. —¡Te
gustan los cínicos! —Me
molesta la hipocresía. No sabe lo que odio al mundo de los hipócritas,
de los falsos. Tanta gente falsa me enferma. Tanta máscara. Usted tenía
razón cuando quiso suicidarse. ¡Quizás algún día yo también lo
intente! —No
te hablé del asunto para que lo hicieras vos. —¡Es
que la vida es insoportable y Juan y todos son unos malditos! La
mujer empezó a llorar y de sus ojos corrió un tinte oscuro. Hasta el
momento no había visto que sus ojos estaban enterrados en sombras y que
recobraban cierta pureza nocturna mientras caían sus lágrimas. Yo me
atreví a ofrecerle un pañuelo que Lucrecia no despreció. Me sentí
inquieto. La mujer se sonaba las narices, gimoteando. —Parece
que nos toca comprender algunas cosas hoy –le dije palmoteándole uno de
sus hombros–. Lo mejor es que cada uno camine hacia su casa. Y vos,
Lucrecia, no soy quién para decírtelo, pero debés borrarte tu propia máscara.
¿Me entendés? Hay que iniciar el proceso por la de uno mismo. De esta
manera, será una menos. ¡Un antifaz menos en la fiesta! Entonces, tal
vez, los que andamos con el rostro desnudo nos reconozcamos y conformemos
una verdadera hermandad. Paulatinamente,
el gimoteo de Lucrecia cesó casi por completo, pero noté que ahora se veía
preocupada. —Debo
ir a ver a Juan. Es necesario que termine con esto. Usted tiene razón. ¡No
tengo por qué amarlo! ¡Mire cómo ando vestida! ¡Esto es ridículo! —¿Es
necesario? —Solo
recogeré algunas cosas y le volveré la espalda a su grupo para siempre. Una
mirada hermosa, como una rosa florecida en la lluvia matinal, salió del
rostro de Lucrecia y me hizo sentir que debía acompañarla. —Pero
ya no quiero que vaya –me dijo–, quizá piensen que lo he llevado para
la reunión. —Te
esperaré afuera mientras terminás tus asuntos y luego te acompañaré a
tomar un taxi. Siempre es posible comenzar de nuevo. Te lo digo yo. Con
andar lento, nos alejamos del Parque Nacional. Corría por la ciudad un
viento frío y hubo un momento en que hubiera deseado abrazar a la joven
mujer impulsado por una honda gratitud. Pero supe que era mejor continuar
con ella hablándole de la vida, de las zonas oscuras, de los milagros, de
la búsqueda empeñosa que exige cada día a quienes despiertan en serio.
Tenía demasiadas cosas que decir, pero regulé mi entusiasmo por mi
reciente y frustrada tentativa de suicidio. Solo me sentía autorizado
para expresarle frases paradójicas de donde pudiera obtener significados,
y no, claro está, una cómoda receta de las que se venden por cientos. Era
tal mi deseo de que Lucrecia se sintiese emocionada por la vida, por la
verdadera vida que debe esperarnos a todos, que olvidaba los sitios
recorridos, las casas señoriales dejadas atrás. Cruzaba calles
estrechas, subía peldaños, salvaba bordillos de césped, viendo paredes
renegridas por el musgo y la antigüedad, admirado tal vez por la visión
de una acrotera en un jardín o por ménsulas ocultas entre ramas de árboles
de araucaria o manzana rosa. —Esta
es la casa, señor –me dijo de pronto Lucrecia. Enseguida
vi una bella casa de estilo victoriano, con sus arcadas relucientes bajo
el esplendor lunar. En el amplio jardín, la fuente de piedra exhalaba su
propio tiempo. Insinué que no había luces detrás de las cortinas. —“Trabajan”
en el sótano –me explicó. Lucrecia
abrió el portillo de metal y caminó sobre las baldosas de fina cerámica.
Subió con rapidez la escalinata y se introdujo en el manto de sombra del
umbral. La vi sacar sus propias llaves de una minúscula cartera y abrir
la puerta para luego desaparecer. Urgido
por el rápido desenlace, esperé viendo las aceras solitarias, las luces
inciertas de otros edificios, el aire extraño de esas noches que moldean
las cosas a su antojo. Cuando
estuve consciente de que había pasado más de media hora de espera, abrí
el portillo, agitado. Di unas cuatro zancadas sobre las baldosas. Y me
decidí con apremio a buscar yo mismo a la mujer. —Soy
Juan –me dijo el hombre que me abrió la puerta, un hombre joven, de
unos veinticinco años, vestido con pantalones y camisa impecables. En su
rostro no se veían los rasgos de ningún descocado, sino unas mejillas
aceptablemente pálidas, unos ojos profundos y desiertos. —Tenía
que acompañar a Lucrecia hasta su casa; no se sentía bien –le resumí
con firmeza, siempre guardando la precaución absoluta. El
joven me miró con vacuidad. Y le dio unas chupadas al cigarrillo que traía
en una de sus manos de una perfección poco común. Parecían manos de
alguien que se la pasara tocando porcelana china, sedas, teclas de piano. —Ah,
¿es usted su amigo? Ella está un poco agitada, señor. Si quiere pase a
verla. Está en su casa. Recordé
las aficiones de Mister Hyde, y
sonreí negativamente. —No,
no. Prefiero esperarla aquí. El
hombre, con ritmo perezoso, se volteó hacia el interior de la casa
cerrando la puerta de un golpe, Al cabo de unos minutos apareció
Lucrecia. —Te
esperaba –le dije. —Ha
tratado de convencerme –me explicó. —No
te quedés aquí. No es bueno. —Ya
lo sé. Entonces ayúdeme a llevarme mis cosas. La
mujer se introdujo esperando que la siguiera. Yo di unos pasos hacia el
interior de la casa, sabiendo que debía hacerlo. Me topé con una
oscuridad dificultosa, tropecé contra algo, y un estruendo en la cabeza
me privó de sentido. Desperté
obnubilado sobre una silla. No podía moverme: mis miembros habían sido
amarrados con duras cuerdas. Enfrente de mí, a unos tres o cuatro metros,
yacía sentado sobre un lujoso sofá veteado Mister
Hyde. Fumaba tranquilamente, jugando con el humo que despedía de una
boca de labios imprecisos. A su alrededor, se alzaban unas paredes
tapizadas con el típico buen gusto y por doquier se comunicaba el peso de
una densa decoración. Aunque la tensión me carcomía, pude ver retratos
de probables hombres de estado, espadas de primorosa empuñadura, fusiles
de mecha, armarios con platería destellante, relojes momificados
anunciando agónicas horas de soledad, escudos de una República
suramericana, muchas fotos de militares. —Es
hora de que me suelte, vamos, se meterá en apuros con la policía. —Ah,
sí, la policía. Detesto la policía. Tengo vestigios de policías en
alguna parte de la casa–. Una larga bocanada de humo precedió a una
risa estruendosa. Después la acompañó un silencio desesperante. —No
se me haga el cínico –le grité con vigor–, es usted un psicótico. —De
vez en cuando –exhaló con modestia falsa–. Algunas veces tengo que
ser el hijo del embajador. Ese viejo mediocre y servil que adulan en las
fiestas. –¿Y
Lucrecia? ¿Dónde está Lucrecia? –requerí deseoso de saber lo que le
había pasado. —Lo
traicionó, amigo –bostezó con finura–. Ahora estoy pensando qué
hacer con usted. Me tiene intrigado su persona. Había pensado en
castigarlo, pero, no sé. Creo que usted se parece mucho a mí. —¿Y
los demás integrantes de la fraternidad? –pregunté temiendo una
represalia masiva. —No
existen. Yo soy el único integrante. Lucrecia me confunde con tanta
gente… Espero que no le haya creído su cuento. Ella solo lo utiliza
porque he comprobado que despierta la curiosidad. Los monstruos son
sagrados. ¿Sabe? La gente los necesita. Todos quieren un poco de
destrucción y misterio y muerte. Mister
Hyde fumaba
como si posara para una película de suspenso. De vez en cuando se hacía
masajes en la nuca con una de sus manos afeminadas. —¿Le
gusta mi casa? –me preguntó–. Perteneció a una familia distinguida
de políticos josefinos. Mi padre no ha variado casi nada de su moblaje,
aunque hemos debido traer los emblemas propios de nuestra patria. Aquellos
fusiles, por ejemplo, fueron usados por los combatientes de Simón Bolívar.
y no me pregunte cómo llegaron a nosotros. ¿Le
decía que esta es una de las mejores residencias de la capital? Cuando
hacen fiestas, los invitados recorren los salones, como si fueran las
galerías de un museo. Este país no es malo. No me disgusta. Podría
seguir viviendo aquí. Aunque Europa es requerida constantemente por mi
temperamento. Después de tres meses me asfixian las calles, el
ambientillo nacional… y me voy a aturdirme a las grandes ciudades. Sí,
eso he dicho, a aturdirme. Mi alma es un caos. ¿Qué le vamos a hacer? —Tenga
usted cuidado con lo que me haga esta noche –le reclamé forzando cada
uno de mis músculos, sintiendo las punzadas del miedo en mis pies–,
porque iré directo a la policía. —¡Y
dale con la policía! –tosió el hombre, evidentemente contrariado–.
Es pura crápula. En la ciudad hay muchos rostros, vericuetos,
precipicios. No creo que pueda narrar a nadie lo que le ocurra en esta
habitación. —¿Por
qué está tan seguro? –le supliqué, tratando de que las gotas de sudor
no me empañaran la imagen de Mister
Hyde. —Usted
en el fondo quiere algo horrible –respondió frío. —Reflexione…
Yo no puedo desear algo así –insistí, abriendo más los ojos. —¿Quién
sabe? –murmuró poniéndole musiquita a sus palabras. —¡Reflexione!
–grité. —Es
lo que he estado haciendo aquí mientras usted despertaba. Reflexionar
–me dijo elevando su mano blanquísima y apuntándome con uno de sus
dedos largos–. Reflexionar. Sí. Porque hoy no tengo ánimo. Quizá
usted tenga la culpa. Los otros que vienen a mi casa son estúpidos,
animales lujuriosos enredados en sus propias redes, cerdos embobados con
lugares comunes; pero usted, señor, usted me ha impresionado, sí, me ha
llegado hasta donde casi nadie llega. Sí, sí, sí. Todo ese asunto del
suicidio, todos esos consejos o paradojas. Creo que yo no podría hacerle
daño. Ni por toda la delicia que me produjera. Mister
Hyde no es tan terrible. Y a veces perdona. —¿Y
cómo sabe usted lo del suicidio? ¿Le ha dicho todo Lucrecia, supongo?
–le pregunté arrepentido de haber seguido a la traidora. —Usted
lo ha dicho –dijo con reposo–. Pero ahora a ella le toca jugar con
usted. La dejaremos que lo haga, ¿no es cierto? ¡Se lo tiene ganado! —¿Jugar?
–pregunté aturdido por la fuerza de mi propio pulso en las sienes. —Sí,
sí –confirmó levantándose del sofá–, y debería estar agradecido.
Resulta que hoy usted no solo se ha salvado de usted mismo, sino también
de Mister Hyde, pero no de
Lucrecia. Espero que la goce. De
inmediato, Juan se inclinó detrás del sofá y levantó una bolsa. Tomándola
por las puntas de abajo, hizo salir un fardo de prendas femeninas,
pulseras, aretes, pelucas. No pasaron cinco segundos antes que reconociera
la ropa de la joven. —¿Y
Lucrecia? –ordené resoplando mientras la buscaba en los rincones de la
amplia sala. —Ya
viene, ya viene –me alardeó–. La impaciencia no es amiga del placer. Una vez que Mister Hyde vació todo el contenido de la bolsa, se empezó a desnudar con delicadeza. Su cuerpo blanco y delgado me repugnó. Sin pensarlo mucho, y sonriéndome con una malicia que me hizo buscar pistas dentro de mí mismo, pistas que me golpeaban la mente como una andanada de vergüenza y reproche, Mister Hyde tornó el vestuario que sus manos recogían de la perfectísima alfombra atigrada, mientras tarareaba los estribillos de un deprimente tango y se ceñía las prendas, una por una. |
Cuento de Guillermo Fernández
Ver, además:
Guillermo Fernández en Letras Uruguay
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