Camino de estelas Para Eliécer Chavarría
A medida que pasaron los años, sin embargo, se fue haciendo indiferente al reclamo de las tierras exóticas. Se vio a sí mismo inmerso en la extraña y embarazosa situación común a todos los marinos:
no pertenecía, en última instancia, ni a la tierra ni al mar. |
Recomendado
por un amigo, acepté un trabajo de mecanógrafo en el periódico Excélsior. No
había olvidado que el 26 de diciembre de 1972, fecha de mi cumpleaños,
había salido del puerto de Golfito –luego de recibir un cable de Miami
firmado por el señor Onorati, General Manager de la Wesfruco–, con
destino a Puerto Barrios, Guatemala, donde me embarcaría en el Lord
Frontenac, construido, como todos los barcos de la compañía, en Francia.
La flotilla constaba de 10 barcos y casi todos eran lores: Lord Niágara,
Lord Deepe, Lord Frontenac... Eventos
como este se mantuvieron nítidos en mis primeros días como funcionario
del periódico. Mis compañeros de trabajo me ayudaban a guardar una
memoria de mis travesías por mar, debido a que constantemente me
preguntaban sobre ellas. Me gustó contarles anécdotas, a la hora del café
o en los interludios de los almuerzos: Fue
una gran sorpresa –les decía– que el mismo día del primer embarque
no hubiera radiotelegrafista en el Lord Frontenac, pues el anterior a mí
se había peleado con el capitán Rioja, no habiéndome esperado para
explicarme los ajustes de los transmisores, receptores y muchos aparatos más.
Yo mismo traté de conocer el manejo de estos y, después de tres horas,
ya estaba recibiendo el primer reporte del tiempo. La
mayoría de la gente mira la televisión y acepta más el maquillaje que
la experiencia verdadera –les aseguraba–. En el rostro de los náufragos
hay una transfiguración que solo puede verse en el momento del rescate.
Cuando nuestra nave salvó a tres marinos, únicos sobrevivientes de un
barco que transportaba hierro, habían pasado tres días asidos a una
balsa, con todo en su contra. Había uno de ellos que tenía una pierna
herida. No solo era el hambre, la sed y el sol lo que los venía matando,
sino el hecho de que los tiburones andaban cerca. La huella de todas las
adversidades estaba impresa en sus rostros. A pesar del naufragio, la
destrucción y las necesidades insoportables inspiraban el respeto de
quienes han traspasado el nivel... El
hecho de contar mis experiencias en los barcos mercantes me producía, al
principio, el sentimiento de ser diferente. Consideraba limitados a mis prójimos
porque jamás habían navegado en barcos en los que yo había sido
tripulante. Era una consideración que, con el transcurso de los meses, me
tuve a mí mismo porque mi trabajo en Excélsior
se volvía monocorde. Mis dedos eran hábiles con las viejas máquinas composser
y desarrollé una velocidad digna de verse. Esta
labor podía ser buena para sobrevivir; pero nunca se ajustó a mi
temperamento. No tenía previsto que mi nueva ocupación, las constantes
demandas de mi señora y la formación del hábito, cada día más
enraizado en mi rutina, de ver levantarse a mis hijas, acariciarlas,
llevarlas a jugar los domingos, estar cerca cuando lloraban, irían alejándome
de la idea del mar. Sin
embargo, uno puede apartar una inclinación por una larga temporada. Lo más
probable es que, cualquier día, nos den ganas de llorar sin razón o de
ponernos iracundos con quien nos hace una pregunta inocua. Entonces
ocurrió lo predecible. Mis compañeros de trabajo dejaron de escrutarme
sobre mis peripecias en altamar. Me transformé en un obrero como todos.
Mi mujer guardó mis fotos de oficial en álbumes sellados: —¿Dónde
están las fotos? Vladimir quiere verlas... –le pregunté a mi esposa
una noche que invité a un compañero nuevo a mi casa. Ella
me respondió, apenas asomándose por el vano de la puerta: —Están
en el álbum verde, pero tiene llave. Creo que vos la perdiste. El
mundo en sí quería borrar todas las pistas de cuando era oficial y me
extraviaba toda relación con mis días oceánicos. Empecé a sentirme
realmente denso. Engordé mucho en esos días porque me puse demasiado
ansioso. Cierto
día mi primo Vicente me detuvo en una calle y me preguntó cuál había
sido mi mejor experiencia como marino. La pregunta me obligó a recordar
minucias de mis travesías. Fue cuando se me vinieron de golpe, como un árbol
iluminado, la visión de muchas ciudades y gentes. “Sí,
sí –le respondí–. Una Navidad, en Nueva Orleans, fuimos invitados a
pasar en las casas de una misión de marinos. Se nos dio una acogida
maravillosa. Hubo licor, baile y una cena espléndida. Al día siguiente
nos llevaron a conocer unas playas. Esta es una magnífica costumbre que
existe en Estados Unidos y en Europa, y me afirmó la noción de que hay
amigos para los viajeros en todo el universo. Es difícil explicar que
gente extraña te acoja en su hogar y que te sirva de su propia mesa. Lo
mismo ocurre cuando viajás con hombres de distintas nacionalidades y tenés
que aprender algo de ellos para comunicarte. Un poco de griego, de inglés,
de alemán, de ruso. Al principio se deben decir las peores palabras de
todos los idiomas para que te tomen respeto. Esas son las primeras
palabras, también, que aprenden los niños y que, entre marinos, es
necesario conocer para que te traten como en familia.” La
respuesta que di la hice desde el corazón. Solo después de unas horas,
mientras hacía reparaciones en el techo de mi casa, me reproché a mí
mismo haber dado una respuesta a Vicente, que tal vez no era la real. “No
se puede hacer una discriminación –le debí haber explicado–, al
menos no por ahora.” Y
hubiera sido mejor dicha otra respuesta porque la Navidad en Nueva Orleans
solo fue uno de tantos encuentros dignos de ser recordados. Angustiado
por el trabajo mecánico de Excélsior
y los recuerdos de horizontes y ciudades que ocasionó la pregunta de
Vicente, quizás atraje que la compañía naviera donde trabajé me
llamara de nuevo; al no aceptar, porque también estaba a gusto con mi
mujer y mis hijas, me ofrecieron honorarios más altos. Posiblemente el
motivo económico me relanzó a la navegación. Era un hecho que la
familia me haría falta. Analicé que el aumento en el salario era una
excusa entendible a medias por mi esposa: en verdad, quería ejercer como
oficial radiotelegrafista y, ahora, en el Lord Niágara. Como
mi esposa tenía tres meses de embarazo acepté el puesto por un año.
Volvía cada mes a Puerto Limón. Estando de vacaciones fui llamado por la
compañía suiza Swiss Outremer, a la que envié mi currículum siendo
oficial de la Wesfruco, pues pagaban más. Un radiotelegrafista suizo del
barco Cabalino me había hecho la conexión. Ingresé, para empezar, haciéndole
las vacaciones al radiotelegrafista del barco Favorita, un barco bananero
que más bien parecía un crucero. Una nave modernísima. Gracias
a esta prueba, me contrataron para el barco Cassarate, donde fui testigo
de la disciplina alemana. Cuando el capitán Ladewig quería jugar conmigo
master mind, me gritaba con su
vozarrón: Funker, Funker.
Mientras jugábamos bebíamos cervezas como Becks
o Kool. El
asunto de la disciplina tenía sus fisuras. La tripulación se ordena para
navegar y cumplir con las misiones, pero el mar produce efectos en los
hombres contrarios a los de una rígida conducta. Quizás
lo que me gustaba de los barcos era eso: reírme de la jerarquía una vez
que se llegaba a los puertos. Confabularme con mis amigos. Bañarme con
las auras de los meridianos. Experimentar en el rostro la influencia de
una mañana desde el suelo de nuevas geografías, urbes, aguas. Si
en el mar convergen los grandes ríos como el Amazonas, el Nilo, el
Orinoco, el Mississippi, en los puertos suelen confluir todas las etnias.
Allí la sangre de todo el mundo se da la mano, o, por lo menos, se mezcla
ardorosamente. En los puertos del mundo no hay un etnia en particular sino
un solo cuerpo de músicas, historias, risas, peleas, neblinas, huracanes,
borracheras, naves, mercancías, dineros, hoteles, pitazos, escaparates,
tripulaciones, desnudos, vagos, tatuajes. Y cuando se llega a estos se
pierden las líneas de la corporeidad propia. No se es más que un tizón
agitado en la marejada ígnea que los incendia durante las noches y los
vuelve a edificar en el amanecer. Esta
era la emoción que había perdido y a la que deseaba volver una y otra
vez. Era, también, la emoción buscada por los demás marinos. El
comercio nos suplía de naves maravillosas, de 16 a 18 nudos de velocidad,
que nos llevaban en días tan solo a ciudades como Ciudad del Cabo y sus
zoológicos; East London y sus astilleros enormes; Hamburgo y su
estruendosa avenida de San Paulis; Liverpoll y sus autobuses de dos pisos. Quienes
recibían el importe de las jugosas ventas de banano no sabían que ellos
trabajaban para nosotros de alguna manera. Desde las agencias costeras nos
mandaban mensajes para que pudiéramos sortear las devastaciones de los
huracanes. No tenían la intención definida de dotarnos con rumbos
hermosos y claros bajo el sol para que nos solazáramos ni creo que en los
puertos internacionales se ocupasen de construir las guaridas del placer.
Claro que no. Nadie trabaja gratuitamente para el esparcimiento de los
otros. Pero podíamos pensarlo en algún momento. Podíamos pensar que las
populosas ciudades costeras, una vez embarcados, desaparecían con la
bruma. Ningún puerto era una realidad en sí misma, sino una aspiración,
un anhelo. Transcurridos
tres años de mi segundo embarque volví con mi esposa y mis hijos. Me
reincorporé al periódico Excélsior
y me fui especializando en la corrección de pruebas, labor que realicé
luego para otros periódicos. Esta vez la decisión fue rotunda. Los hijos
habían crecido. Ellos comienzan a enredarte con argumentos. Y tuve que
defenderme contra los cables que reiteraban sus invitaciones para que me
embarcara por tercera vez. Los colocaba sobre la mesa y solía mirarlos
como se mira un arma. Si me dejaba llevar por la invitación me convertía
en asesino del hombre que estaba tratando de construir. No
es extraño tocar tierra, para el que ha navegado, y sentirse impropio.
Sediento de algo que no es agua. Y andar con la sensación de estar siendo
reclamado por el horizonte. Por el confín. Es algo que se debe superar
con el tiempo. Estimé que el trabajo en el periódico me produciría
desgaste. Y no digo desgaste del cuerpo físico sino de aquel otro que se
había estado formando bajo mi piel, y que era el cuerpo del viaje, el
nostálgico viajero pertrechado en mí. Con
los años me hice maratonista de éxito. Gané trofeos. Entrenaba muy de
mañana para próximas competencias. De la embriaguez por las montañas de
aguas de sal, pasé a la borrachera por los campos de hierba y las
autopistas ardientes. Sudé hasta la última gota la amplitud del mar por
mí conocido. Mis pies habían desarrollado una cualidad imprevista
(aunque siempre fui gran jugador de futbol), porque deseaba pisar la
tierra, de modo tan insistente, como para no alejarme nunca más de su
orilla. Ningún
heraldo de mar tocó, entonces, a mi puerta. Los cables desaparecieron
como por un acto de magia. Y me convertí en un corrector quisquilloso de
esquelas para defunciones. Por mis ojos desfilaron los nombres de miles de
muertos. “Hoy
hay un muerto importante, Chava –me decía el coordinador de anuncios
para el departamento de filmación–. ¡Preparáte para la cosecha de
esquelas!” Y
en verdad, la cosecha de muertos es la única que no falla. Las esquelas
nunca faltan en las páginas de obituarios de los periódicos. Vi nombres
renombrados y otros apenas conocidos. Nombres que el río de la muerte envuelve en sus aguas y los devuelve al océano de lo
innombrable, donde nadie es Pedro ni María, donde nadie lleva ni siquiera
el recuerdo de lo que vivió porque todo se disipa como la cola del cometa
en los cielos. Siempre
guardé, aun así, muy en lo profundo, el ansia de reembarcarme. Cultivé
esa esperanza porque la juventud nos convence de que está demasiado a
gusto en nosotros. El día que se escabulle por una ventana, sabemos que
no hay vuelta atrás. En
1998, mientras hacía mi trabajo frente a mi computador apple,
apareció la siguiente esquela: Los
radiotelegrafistas del mundo y Eliécer
Chavarría lamentan el
fallecimiento de la clave
Morse Sus
funerales se efectuarán sobre
las aguas de los océanos. Después
habrá competencia de fragatas y
bebetoria gratuita para todos los dolientes. Se
trataba de una broma hecha por mis compañeros de trabajo. Y como ya sabía
la noticia de la descontinuación de la clave Morse, me reí con ellos de la astucia. No entenderían jamás, ¡oh
desgraciados!, que, aunque lejano, mantenía un anhelo. Y que la esquela
representaba el adiós de un oficio y su transformación en historia. La
desventurada noticia me instigó una nostalgia por varios días. Y recordé
la vez que mi primo Vicente me había detenido para preguntarme sobre cuál
había sido mi más hermosa experiencia en altamar. Reflexioné, también,
sobre mi respuesta y la insatisfacción que me produjo. Un
noche, necesitando ofrecerle otra versión a mi primo, lo llamé a su
casa, aunque tenía años de no verlo. El hombre se sorprendió
sobremanera cuando me oyó tratando de explicarme. —¿Respuesta
de qué, Chava? –me preguntó. —Hace
19 años me interpelaste sobre la mejor experiencia que había vivido en
altamar. —¿Ah,
sí? —Pues
te narré algo que no era cierto. Mirá, la noche navideña en Nueva
Orleans fue muy bella, pero no fue mejor que otras noches. —¿Entonces? —No
estaba preparado para decirte, en aquel momento, que el capitán español
Jorge Rioja, del barco Lord Frontenac, en uno de mis primeros viajes, hizo
algo muy extraño. A
principios de mi primer embarque, del puerto de Limón a Nueva York, después
que dejamos atrás Cabo Hatteras, y casi por ingresar a Wilmington,
Delaware, nos encontramos con una manada de ballenas, muchas con sus
ballenatos. Delante de ellas iban docenas de delfines. La tripulación se
mantuvo en la cubierta para observar la caravana. Como
al capitán Jorge Rioja le pareció muy hermoso, optó por seguirlas
durante tres horas. Un cielo límpido cubría el curso del Lord Frontenac
y de los cetáceos. El mar fluía como si estuviera risueño. El
chapoteo de las ballenas iba dejando una estela espumosa que el Lord
Frontenac rompía con su poderoso tajamar; pero en la coincidencia de las
estelas de los mamíferos y del barco, se produjo una estela mayor. ¿Cómo
pudimos haber permanecido tres horas contemplando a los enormes animales?
¿Qué le sucedió a la mente de Rioja
para no respetar su curso hacia Wilmington? ¿Por qué ningún
oficial trató de disuadirlo? Creo que fue imposible para nadie optar por
no ver el chapoteo de las ballenas. Se levantaban de las aguas y volvían
a caer en un juego que nos pareció divino. Para
algunos seres el jugar debe ser la cosa más seria. Y para las ballenas el
acto de incorporarse de las presiones marítimas, suspenderse en arco unos
segundos, no solo era una acción que se hacía con el gozo más absoluto
sino con la religiosidad más profunda. Cuando
llegamos a Wilmington nos esperaban los problemas. Sobre todo para el
capitán. El
arribo estaba programado para las cuatro de la tarde y el Lord Frontenac
desembarcó en el muelle a las siete de la noche. La demora causó una
gran pérdida para la compañía y, en el siguiente viaje, las autoridades
de esta nos esperaban en Charleston, Carolina del Sur, y el capitán Rioja
fue despedido. —Todo
eso está muy bien, Chava –me respondió mi primo–, ¿pero qué
hubiera pasado si hubieran seguido el camino de las estelas? A
la pregunta de Vicente no pude responder. Me quedé sin argumentos.
Tartamudeé tontamente en el auricular. Vinieron
días duros para mi salud. Los médicos me indicaron que me despidiera del
maratonismo. Las migrañas me atacaban de improviso frente al computador y
eso me hacía pasar errores dactilográficos que los jefes me reprochaban
con balances económicos. —Don
Chava, ¿cuánto lleva usted en el periódico? —17
años, sí, señor... —El
médico recomienda un mes de descanso. Y esperamos que se reponga. ¿Verdad,
don Chava? —Claro...
con mucho gusto... Los
días marinos se borraron de mis horizontes. Las travesías se
transformaron en aventuras que le pasaron a un lejano Eliécer Chavarría.
Como
hay preguntas cuya falta de respuesta nos puede ir matando con el tiempo,
la voz de Vicente, convertida en una voz que lo trascendía a él mismo,
era el timbre de un acreedor que martillaba mi cotidianidad. “Sí.
Chava. ¿Qué habría pasado si hubieran seguido el camino de las
estelas?” Me
hice descuidado en mis asuntos. Mientras se precipitaba un aguacero, un
vecino me indicó que abriera el paraguas pues lo llevaba en la mano y,
aun así, me mojaba. Torpezas de toda clase, como romper el cheque de pago
y quedarme con la colilla... Mis
evocaciones de la tripulación sobre la proa del Lord Frontenac me
pusieron sobre una cuerda de equilibrista. Las analizaba con el propósito
de hallar una solución. Maldecía en mi interior a mi primo por haberme
formulado una pregunta tan peligrosa. Hay cuestionamientos que no se deben
realizar a un hombre: “¿Existe Dios? ¿Para qué se sufre en el
mundo?” Sabía
que las autoridades que despidieron a Rioja en Charleston, Carolina del
Sur, jamás habrían de comprender que el capitán desvió el curso de la
nave con un propósito esencial. Negligente hubiera sido su desinterés.
Inhumano y estúpido hubiera sido cumplir con el horario, abandonando un
instante donde todas las puertas que nos separan entre los hombres, y
entre estos y los animales, estaban abiertas y nos unía un inmenso e
inocente himno de alegría. Pero la posibilidad de seguir en pos de la
manada de ballenas no tenía ningún sentido. ¿Hasta dónde podríamos
haber llegado? Un
extraño limbo se aposentó en mis actividades y todo parecía haberse
estancado. Yo
trataba de hacer mis asuntos: trabajar, comer, asistir a mi familia,
conducir mi moto por las carreteras; pero, en realidad, comprendía que la
pregunta de Vicente me había puesto de nuevo en mi tercer viaje y ahora
sobre la tierra sólida. En
ese nuevo viaje, el Frontenac se había detenido. Rioja no había dado la
orden de volver a puerto. Las ballenas seguían su curso delante de
nosotros. El cielo estaba despejado como el ojo de un niño. La brisa era
generosa. Hasta el barco tenía vida en su poderosa estructura. Rioja
portaba sus binoculares y no se decidía a cambiar de curso. Estaba
anonadado. Nos miraba con anhelo. Reía. Era un hombre libre y desnudo.
Sin embargo, ahora Rioja era yo. Y no había más que mi presencia sobre
la cubierta del barco. Aunque oía las voces de los marinos y rememoraba
sus rostros, cada uno de ellos era mi propia forma de sentir y gozar.
Inclusive el Frontenac era parte de mi propia sustancia. Antes
de consumirme con la indecisión, me dejé llevar por el impulso más
hondo. No luché más. Estaba cansado. Un
día escuché nítidamente la voz de mi primo dentro de mí: “Sí.
Chava. ¿Qué habría pasado si hubieran seguido el camino de las
estelas?” Como
lo había dado todo a ese impulso interno, me respondí: “Las
ballenas tenían un camino fijado, un camino libre, transparente. Los
hombres no tenemos vidas propias. Le damos el nombre de aventura a todo lo
que nos enerva. Necesitamos un gran estímulo para sentirnos
vivos. Potentes licores, desconcertantes luces, párpados
invitadores en una ribera soñada. Lo que sentimos ante las ballenas fue
la nostalgia del cuerpo impostergable de Dios y tal vez nos quisimos
fundir en su curso. No había necesidad de seguir buscando más afanes
para justificar el nuevo día. ”¿Qué habría pasado si hubiéramos seguido el camino de las estelas? es una pregunta que solo sirve para arrojar un poco de luz en el sendero donde los hombres nos vamos inclinando, como ramas de árboles viejos. Mantenerla viva en mi corazón debe bastarme. No creo que ha sido formulada para ser respondida. Se trataba solamente de una invitación.” |
Cuento de Guillermo Fernández
De Efecto invernadero, Editorial Costa Rica, 2001
Ver, además:
Guillermo Fernández en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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