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Una tarde en París
Jorge Fernández Díaz 
LA NACIÓN

García Márquez leía a sus ídolos literarios en pensiones de mala muerte, soñaba que alguna vez podría ser como aquellos monstruos de la narración y luego, cuando se los encontraba en la calle, por culpa de un emocionado pudor paralizante, los dejaba pasar de largo. Le sucedió una vez con Ernest Hemingway: había leído El viejo y el mar en la revista Life y una lluviosa primavera de 1957 lo detectó en el boulevard Saint Michel, en París, camino al jardín de Luxemburgo. Todo lo que Gabo pudo hacer fue gritarle "Maestro", con el gesto de un simple fan. Hemingway se dio vuelta y le gritó en un castellano precario: "Adiós, amigo".

Algo parecido le ocurrió un año antes con quien después se convertiría en uno de sus grandes compañeros del boom latinoamericano: Julio Cortázar. Cuenta el autor de Crónica de una muerte anunciada que había leído Bestiario en un hotel de Lance de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre jugadores de béisbol mal pagos y prostitutas: "Desde la primera página me di cuenta de que aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande".

En el otoño de 1956 García Márquez recibió la noticia de que Cortázar paraba en un café de París llamado Old Navy, sobre el boulevard Saint Germain. El colombiano, que era por entonces un joven periodista, asistió durante muchas tardes a ese bar con la esperanza de encontrarse con el argentino. Hasta que un día el sueño se hizo realidad. "Era el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio del corazón". La descripción del Premio Nobel es magistral, como siempre lo fueron sus crónicas noveladas y reportajes.

Esa tarde, el tímido García Márquez se la pasó acechando a su ídolo, sin conseguir juntar el coraje suficiente para abordarlo. Lo vio escribir más de una hora sin parar, tomando sorbitos de un vaso de agua, y cuando comenzó a oscurecer, lo vio también guardar la pluma y salir del café con el cuaderno escolar bajo el brazo.

Cortázar escribía literatura en esos cuadernos, pero se munía de delgado papel de carta para enviarles misivas a los Jonquières, la familia de un viejo amigo que había conocido en la escuela argentina Mariano Acosta. Les escribió intensamente entre 1951 y 1957 narrándoles la vida cotidiana y la primera impresión que le causaba Francia, sus vagabundeos por la ciudad, su visita a los museos, sus experiencias con la música. También sobre su libro acerca de Keats y sobre los secretos de su célebre Historias de cronopios y famas . Las cartas siguieron, aunque más espaciadas, hasta 1983 y ahora son recogidas en un volumen de Alfaguara que anticipamos en forma exclusiva.

Ese libro muestra una nueva imagen de ese Cortázar que estaba construyéndose intelectualmente en Europa, adonde se había autoexiliado. Esa formación llegó a ser frondosa y García Márquez lo consideraba un verdadero erudito en varios temas. A Gabo le impresionaba también su elocuencia y su memoria en privado, y a la vez, la fascinación que ejercía de manera casi sobrenatural en público. "En ambos casos fue -escribió García Márquez en su necrológica- el ser humano más importante que he tenido la suerte de conocer."

Jorge Fernández Díaz 
jdiaz@lanacion.com.ar
© LA NACIÓN

19 de junio 2010
Autorizado por el autor

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