Un tren, un domingo, una noche, un muerto |
Era domingo por la noche y veníamos en tren como quien vuelve de una fantasía. El fin de semana se había acabado y la siniestra sombra del lunes ya nos carcomía la punta de los zapatos. Algunos dormían, otros escuchaban la radio o el iPod. Unos leían un diario viejo, una revista sobada o el libro de moda. La mayoría escrutaba la oscuridad o miraba las caras de los demás, rebotando de ojos a zapatos, en esa suerte de limbo voyeurista y traqueteado en el que vamos hacia alguna parte pensando en cualquier cosa. A la altura de un paso a nivel el tren se detuvo en seco. Me di vuelta y vi gente corriendo en la calle. Un hombre se tomaba la cabeza. Y un policía se agachaba para ver algo entre los rieles; luego se alzaba con la cara lívida y respirando con dificultad. Varios vecinos y curiosos aparecían y hacían mímicas de espanto, pero a todos los escuchábamos como en sordina, atrapados como estábamos detrás de los vidrios. De pronto giré la vista y noté que un largo reguero de sangre salía por debajo de nuestro vagón, atravesaba el cemento y llegaba hasta la vereda. Parecía una escena de una película de Brian De Palma. Yo tenía el corazón arrugado y respiraba con dificultad. Pero la mayoría resoplaba por el atraso a que se vería sometido. Una chica le dijo a su novio: "Vení, parece que un gil se tiró a la vía". Una señora miraba el reloj y maldecía a las autoridades ferroviarias y a los bomberos, que no llegaban. Todos queríamos bajarnos y echar a correr, entrar de una vez por todas en el lunes y dejar atrás ese horror tan embarazoso. Qué nos importaba la vida de ese desgraciado. Era nadie antes de que sucediera, y ahora era menos que nadie: era una masa sanguinolenta y anónima fragmentada en mil partes. Mueren muchas personas por minuto en el mundo. ¿Por qué esta persona sería más importante que las otras? No la conocíamos, no sabíamos qué le pasaba y por qué había cometido aquel error o aquella locura. ¿Qué tenía que ver con nosotros este personaje? Vayámonos a casa. Abran las puertas, por favor. Vamos caminando hasta Cabildo y luego a tomar un colectivo o un taxi. Pero vámonos ya mismo, que me sofoco. Abran, por favor. Qué extraño sentimiento se produce cuando la muerte ajena nos roza sin tocarnos. Cómo apuramos el paso para dejar atrás un destino que pudo haber sido el nuestro. Al final se abrieron las puertas y bajamos de un salto, uno tras otro. Un veterano se restregaba una y otra vez las suelas impecables de sus zapatos en unos pastizales inmundos, como si la sangre se le hubiera quedado pegada. A Norte y a Sur, nos fuimos disolviendo todos en la noche de ese domingo. Al ratito nomás no quedaba ninguno y no había pasado nada. |
Jorge
Fernández Díaz
jdiaz@lanacion.com.ar
© LA NACIÓN
12 de agosto 2010
Autorizado por el autor
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