Historias
con nombre y apellido |
Una vez a Laura le colocaron un chaleco químico. Un cóctel de medicamentos a prueba de adicciones. Algo así como dormir y estar despierto. Encorsetada y aturdida, Laura no sentía alegría ni tristeza, aunque se daba cuenta de todo, como en aquella película de terror donde un hombre yacía muerto, pero consciente, a merced de los médicos y sepultureros que lo preparaban para el funeral. El hombre intentaba mover un dedo y no lo conseguía, y avisaba a los gritos que estaba vivo, pero sus ojos no se abrían y sus labios permanecían sellados. Laura Lampreabe probó el chaleco químico después de haber consumido durante años el alcohol y las anfetaminas, el vino y el clonazepan. En esos trances, amurada y por dentro, Laura se preguntaba cómo había contraído una adicción tan violenta y destructiva. Parece difícil, pero en realidad es muy sencillo que el dolor existencial te lleve a la anestesia del alcohol o de las drogas legales. Es un camino corto, sensual e imperceptible, y aunque no lo parece, le puede pasar a cualquiera. Sos cada vez más vulnerable y dependiente, y un día estás proponiéndote seriamente que sólo tomarás los viernes y los sábados, y encarás la semana creyendo que cumplirás con vos mismo y, a la vez, contando las horas para que ese momento deseado llegue lo antes posible. Pero te duele el alma y el cuerpo te pide que anticipes el recreo: abrís entonces una botella, calmás la sed, tomás unas pastillas y adormecés de nuevo esa maldita amargura de vivir mientras todo se va al diablo. En los años 70, mucho antes de aquel drama, Laura era una rubia de ojos azules que quitaba el aliento. Tenía dos abuelas irlandesas y su familia era propietaria en Trenque Lauquen de una chacra donde criaban caballos. Luego vivieron en Suipacha y en Mercedes, y Laura se mudó de muy joven a la Capital para estudiar derecho y sociología. Los valores familiares eran el intelecto y la honestidad. Pronto Laura se vio arrastrada por el fervor de la participación y el recurrente sueño de la patria socialista: militó en la JP, conoció al padre Mujica y marchó a Ezeiza junto con Marilina Ross y Pino Solanas, y tantos otros artistas comprometidos de la época, a recibir a Juan Domingo Perón: se tiró al piso cuando empezaron los balazos. Su biografía de aquellos años turbulentos está llena de manifestaciones, noticias sangrientas, ideales extremos y amores y pasión. La chica de los ojos azules quedó embarazada, dio a luz a un niño y estaba en la Plaza de Mayo cuando el General los llamó "imberbes". Ese día corrió como tantos compañeros de ruta y se refugió en un bar del centro. Nunca participó en organizaciones armadas, pero supo que debía levantar campamento y emigrar porque se avecinaba la peor de las tempestades. Por aquellos tiempos la muerte súbita borró a su hijito de la faz de la tierra. La muerte de un hijo es una de las mayores tragedias que puede sufrir un ser humano. Pero la muerte súbita, en particular, coloca a los padres frente a un inconmensurable sentimiento de culpa. Laura llevó siempre consigo esa herida que no tiene cura ni remedio. Viajó mucho, tuvo más hijos y nuevas parejas, vivió su autoexilio en Europa, vendió ropa, se conectó con el arte y con cierto hippismo espiritualista, y aunque ya tomaba alcohol no pasaba de ser una bebedora social. Al regresar las cosas empeoraron. La Argentina estaba llena de fantasmas y de amigos muertos, los nuevos jóvenes parecían individualistas y pasteurizados, y entre tantos hombres que la rondaban eligió a uno propenso a la violencia doméstica. "Elegí una persona enferma porque yo estaba enferma", me dice, y no hay una pizca de autoindulgencia en ella. Estamos en una sala vacía y helada de la fundación Casa del Sur, donde Laura Lampreabe trabaja ahora como "operadora", cuidando y tratando de sacar del pozo a adolescentes que provienen de las villas y del paco. Es una mujer estudiosa y efusiva, y a cada rato se arrepiente de narrar sus dolientes intimidades. Pero al segundo comprende que su testimonio puede ayudar a mucha gente y vuelve valientemente al ruedo. Cuenta a borbotones su caída. Aclara que nada fue de golpe, que todo fue progresivo. Primero vinieron la confusión y los deseos de no pensar. El vino, que aplaca las penas y luego las ahonda. Anfetaminas para adelgazar. Clonazepan para dormir. Nadie elige ser adicto, como nadie elige ser diabético o hipertenso. Pero Laura, como muchos otros alcohólicos, negaba su enfermedad y el vino iba teniendo el control absoluto de su vida. Se había transformado paulatinamente en una obsesión que organizaba los días y las noches. Un tirano vergonzante e invisible que le manejaba la voluntad. La chica de los ojos azules caía en frecuentes intoxicaciones. Y en paranoias y alucinaciones sensoriales. Sentía que máquinas inconcebibles la pinchaban, que cuando se duchaba misteriosas picanas le recorrían el cuerpo y que la perseguían siniestras organizaciones paraestatales. Recelaba de todos, pensaba que la vigilaban, anotaba la chapa de autos sospechosos y bebía. Hubo muchas etapas y recuerdos turbios. Llegó a caminar por Libertador varias cuadras con el tránsito de frente. Imagino a los automovilistas pegando frenazos y tocando bocina, o eludiendo por centímetros a ese espectro que andaba sin rumbo fijo buscando la muerte. También las firmes decisiones fallidas: "no tomo más" y, al rato, tomo un poquito, y, en seguida, al mismo pantano de siempre. Un peligroso pantano de silencio y humillaciones. Laura fue a Alcohólicos Anónimos y aprendió a pensar su problema en voz alta. Adicto significa "el que se quedó sin palabras". La adicción es la punta del iceberg: hay que sumergirse hondo para reparar el daño. Si no se repara, si la base no se modifica, todo seguirá igual en la superficie. Laura anduvo todavía a los tumbos, sin lograr dominarse ni cambiar sus conductas, arruinando con pequeñas tentaciones honestos períodos de sobriedad. "Tengo que salir, es la última vez." Y por la tarde tomo un poquito y por la noche estoy en la misma estación de la que partí. Y esa estación está en llamas y el fuego me come vivo. Nadie puede controlar ese círculo vicioso, esa espiral descendente. Laura recurrió a todo. Incluso al chaleco químico, que en realidad no soluciona el conflicto de fondo porque no permite mover las tuercas flojas y rearmar lúcidamente la carcasa psicológica formada por los genes, la infancia, la violencia doméstica o pública, los grandes dolores puntuales como aquella muerte súbita, la precariedad afectiva y percances que uno se procura o que se empeña en tejernos el caprichoso destino. Finalmente, consiguió salir a flote gracias a que su familia intervino y logró ponerla bajo custodia de un juzgado. El adicto no puede tomar esa decisión solo. Porque no está solo sino mal acompañado. Lo sigue a todo sitio, como su sombra fiel pero nefasta, su propia adicción, que habla por él. La chica de los ojos azules aguantó el encierro. Estuvo temblando tres meses. Temblando. De noche lloraba y pedía morirse. Y cuando pasaron los primeros ataques, buscó recuperar su cabeza. Ella, que últimamente era incapaz de hacerse la cama, comenzó a ejercitar su mente repasando las tablas de multiplicar; regresó a las lecturas, fue recuperando su autoestima y se sometió a conciencia a todas las fases del tratamiento. Su familia, en un solo bloque, como una verdadera institución, la contuvo. Y gracias a un terapeuta especializado en familia pudo romper, con sus hijos, aquellos silencios y malentendidos que los habían distanciado. Se descargaron juntos en esas sesiones, y hablaron, que es el único modo de cauterizar las llagas del corazón. Y así fue como Laura pasó de ser una muerta en vida a ser una persona limpia y con ganas de trabajar. Estudió los métodos de las comunidades terapéuticas, los secretos del programa y de su autofinanciación, se metió en la administración, leyó sobre los medicamentos específicos y abrazó el apostolado de acompañar a los que sufren hoy lo que ella sufrió antes.
* * *
Ahora trabaja en Casa del Sur, una impresionante asociación civil sin fines de lucro que dirige el psicólogo José Rshaid, uno de los mejores especialistas en adicciones del país. "Y Laura es muy útil como operadora -me cuenta-. Está en la trinchera, ayudando a los chicos del paco. Los «operadores» son más escuchados por los adictos que nosotros. Es que son «del palo», pueden entenderlos mejor y resultan un espejo donde los chicos miran con esperanzas su futuro." Casa del Sur es la más grande comunidad terapéutica del país. Tiene 12 casas para adictos en recuperación, un departamento de salud mental, un instituto de capacitación docente y un centro cultural. Opera sobre pacientes judicializados: todo menor detenido por delitos graves es enviado por la Justicia a esas casas. Cuando el sistema no sabe qué hacer ante un caso de adicción al paco seguido de violencia, piensa en Rshaid y su equipo de cincuenta profesionales, que reciben al pibe intoxicado de pasta base que nadie más quiere, y emprenden laboriosamente el intento de salvarlo. "Hace veinte años era un privilegio para cualquiera de nosotros poder entrar en el Programa Andrés -recuerda José-. Nos peleábamos por estar. Pero a partir del fenómeno del paco los profesionales dedicados a la adicción no damos abasto." Tienen hoy 500 chicos en tratamiento y un atraso de seis meses en el cobro de los subsidios correspondientes. Hacen malabarismos para que a los chicos no les falte nada; profesionales, auxiliares y operadores dejan sus magros sueldos para lo último y sostienen el funcionamiento de las casas a pulmón y por prepotencia de trabajo. Cuando le roban a un gerente o a un ejecutivo en la esquina suelen acordarse de la necesidad de combatir el paco y recuperar a los adictos que asaltan para consumir. Pero luego las empresas privadas miran para otro lado y, salvo excepciones, no se sienten comprometidas a aportar económicamente en estas instituciones vitales. El Estado, últimamente tan presente en tantas áreas de la economía, tiene floja intervención en esta decisiva batalla. Y algunos de sus funcionarios amenazan incluso con impulsar una ley supuestamente progresista según la cual habría que darles libertad de tratamiento a los menores adictos, una idea reaccionaria que desnuda total ignorancia en la materia: los adictos no pueden decidir eso, porque habitualmente el paco decide por ellos. Muchos jueces que envían allí a los detenidos se sienten admirados y agradecidos por el trabajo de Casa del Sur y por los progresos rápidos de esos chicos, que hasta ayer nomás podían ser feroces delincuentes y que reaparecen convertidos en seres humanos lógicos y amables. Cuando esos adictos llegan, Rshaid los coloca en terapia intensiva psicológica. En un régimen de casa cerrada, que no es una cárcel, pero que tiene algunas medidas de seguridad. Los chicos no suelen escaparse del lugar donde, de repente, les dan calor y comida, y donde encuentran cariño y comprensión. El afecto y la contención humana curan las adicciones. En muchas ocasiones, no se trata más que de eso: estos menores vienen de la hostilidad de una existencia donde no conocen más que el odio y el áspero desprecio a la vida. Y el afecto es un shock que los transforma en otros. Igualmente, el primer mes es muy difícil: el paco produce un grado de destrucción mayor que cualquier droga tradicional. Un adicto que ha consumido pasta base durante doce meses tiene a veces similar grado de deterioro que alguien que lleva 15 años aspirando cocaína. Antes del paco los adictos provenían de clases medias y altas. Hoy surgen mayoritariamente de los sectores más humildes y marginales. Laura, que está en la lucha cuerpo a cuerpo, sabe que la internación puede durar de ocho meses a un año, pero que lo más difícil es crearles luego las circunstancias para que no regresen a la misma retaguardia hambreada y violenta, con parientes abusadores y anomia, al mismo barrio donde pululan los mismos grupos enfermos sin la cultura del trabajo y la superación. Los chicos pueden dejar atrás la adicción, pero también pueden recaer con facilidad si no logran adoptar hábitos nuevos. "Acá se han rehabilitado muchos, pero el problema es cómo reinsertarlos -dice Laura, con desesperación-. Algunos son hijos de los planes sociales. ¿Cómo rescatarlos de la pasividad y darles una chance en la sociedad del trabajo? El conurbano está plagado de estos chicos sin ganas ni lugar ni destino." La chica de los ojos azules es hoy una veterana aguerrida. Estuvo cuatro años en la comunidad de mujeres, en San Martín, y trató con adolescentes que llegaban semidesnudas, desnutridas o anoréxicas, a veces en un estado primitivo: no tenían noción de lo que era un baño y hacían sus necesidades en cualquier lugar. Algunas lograron apartarse de la adicción y encaminarse. Trabajan de peluqueras o se las rebuscan en comercios, y le escriben mensajes de texto contándole sus vidas y enviándole besos agradecidos. A todas Laura les explica una verdad glacial: hay que sufrir para dejar de sufrir. Laura Lampreabe hizo cursos y se acercó al taoísmo como forma de autoconocimiento y búsqueda de la armonía. Sigue pensando que el sistema capitalista trajo muchas calamidades, porque está basado en producir, consumir y descartar. Pero ya no cree en grandes revoluciones. Piensa, más bien, que se debe salvar de a uno en uno. "Si yo cambio, alguien más va a cambiar -me dice, con filosofía-. Yo soy la primera pieza, y sé que habrá un efecto dominó." Siente, de todos modos, que está haciendo trabajo de base, como en los 70, y que abraza otro tipo de militancia. Tiene mayor tolerancia al fracaso, aprendió a saber esperar y está convencida de que con el dolor se crece. Vamos hasta la puerta y le digo irónicamente que la antigua pecadora se ha vuelto una heroína social. Se agarra la cabeza y lo niega con énfasis. No quiere protagonismo ni halagos. Sólo quiere que su historia le sirva a alguien, si es posible. Accedió a esta charla porque Rshaid la señaló entre varias operadoras ejemplares de Casa del Sur. También es una ecologista convencida y se encarga ahora de una granja abierta en la comunidad de hombres. Se exige todos los días fuerzas e ideas para sacar a los adolescentes que atiende de la indolencia absoluta en la que están metidos. Sabe que si no salen de esa abulia, de ese aplastamiento exasperante, la droga los estará esperando en la calle con sus dientes afilados. Ayer cumplió 58 años y el mejor regalo lo recibió de dos adictos en recuperación. Al llegar a la huerta, Laura vio que punteaban la tierra y que lo hacían por iniciativa propia. Vio en ese instante que toda su odisea tenía un sentido. Que esos chicos del paco estaban sembrando su redención. El personajeLAURA
LAMPREABE y JOSE RSHAID
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Jorge
Fernández Díaz
Director de adn CULTURA
jdiaz@lanacion.com.ar
http://adncultura.lanacion.com.ar/
25
de julio 2009
Autorizado por el autor
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