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Historias
con nombre y apellido |
La mujer está casi ciega, tiene 102 años y aún recuerda la línea verde en los dientes de aquel chico de 14 que murió, literalmente, de amor por ella. Era un vecino de enfrente que estudiaba en el Liceo Naval, quería ser marino y tenía una pistola. El muchacho había nacido en La Pampa, en algún lugar donde el agua manchaba, y tenía una sonrisa decepcionante con esa maldita línea que, a la mujercita, tanto le repelía. El marinerito la requería en amores, pero ella le escapaba al convite. Entonces, un día, el muchacho se pegó un tiro. Todos quedaron espantados en el barrio y algún tiempo después el hermano mayor de aquel malogrado cadete llamó a la chica de enfrente y le hizo una extraña pregunta: "¿Pero por qué no lo querías?" A lo que la chica respondió llorando: "Porque tenía la línea verde en los dientes". Y no paraba de llorar y de decirle a todo el mundo: "Si él me hubiera dicho que se mataba, yo lo habría querido. Lo juro. Lo habría querido". Esther Menassé podía haber quedado signada por aquel amor contrariado, por aquella tragedia adolescente y barrial. Pero resulta que aquella niña siguió adelante. Se convirtió en mujer, conoció el amor verdadero, militó en política y fue presa, sobrevivió a grandes dolores y cruzó el océano de los tiempos para estacionarse en este jardín geriátrico, donde estamos sentados alrededor de una mesa de cemento que tiene tallado un vano y percudido tablero de ajedrez. Esta mujer fue una de las primeras doctoras en Química del país, pero no tiene una historia heroica. Su periplo a través de las décadas es apenas la constatación de cómo cambian los hombres y los tiempos, y cómo algunas personas son capaces de la longevidad por el simple procedimiento de "dejarse vivir por la vida", como afirma ella con una calma paranormal. |
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Para una lectora voraz y consecuente como Esther Menassé, no poder leer es un castigo cruel y paradójico Foto: LA NACIÓN / Gustavo Cherro |
Su padre nació en Turquía. Pertenecía a esa comunidad de hebreos sefardíes que habían sido expulsados de España en 1492 y que hablaban el ladino, una lengua judeoespañola. Pero estudió en París e íntimamente se sentía francés. Era un lector infatigable y ese vicio tocó luego a su mujer y descendió más tarde sobre sus hijos. Menassé, sin embargo, no logró quedarse en Francia. Aceptó una invitación para venir a enseñar como maestro a los inmigrantes de la colectividad que querían establecerse en la provincia de Entre Ríos. Allí no pudo evitar tampoco el cliché literario: se enamoró de una alumna. "Mis padres nunca fueron novios, ni marido y mujer ?me dice Esther con la mirada perdida?. Mis padres toda la vida fueron amantes." El maestro trabajó como tenedor de libros y traductor, se casó con la alumna y viajaron juntos a Turquía para ver si podían vivir en esa exótica tierra de misterios. Pero la madre de Esther fue contundente: no había en Turquía tantas estrellas como en Entre Ríos. El cielo estaba en la Argentina. Esther nació el 11 de mayo de 1907, cuando ya se habían instalado en la zona del Abasto, y creció atestiguando la pasión de sus padres. Esa pasión amorosa era una energía resistente y enceguecedora. Tan notable que no se opacaba por la rutina ni por los quehaceres de la familia ni por el agobio del trabajo. Ese hombre y esa mujer se hablaban en francés, se acariciaban y contemplaban, y lograban vivir su amor en estado de romance perpetuo dentro de una burbuja, donde sólo sonaba la música de su apego. Y lo hacían sin abandonar a sus siete hijos, lo que resultaba doblemente milagroso. A la madre de Esther le decían Gran Mamá. Cuando su marido murió, Gran Mamá quiso también morirse. Pero salió adelante, y pidió a su turno ser enterrada dentro de la misma tumba que ocupaba el amor de su vida. Quería vivir con ese hombre único toda la eternidad. Hubo que hacer trampa en el cementerio para cumplir su deseo. Los hijos, yernos y amigos formaron un cerco humano alrededor de la fosa reabierta del hombre para que los enterradores ampliaran, sin ser vistos por extraños, el pozo y bajaran el ataúd de la mujer. La infancia de esos niños fue dichosa, salvo aquel suicidio que dejó a Esther Menassé envuelta en recriminaciones personales y en desdicha. No logró enamorarse por un largo tiempo, pero cuando un hermano de Gran Mamá que provenía de Moldavia se estableció cerca, ella se hizo amiga de sus primos, y tuvo un presentimiento con uno de ellos: Tomás, un rubiecito que realmente llamaba la atención. La rondó, en esa primera juventud, un amigo de la familia, el Negro. Pero ella empezó a fijarse cada vez más en su primo, y hubo un momento en que viéndolo alejarse por la calle, luego de una visita a su casa, se preguntó algo íntimo: "¿Será con este muchacho con el que al final voy a casarme?" Fue un pensamiento sorprendente que la dejó alelada. Tomás Bronstein quería ser médico, y ella estudiaba química. Pronto se hicieron inseparables. "Primero íbamos de amigos ?me dice Esther en este jardín de sol donde se ha puesto a recordar?. Era una familia de cultivadores, y él un día vino del campo y me dijo: «Mirame las uñas, me las limpié por vos». El paso de la amistad al amor fue muy natural." Remaban juntos en el Tigre y hacían natación, y pasaban horas y horas en el río contemplando las maravillas del Delta. Se casaron en 1932, y se mudaron a una casa de Liniers. Tomás se transformó rápidamente en el médico del barrio, y Esther entró en la Oficina Bromatológica municipal. Pero lo central que ocurrió en sus vidas fue que abrazaron las ideas del comunismo. Se metieron en la Sociedad de Fomento del barrio, compraron en el Tigre 50 sillas y facilitaron la inauguración de un jardín de infantes. Liniers era, por entonces, un territorio lleno de zanjas y barro. Y los comunistas militaron con ahínco para el progreso. El PC argentino era una verdadera religión que los arropaba y protegía. Creer en algo es maravilloso y a la vez aterrador. Tuvieron tres hijos, entre ellos Daniel, que está aquí junto a su madre en el jardín de un geriátrico ayudando a reconstruir el rompecabezas de sus vidas. Me cuenta que su madre conducía la versión local de la Unión Mujeres de la Argentina, un sello comunista, y que su padre era un líder zonal a quien Perón había dejado cesante del Hospital Piñero. También que se involucraron en la Guerra Civil española para defender a los republicanos y en la Junta de la Victoria, una organización en apoyo a los aliados que enfrentaban a Hitler y a Mussolini. Los comunistas veían en el régimen de Perón rasgos de fascismo italiano. En marzo de 1955 tomaron contacto con miembros de la Iglesia, y bajo sospecha de conspiración fueron presos varios integrantes del partido. Acostumbrada como estaba a los vaivenes de la política, Esther no se preocupó demasiado. Daniel visitó a su padre en Villa Devoto, y éste le presentó a Osvaldo Pugliese, el maestro imperturbable. Su orquesta seguía tocando sin pianista y sobre el piano había siempre un clavel rojo como símbolo de homenaje y resistencia. Una semana después dejaban libre al doctor Tomás Bronstein. Pero el 16 de junio de 1955, su hijo lo llamó para decirle que estaban bombardeando la Plaza de Mayo y que no podía ir al colegio. Daniel era alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires, y su padre creía que le estaba haciendo un cuento para faltar, de manera que le prohibió regresar a casa. Al médico le parecía un supremo delirio pensar que podían estar tirando bombas sobre los alrededores de la Casa Rosada. Daniel estuvo largas horas dando vueltas por el centro, sin poder comunicarse y sin lograr volver a Liniers, en medio del caos, hasta que muchas horas después llegó cansadísimo y su madre lo abrazó llorando: creían que estaba muerto. El médico regresó a la cárcel con el Plan Conintes y después toda la familia quedó comprometida por plegarse a la huelga ferroviaria contra Frondizi. Ese día fatídico, sólo Daniel quedó indemne, me cuenta Esther. Ella, Tomás y su hija Diana estaban en el local de la Unión Ferroviaria de Liniers cuando fue declarada ilegal la huelga. Llegó de pronto la policía y se llevó a todos en un colectivo. A las mujeres las condujeron a la cárcel correccional de Humberto I, y a los hombres, a Devoto. Y al otro hijo, Pablo Bronstein, lo detuvieron en la calle mientras pintaba arengas en los muros y lo trataron con dureza en una comisaría. Después estuvo preso quince días en el reformatorio Agote, y un juez le dio una brocha gorda para que pintara esas consignas en una pared blanca y pudiera probar que no se trataba de su letra. Fue finalmente absuelto, pero del reformatorio Pablo volvió con un diente roto. Correrías políticas de un siglo agitado, y de una familia que creía en el socialismo real y en "el hombre nuevo". Y que no podía aceptar los errores del stalinismo: "Nos parecía que eran propaganda de la CIA y del imperialismo yanqui". En 1971 el médico reunió a sus hijos y les dio una noticia fuerte: "Hace tiempo que las cosas no andan bien con su madre. Y yo tengo una relación. Vamos a separarnos". Para los hijos ellos eran la pareja perfecta, y entonces la decisión de Tomás los partió al medio. Esther se quedó dolorida y se sintió abandonada. Pero al tiempo pudo reconstruir su vida sentimental. Apareció aquel amigo de la familia, el Negro, que la había pretendido en la juventud y que ahora había enviudado. Era una asignatura pendiente y Esther probó una convivencia que no duró demasiado. En 1987 a Tomás se le declaró un cáncer, con dolores tremendos, que lo fue consumiendo día tras día. Esther Menassé se pone a llorar mientras me relata este momento: hacía rato que estaban divorciados, pero ella sufrió terriblemente aquel penoso adiós. El finado tenía una pinta que rajaba la tierra; por su velatorio desfiló una legión de antiguas pacientes femeninas, que lloraban a moco tendido por el galán del estetoscopio. La vida es una tragicomedia, y Esther remontó esas aguas cambiantes con filosofía. Aún en los momentos más tenebrosos, como en la última dictadura militar, donde varios amigos se perdieron para siempre. Desde muy joven fue adicta a las novelas rusas: Tolstoi, Dostoievski, Chejov, Gorki. Y después leyó todo lo que cayó en sus manos. Fue una química destacada, viajó por el mundo y al final dejó el comunismo como tantos creyentes: con dolor y con una amarga sensación de orfandad. "La caída del Muro de Berlín obedeció a los sentimientos humanos", me explica. "No fue la política, fueron los sentimientos." Dejó el comunismo, pero nunca el espíritu de solidaridad. "Cuando me piden consejos para vivir mucho y bien, yo siempre les digo: ayuden. Ayudar, ayuda." Luego agrega dos recomendaciones: "Sepan ver a los demás. Verlos. Y sean sinceros; no se engañen a sí mismos". Tiene nietos y bisnietos, pero extraña ante todo los libros. Para un lector voraz y consecuente no poder leer es un castigo cruel y paradójico. Está casi ciega y bastante sorda, pero le queda su memoria increíble. Recuerda a una lejana amiga que murió. Coquetear con la inmortalidad es también tener la condena de enterrar a tus propios amigos. "Se llamaba Lilia y era muy buena ?me dice?. Tejíamos juntas para los pobres y los colegios de frontera. Y un día le pedí un préstamo importante para un hijo y me lo dio sin dudar y sin firmar nada. Le devolvimos todo, pero ese gesto, ese don, nunca pude olvidarlo. Un día se cayó y se rompió la cadera, y la operaron y se murió. Y yo llegué un día tarde. Un día tarde." Se ha quebrado de nuevo. Trato de sacarla de tema. Quiero que me cuente cómo es tener 102 años. De perfil, mirando la neblina de la vida, me dice: "Hay ancianos que sólo esperan. Por la mañana esperan el almuerzo. Por la tarde, la cena. Esperan, en verdad, la muerte. Yo no la espero. Pienso mucho. Me trabaja mucho la cabeza. Tengo mucho en qué pensar". Acaricio el ajedrez de la mesa. Se está terminando la tarde. El personajeESTHER
MENASSE Quién es: tiene 102 años y está casi ciega. Fue una de las primeras doctoras en Química de la Argentina. Trabajó en la Oficina Bromatológica municipal. Y también en Bahía Blanca, en la Oficina Bromatológica nacional. Qué hizo: militó en el Partido Comunista Argentino y fue testigo de las correrías políticas del siglo XX. Vivió en Liniers. Tiene 3 hijos, 8 nietos y 10 bisnietos. Qué hace: para vivir una buena y larga vida hay que ser solidario ("ayudar, ayuda"), ver a los otros ("verlos realmente") y no mentirse a sí mismo. |
Jorge
Fernández Díaz
Director de adn CULTURA
jdiaz@lanacion.com.ar
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1207929&pid=7816074&toi=6267
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de diciembre 2009
Autorizado por el autor
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