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Historias
con nombre y apellido |
El hombre de las 82 peleas tiene ahora 87 años y aún recuerda el día en que tuvo que agarrarse a las piñas, en el Luna Park, con su mejor amigo. Se habían conocido en un club del barrio de Flores y eran boxeadores aficionados, pero una noche su amigo durmió en su casa, la familia entera lo adoptó y se quedó a vivir como un hermano más. Los dos muchachos se habían anotado en el Campeonato de los Guantes de Oro. Y una madrugada, al recibir el diario, descubrieron que el sorteo los obligaba a enfrentarse a suerte y verdad. Fue entonces cuando Francisco Oscar Seleme tiró la toalla y dijo que él jamás se batiría con Jacinto Yañes, su "hermano" por elección. Fue su padre, un inmigrante árabe, carnicero y hombre razonador, quien lo convenció de cumplir. "Francisco, tienen que pelear y después seguir con la amistad de siempre", le dijo. |
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Seleme es el director de la Escuela Argentina de Box y es considerado una celebridad en el mundo de los púgiles |
La tarde del jueves señalado, Seleme y Yañes viajaron juntos en el 25 a Primera Junta y luego hicieron las combinaciones del subte hasta Corrientes y Bouchard. Se cambiaron en el mismo camarín sin decirse nada. Subieron al ring y escucharon la ensordecedora ovación del público. Fueron al centro y comenzaron a lanzarse golpes. Seleme era guapo y peleador, pero Yañes era bailarín y más pulido. Se dieron con todo, buscándose el cuerpo y la cara. Y al final Seleme perdió. Se abrazaron, sudorosos y lastimados, bajaron del ring, se cambiaron y regresaron haciéndose bromas y riéndose de todo como si el resultado no hubiera importado nada. En las semanas siguientes, Seleme hizo guantes con Yañes y lo ayudó a entrenarse, a llegar a la final y a ganar el campeonato. "Fuimos amigos durante décadas aunque al final dejé un tiempo de verlo -me dice Seleme, una especie de Broderick Crawford cincelado por los nudillos de la vida-. De viejo vivía en una villa y hace unos años alguien me vino con la noticia. Era una noticia triste. Qué dolor. Jacinto Yañes había muerto". A Seleme, el hijo del carnicero, le decían "La Pantera" y era un luchador amateur. Un tío lo había introducido en el arte marcial de los pobres invitándolo de chico a seguir la carrera del legendario Justo Suárez. El pibe, al igual que Julio Cortázar, se volvió un fanático del pugilismo viendo pelear al "Torito", que fue un hidalgo de la miseria y que ganó cinco peleas electrizantes en Estados Unidos antes de vencer al chileno Estanislao Loayza: en la primera fila estaban, esa noche, el presidente José Félix Uriburu y los príncipes de Gran Bretaña. "Pocos años después lo vi perder frente a Víctor Peralta -me cuenta Seleme-. Peralta se ganó el odio de todos. Me acuerdo que el Luna Park no tenía techo. Y que yo no paraba de llorar". En el libro Final del juego , Cortázar adoptaría más tarde la voz fracasada de "Torito": "Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula. Te sacuden contra las sogas, te encajan la biaba". Seleme ya tenía muy adentro el virus de esa pasión devastadora. Su padre lo anotó en el Club Gimnasia y Esgrima de Vélez Sarsfield y allí peleaba con los muchachos de Mataderos, dirigido por un semifondista. Su tío lo acompañaba a las peleas, merodeaba los camarines contrarios, espiaba y venía siempre con alguna información precisa: "Pegale en el ojo derecho, que se lastimó en el entrenamiento". "La Pantera" tiraba y recibía obuses. Daba y encajaba sin medir costos. Así ganó y perdió, lastimó y salió lastimado. Durante siete años hizo 82 combates y tuvo, por supuesto, un rival enconado, un rubión norteamericano, radicado en Buenos Aires, a quien también le gustaba entrar a dar sin ahorrarse nada. La primera vez fue en el Luna y Seleme perdió por puntos en una carnicería doble. El yankee no pegaba fuerte, pero pegaba mucho. La segunda vez, en su club, le dieron a "La Pantera" un empate: "Así que seguro que ese día me ganó el gringo". La tercera vez fue en "La Tapera" de Morón, y desde que sonó el primer gong hasta el último intercambiaron trompadas sin parar. Al final de cinco rounds sangrientos les otorgaron una medalla. No por ser los mejores. Sino por ser los más valientes. A Seleme no le interesaba ganar plata con el boxeo porque trabajaba con su padre, pero un día interceptó a su entrenador y le preguntó: "¿Por qué no puedo ser profesional?". El veterano le respondió con sinceridad: "Porque usted está para retirarse". Seleme se quedó seco. "Si usted supiera agarrar, si no fuera tan para adelante y se dignara a trabar -dijo el técnico- yo lo habría hecho profesional. Pero con ese temperamento lo van a destrozar, Francisco. Lo van a destrozar por dentro y por fuera." Celebridad El fin de su carrera no significó su desvinculación del mundo de los púgiles. Todo lo contrario: llegó a ser una celebridad en ese ambiente rudo donde se lo trata como un venerable maestro. Selene fue juez, hizo los cursos de árbitro, director técnico, fiscal, supervisor y cronometrista, y hoy es presidente de la Escuela Argentina de Box. Recuerdo al escucharlo una frase de Thomas Hearns: "Quienes luchan conmigo nunca vuelven a ser los mismos. Llego a su interior y les hago un daño imborrable". La cita me pasa por la cabeza cuando me narra la pelea más dramática y violenta de la historia del boxeo argentino. Ocurrió el 20 de marzo de 1980 y no estaba en juego ningún título. Horacio Saldaña y Eduardo Yanni venían a dar una exhibición, una pelea por la bolsa y nada más. Seleme estaba ahí, a un costado, con sus tarjetas a mano, observando la eficacia de las manos, la justeza de los golpes, el movimiento permanente de la cintura, el terrible esfuerzo de sostener tantos minutos los brazos en alto, el baile de las piernas. "Fue brutal, algo que nunca había visto -me dice pasándose una mano por la frente-. Desde el comienzo hubo un cambio feroz de golpes, iban de cuerda a cuerda". Una demolición mutua, sistemática, una batalla sin enconos ni razón. Tuvieron que parar el combate en el quinto round porque los dos estaban hechos pedazos. Ninguno de ellos volvió a ser el mismo después de aquella extraña y nefasta noche. Desde la década del ´50, el hijo del carnicero juzgó miles y miles de contiendas pugilísticas de la Argentina y del mundo. Anotó hasta 400 títulos decisivos en los que le tocó justipreciar y después simplemente dejó de contarlos. Estuvo en títulos mundiales y fue juez del primer combate argentino entre mujeres: ganó esa vez, como tantas, la Tigresa Acuña. Seleme aprendió a separar los puñetazos apócrifos de los certeros, a calibrar la calidad y pericia de un gladiador, a discriminar a un artista honesto del ring de un simple farsante. Para muchos el boxeo es un arte serio. Muhammad Alí le decía a Norman Mailer que él era el mayor artista que había dado ese rito en el que dos hombres juegan el ajedrez de los puños desde el principio de los tiempos. Paralelamente, Seleme se fue consolidando en la pedagogía del pugilismo, un mundo donde se habla de "caminar el ring" y "armar la guardia", y donde se escuchan inquietantes palabras: pera y costal; jab, cross, crochet, uppercut y swing . El exceso del coraje, que envicia, y el culto de la brutalidad, que la experiencia le hizo sufrir y gozar en carne propia, convenció a Seleme de propender a la protección del boxeador. "Cada vez los protegemos más, aunque lo hacemos en detrimento del espectáculo -me confiesa-. Porque a una parte del público le encantan las masacres". Seleme trabaja ahora en su escuela sobre los jóvenes luchadores que vienen del interior con un bolsito y una esperanza, y a quienes hay que proporcionales maestros deportivos y existenciales. "Casi todos vienen buscando una salida económica y algunos ni siquiera saben leer y escribir bien -me aclara-. Es por eso que les ponemos un profesor y los obligamos a aprender." Como tienen mucho apuro en ganar dinero, algunos de esos boxeadores tratan de incumplir el reglamento. Es por eso que Seleme y su gente actúan como una suerte de gendarmería del box. Entre pelea y pelea debe transcurrir una determinada cantidad de días. Cuando un boxeador cae por nocaut debe dejar pasar un mes y presentar certificados médicos antes de ser rehabilitado. Si ese mismo boxeador es noqueado de nuevo se lo suspende por seis meses. Y, si pierde por tercera vez de la manera rápida, la suspensión alcanza un año entero. Luego, directamente se le retira la licencia por baja performance. "Y muchos hacen peleas truchas en el Gran Buenos Aires -se lamenta el viejo maestro-. Nosotros tratamos de fiscalizar y enviamos telegramas a los intendentes para que se impida tal combate o se clausuren determinados festivales". Un nocaut y un cross Le pido una especificación técnica. Me la da: un nocaut típico lleva a 14 segundos de conmoción y el cross es el impacto más crudo de todos. Los veteranos aconsejan a los talentos más destacados de la lucha profesional que no metan la plata de sus bolsas en negocios etéreos, sino en ladrillos. La derrota total parece un fatalismo del que pocos pueden escapar: Seleme conoce decenas de casos con nombre y apellido de campeones que se hicieron millonarios y después lo perdieron todo. Personas que se dedicaron a la fama y el trago, hicieron malas inversiones y salieron esquilmados, y tuvieron que regresar entonces al mismo puerto del que habían partido, pero viejos y arruinados: el puerto de la "mishiadura". Cuando Seleme les habla a los chicos jóvenes, éstos lo escuchan con respeto sagrado. Parece tan sencillo. Pero más tarde el destino negro suele desbaratar las buenas intenciones. Da rabia esa ingenuidad, pero "La Pantera" sigue adelante, intentándolo una y otra vez, sintiéndose útil entre gente joven, pura mísitica sin moneda. Le cuesta un poco caminar a este Broderick Crawford del Bajo Flores. Caminamos por la Redacción y me revela que, en 1945, mientras trabajaba en un frigorífico, el frío de las cámaras le afectó seriamente las rodillas. Tuvo que colocarse dos prótesis, una italiana y otra alemana. "No se pelean entre ellas -dice con una sonrisa-. Pero están un poco gastadas, las pobres". Seleme ama tanto el box que intenta convencerme de que el sudor y la sangre de dos hombres, esa combustión íntima del combate, diluye los odios. Por eso, a pesar de que a nadie le gusta perder, los boxeadores que se han enfrentado lealmente terminan abrazados, sin las broncas del comienzo. Me doy cuenta de que mira el boxeo como un juego de varones leales. Como lo miraba aquella remota noche en que se trompeó un largo rato con el finado Jacinto Yañes, su mejor amigo, para luego cambiarse y regresar sin rencores al afecto de siempre. La muerte de su padre me lleva a Pepe Biondi y a Mario Fortuna. Los dos actores, cuando todavía eran completos desconocidos, tenían una peña barrial a la vuelta de la carnicería del inmigrante árabe, y éste no resistía hacerles cada tanto un asado. En recompensa, Biondi y Fortuna invitaban a los Seleme al circo donde actuaban. "Que me cremen" "La primera vez quedamos boquiabiertos -dice-. Nuestros vecinos eran malabaristas, trapecistas, actores consumados. Después, con el tiempo, fuimos a verlos miles de veces al teatro de Corrientes y Esmeralda. Es por eso que yo quiero que me cremen y que tiren mis cenizas en el club del barrio, en la Escuela de Box y en el Maipo". Esa última ocurrencia apareció después de la muerte del viejo carnicero. Francisco sintió una conmoción cuando su padre se apagó. Iba todos los días al cementerio y se sentaba un rato frente a su tumba. En una ocasión, escuchó gritos y corridas, y siguió a los empleados, y descubrió que habían abierto un féretro rasguñado y que los sepultureros habían encontrado finalmente muerto a un enterrado vivo. No puedo dejar de pensar en la catalepsia, en el relato de Poe y en las leyendas urbanas. Pero Seleme está aquí como testigo de cargo. Me dice en voz baja: "No sé lo que habrá del otro lado, pero por las dudas le pedí a mi hijo que me redujeran a cenizas. Aquel espectáculo fue terrible". Hablamos del paraíso. Una vez por semana, el maestro de boxeadores viaja a Tigre, a Berasategui o a Brandsen, participa de los festivales amateurs , mira de siete a veinte peleas, y al final se come un choripán con sus camaradas comentando los detalles de la noche. Los días que transmiten peleas nacionales e internacionales Seleme baja el volumen de la televisión, saca su libreta y hace sus propios fallos para luego compararlos con los oficiales. Muchas veces se despierta tremendamente feliz de un sueño y le dice a su mujer: "Estaba arriba del ring; estaba peleando". Esas son las pequeñas dichas, las simples formas que tiene el paraíso ensordecedor de "La Pantera". El personajeFRANCISCO
OSCAR SELEME
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Jorge
Fernández Díaz
Director de adn CULTURA
jdiaz@lanacion.com.ar
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12
de diciembre 2009
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