Desde la casa del Almirante Brown en Colonia |
El eco trágico de aquellos cañones |
Dos enemigos prehistóricos duermen, pero se acechan por los siglos de los siglos en la casa que jamás ocupó Guillermo Brown. Separados apenas por un metro y el cristal de una vitrina se vigilan un gliptodonte y un gran tigre dientes de sable. Sus fósiles fueron hallados en las inmediaciones de Colonia del Sacramento, y un cartel recuerda que en Arizona hallaron una vez un cráneo de otro gliptodonte juvenil con dos perforaciones en forma oval, "probablemente debido a un ataque de estos felinos". El tigre de mordida fatal persiguió al mamífero acorazado a través de las planicies orientales en el principio de los tiempos, y aquí están ahora juntos y en silencio viendo pasar a los dos millones de turistas de todo el planeta que visitan anualmente esta asombrosa ciudad desde la que partió Artigas para su campaña libertadora. En esa misma casa hay mariposas y monstruos, restos de naufragios y armas asesinas. También los muebles negros del dormitorio del coronel Ignacio Barrios, que peleó en las Invasiones Inglesas, participó en combates locales, estuvo en la Batalla de Tucumán a las órdenes de Belgrano y cruzó los Andes en compañía de San Martín. En otra habitación de ese laberinto de épocas y señales y fantasmas, descansa exhausto el traje de luces de Manuel Torres, matador valenciano que en 1910 atravesó a un bravío toro de lidia en la Plaza del Real de San Carlos, esa monumental edificación que fue clausurada dos años más tarde cuando los uruguayos prohibieron para siempre las corridas. Pero lo que más llama la atención, al frente de ese museo singular, es la placa donde se recuerda al almirante Brown. La leyenda colectiva afirma que existe un documento del 17 de octubre de 1833 en el que se le otorga esa casa que nunca ocuparía en recompensa por sus increíbles hazañas durante la independencia de la Banda Oriental. La relación de Brown con esa pequeña pero estratégica ciudad disputada a lo largo de cien años por Portugal y España resultó intensa y amorosa. La principal actividad que desarrollaba el marino irlandés era precisamente el comercio de ida y de vuelta entre una y otra orilla del Río de la Plata, y en 1814 abrió una estancia con saladero en Colonia. Después se dedicaría durante años a la guerra contra la corona española y ya estaba en retiro forzoso durante los primeros meses de 1826 cuando volvieron a llamarlo para una misión de alto riesgo. Tenía 49 años y debía organizar en tiempo récord la menguada escuadra nacional y hacerle frente a la poderosa flota de 80 buques del Imperio del Brasil. Los imperiales habían fortificado Colonia con 1500 infantes y varios bergantines y goletas porque era un punto estratégico para el tráfico fluvial. El irlandés los atacó a las ocho de la mañana con bala y metralla. Dio y recibió durante dos horas, y comisionó a un emisario para que pidiera la rendición de la plaza. Le respondieron que no se rendían y la artillería siguió, pero con mala suerte: un bergantín patriota quedó varado al alcance de los disparos brasileños, y por la noche a merced de una tempestad que lo partió al medio. El gran jefe tuvo que ordenar la retirada para curar heridos y reparar averías, y también para esperar refuerzos y planear un nuevo ataque. Por la noche del 1° de marzo repartió entre sus marineros una ración de agua caliente mezclada con ron y una arenga en voz baja. Hizo envolver los remos con trapos para no ser oídos por los enemigos y ordenó el avance de seis cañoneras. Pero a la medianoche los imperiales descubrieron la sigilosa maniobra y abrieron fuego de cañones y fusilería. Fue alucinante. En la noche se veían los fogonazos anaranjados, silbaban las balas y se oían a uno y otro lado los gritos de ira y de dolor. Muertos, mutilados, náufragos. Ambos bandos perdieron, en esa velada, más de doscientos hombres. Pero Colonia del Sacramento continuaba en manos brasileñas. Un patriota uruguayo, Juan Antonio Lavalleja, coordinó con Brown un asalto terrestre a las murallas. También fue inútil. Y llegaron más brasileños y más buques a proteger la ciudad. Todo lo que consiguió el marino irlandés fue incendiar la nave insignia de sus adversarios e infligirles un golpe moral al demostrarles que era posible eludir su bloqueo y penetrar en sus territorios. El almirante había asombrado al mundo con sus éxitos en las batallas navales de la independencia y en la guerra de corso que había desplegado por el Pacífico contra naves españolas. Cañonazos, abordajes, sablazos, tiros de pistola, incendios. Era una leyenda viva cuando salió derrotado de las aguas de Colonia del Sacramento y conocía de sobra las amarguras bélicas, de manera que no perdió el ánimo y siguió realizando escaramuzas de gran osadía, apresó embarcaciones, atacó fragatas frente a Montevideo y buscó la revancha. No tuvo que esperar mucho: el 11 de junio tres decenas de barcos enemigos formaron frente a Buenos Aires en gesto amenazante. Estaba por dar comienzo el Combate de los Pozos. En la ribera, la sociedad porteña observaba con el alma en vilo el inicio del espectáculo. Brown sólo tenía 4 buques y 7 cañoneras, pero le dijo a su tripulación: "Marineros y soldados de la República, ¿veis esa gran montaña flotante? ¡Son 31 buques enemigos! Mas no creáis que vuestro general abriga el menor recelo, pues no duda de vuestro valor". A continuación les dijo que antes de rendir el pabellón echarían a pique sus propios barcos, y enseguida gritó a sus artilleros: "¡Fuego rasante que el pueblo nos contempla!". Cuando la andanada de obuses terminó y un silencio de muerte flotó en el aire, cuando se retiró con lentitud el humo del fuego y la pólvora, todos pudieron apreciar, desde el mar y desde las playas, cómo la escuadra imperial se replegaba y dejaba vacío el horizonte. El almirante fue llevado en andas por la gente y recibido esa misma tarde en los salones de Buenos Aires como un ídolo popular. La epopeya incluyó otras refriegas navales contra el Imperio del Brasil. Quilmes, donde los patriotas eran triplicados por sus enemigos y así y todo les provocaron grandes pérdidas y destrozos. Juncal, la mayor batalla de todas, donde el almirante consiguió capturar a sangre y fuego doce buques e incendiar tres más. Y el desgraciado Monte Santiago, donde Brown sufrió la peor derrota: fue el 27 de abril de 1827, cuando intentaba con cuatro veleros burlar el cerco de las naves brasileñas estacionadas de nuevo frente a Buenos Aires. En la oscuridad, y por impericia de los pilotos, dos de sus bergantines encallaron en un banco de arena. De pronto fueron rodeados por barcos enemigos y acribillados por 189 cañones. La nave principal estaba en manos de Francisco Drummond, marino escocés y prometido de la hija de Brown. El futuro yerno recibió la orden de abandonar un buque que ya había acusado 200 impactos. Su tripulación había efectuado en respuesta cerca de 3000 tiros y, como las municiones se habían acabado, ahora disparaba eslabones de la cadena del ancla. Sobre la cubierta había cadáveres, quemados y contusos, pero los sobrevivientes querían seguir peleando. Una bala le había arrancado de cuajo la oreja a Drummond, que sin embargo tomó un bote y remó hasta otro barco para buscar pólvora y proyectiles. Cuando logró llegar una bala de cañón lo hirió de muerte. Agonizó durante tres horas, y su futuro suegro cruzó las aguas en medio de la granizada enemiga para sostenerlo en el último aliento. Elisa Brown, la prometida, enloqueció literalmente al recibir la noticia y se suicidó en el río a fin de ese mismo año. Mucho tiempo después, cuando el almirante era un anciano, fue visitado en su quinta de Barracas por uno de los jefes que lo habían combatido en aquellas aguas. El recién llegado intentó embarcar a Brown en una diatriba contra la ingratitud de las repúblicas para con sus héroes. El irlandés le respondió secamente: "Considero superfluos los honores y las riquezas cuando bastan seis pies de tierra para descansar de tantas fatigas y dolores". A pesar de que lo aguardaba esa casa en el centro histórico de Colonia del Sacramento, Brown se recluyó en su vivienda de Buenos Aires y murió allí sin esperar nada. Quienes visitan ese museo de dos plantas donde ahora perviven tigres y gliptodontes del Pleistoceno, mariposas y monstruos, armas antiguas, héroes y matadores, vajillas coloniales y pinturas no encuentran ningún rastro del almirante. Pero basta cruzar a pie la plaza de Colonia y trepar la muralla para imaginar su corbeta en la última línea del río marrón. En el puente, el pelo rojizo y los ojos claros y penetrantes, catalejo en mano, la sombra de Brown se dispone día tras día a iniciar el asalto final, la derrota heroica, los encargos del inescrutable y triste destino. |
Jorge
Fernández Díaz
jdiaz@lanacion.com.ar
4 de setiembre 2010
Autorizado por el autor
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