Pequeña comedia humana |
Cuando la diva perdió el glamour Jorge Fernández Díaz LA NACIÓN |
En el apogeo de su belleza y de su arrasador éxito como protagonista de comedias de teléfono blanco, la actriz conoció también a su ángel de la guarda. La chica se llamaba Otilia, tenía 17 años, venía recomendada y parecía honesta. La actriz la tomó a prueba y por el camino la vistió, la educó, se preocupó por refinar sus gustos, y le dio acceso exclusivo a su camarín y a los sets. La actriz era veleidosa e insegura, y Oti sabía cabalgar las olas de su pena y euforia. Cuatro años después era imprescindible: criticaba vestidos, peinados y joyas; ayudaba a memorizar la letra y opinaba prudentemente sobre escenas y situaciones. La actriz se acostumbró a llevarla a las privadas y a rogarle su parecer sobre cada gesto y entonación. "¿Estuve bien ahí, Oti". Muchas veces, Oti le respondía: "Estuvo majestuosa". Al menos dos veces, en el transcurso de los años siguientes, Oti influyó sobre su patrona para que desistiera de un protagónico o tomara un papel menor pero consagratorio en una gran película. Fue enemiga silenciosa de dos maridos sucesivos de la actriz, que la desvalijaron y la abandonaron. La actriz, en cada uno de esos finales, la miró a Oti llorando y le dijo: "Tenías razón". A pesar de que Oti jamás había abierto la boca. La actriz se transformó en una verdadera diva cuando pasó del cine a la televisión, y Oti tuvo que sostenerla anímicamente en sus miedos. Las telenovelas la hicieron más famosa de lo que había sido nunca. Tuvo dos décadas brillantes, en parte gracias a que Otilia era su mano derecha y no le permitía cometer errores. Para conseguir una entrevista con la diosa de los culebrones había que seducir a su ángel protector: los periodistas la llenábamos de lisonjas y regalos. Oti abría o cerraba la puerta, y todo lo hacía en un segundo plano funcional y perfecto. A cambio, la millonaria no le retaceaba dinero, premios, comisiones. Mientras su jefa frecuentaba los romances turbios y la bebida, Oti ahorraba peso sobre peso y cultivaba la castidad. Muchas veces participaba en los comités de crisis para sacar a su patrona de sus sucesivos infiernos. Fue, en tratamientos contra el alcoholismo, una acompañante terapéutica. Y fue también la hija que no había tenido, la administradora que le faltaba, la asistente que estaba en cada detalle, la objetora de guiones, la psicóloga. Cuando la actriz se sintió vieja tuvieron una única disputa. Otilia le recriminó que rechazara pequeños papeles en espera de la gran oportunidad. Tenía que reconvertirse, y aceptar "participaciones especiales". No podía darse el lujo de repetir el estigma del "crepúsculo de los dioses". La actriz, repitiendo quizás la vieja escena de una comedia, le dio una bofetada, y Oti hizo las valijas y se marchó. Al mes, fue a buscarla para pedirle perdón y para mostrarle que había firmado un contrato: era un personaje secundario en un unitario, pero de una presencia decisiva. Oti regresó y su patrona tuvo diez años más de pequeños pero jugosos roles, de premios, de hombres inescrupulosos y de recaídas etílicas. En la vejez plena, era un fantasma arrugado e irreconocible, había vendido todo lo que tenía para pagar deudas y estaba internada en un geriátrico. Oti tenía, en cambio, dos departamentos en Barrio Norte y una casa de veraneo en Pinamar; se había casado con un tramoyista retirado y la visitaba todas las semanas. Un día la vio ausente y sola, en el fondo del patio, y no pudo con su genio: se la llevó a su casa y la instaló en el cuarto de servicio. Todos los días, a las cinco de la tarde, se sentaban juntas a ver por el canal Volver la repetición de un ciclo de los años 70. "¿Estuve bien ahí, Oti?", le preguntaba a cada rato la diva marchita. "Estuvo majestuosa", le respondía su ángel. Majestuosa. |
Jorge
Fernández Díaz
jdiaz@lanacion.com.ar
Domingo 27 de febrero de 2011
Autorizado por el autor
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