Pequeña comedia humana |
Cenando con dos neuróticos Jorge Fernández Díaz LA NACIÓN |
Nuestra amiga Matilde daba por sobreentendido que a una buena seguía una mala. Se manifestaba invariablemente afligida puesto que intentaba engañar a Dios o al destino, que son matemáticos implacables y siempre llevan las cuentas: Matilde se exhibía en pena y se las arreglaba para relativizar las buenas noticias y para mostrar el veneno que escondían los caramelos de la vida. Esta estrategia llevaba por propósito burlar las mismísimas leyes de la existencia, timar al Gran Estadístico, vencer a la ruleta. "Si presento como malo algo bueno que me pasó tal vez logre que el destino me lo compute como tal y que la próxima venga buena de nuevo", pensaba sin pensar. Hay una realidad aún peor que esa clase de encadenamiento de buenas y malas: el destino no tiene tanto sentido de justicia, y suele ser cruel, caprichoso y desordenado. A veces, a una mala siguen otra mala y otra mala, y otra más. Y a veces, las buenas parece que no acabarán nunca hasta que de pronto se nos cae el piano en la cabeza y nos orinan cien elefantes. Pero Matilde pertenecía también a la tribu de los que sienten culpa cuando no sufren. Le habían metido en la cabeza que "sin sacrificio no hay beneficio" y, por lo tanto, que gozar era estar en falta y que sólo se avanza sufriendo. Cuando el motivo central de un gran dolor espiritual desaparecía, su cuerpo buscaba otro como si lo extrañara. Siempre tenía que macerar un sufrimiento en ciernes, no fuera cosa que estuviera haciendo algo mal y el destino la pasara a degüello. El sufrimiento descarga una adrenalina que es adictiva. Cuando falta el sufrimiento, hay síndrome de abstinencia: inquietud, angustia, pánico. Algunas personas que dejaron de sufrir echan de menos a su gran enemigo, y buscan uno nuevo que lo reemplace. Buscan un sufrimiento flamante para volver a sufrir tranquilas. Pedro, su marido, no puede ser más diferente. En una cena nos dejó con el aliento cortado. Parafraseando a Borges, dijo: "Que otros se jacten de lo que han escrito y leído, yo me jacto de lo que he tomado". A continuación, nos refirió la variedad de drogas que había probado en su vida, desde la marihuana hasta la cocaína, pasando por el peyote y el éxtasis. Esa insólita jactancia no hubiera pasado de un momento chistoso si no fuera porque mi amigo aseguró que cuando su hija creciera se sentaría con ella y le contaría las propiedades de cada droga para que ella pudiera decidir maduramente cómo consumirlas. Y que la alentaría incluso a hacerlo, porque la experiencia resultaba enriquecedora. Pedro era muy progre: colegio de laxas normas en Caballito, breve paso por el Partido Intransigente ("Nicaragua, Nicaragua vencerá"), furiosa militancia contra Menem, lectura obligada de Le Monde Diplomatique, adoración por las medicinas alternativas y últimamente acuerdos más o menos expresos y efusivos con el peronismo cool, el nacionalismo revisionista y el evitismo candente. Una tarde lo vi temblando. Quizá le hubiera venido bien un porro, porque se tomaba un alplax cada 15 minutos. Le preguntamos qué estaba pasando: su hija había vuelto a casa con aliento a vodka. Tiene 17 años, y ni siquiera estaba borracha. Pero para el marido de Matilde se le había caído el mundo encima: ya había buscado en Google el número de Alcohólicos Anónimos. A riesgo de pasar por reaccionario, le recordé a aquel otro amigo garantista que teníamos en común. Un día le dieron un tirón en la calle y le robaron el maletín. Corrió al chorro veinte cuadras, lo tiró al piso, le pateó las costillas y el bazo, y lo mandó a terapia intensiva. El maletín tenía un bloc de hojas vacío y un sándwich de milanesa para el almuerzo. Es un placer cenar con Matilde y con Pedro. Los neuróticos son más divertidos que los chicos lógicos. |
Jorge
Fernández Díaz
jdiaz@lanacion.com.ar
Domingo 20 de febrero de 2011
Autorizado por el autor
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