Bajar a los oscuros sótanos de la conciencia
Por Jorge Fernández Díaz 
Director de adn CULTURA

Una nena a quien quiero mucho, cuando tenía siete años escribía relatos felices. Cuentos donde todo era brillante, positivo, noble y venturoso, y en los que tanto varones como mujeres no corrían peligro y actuaban con corrección, altruismo y belleza. Su hermana mayor, que es muy inteligente y le lleva cinco años, le dijo al leer esos textos que estaban bien escritos pero que no eran cuentos. La menor se quedó sorprendida por el veredicto. "No son cuentos porque les falta un problema", le explicó la mayor con el ceño arrugado.

Están cifradas en esta pequeña anécdota familiar varias cosas. Primero, la imposibilidad de escribir historias sin nudo dramático. Segundo, la desprejuiciada visión de chicos que aún no han sido colonizados por el sistema educativo ni por el aparato narrativo tradicional: un verdadero vanguardista debería intentar hoy escribir un relato enteramente feliz, sin conflictos ni sobresaltos, y aún así tan interesante como son los cuentos con "problemas". Y tercero, la función de la desdicha y el conflicto como caldo de cultivo, resorte y justificación del arte.

Así como los buenos escritores, hasta el más hedonista y frívolo, pasan por graves momentos de desesperación, las biografías de los grandes pintores están cruzadas por la angustia y el sufrimiento. Aún así, muchos de ellos han celebrado la felicidad de la vida, pintada desde el destino trágico individual y colectivo que experimentaban. Se servían de la extrema sensibilidad que la desdicha y a veces la orfandad les habían infligido para pintar o escribir, con ese nivel de conciencia, obras bellas. Decía Freud que la conciencia es como una lámpara y que esa luz no sabe de dónde viene. El inconsciente es la instalación, la usina y la represa que la ha producido. Pero eso ocurre en los sótanos y el hombre debe bajar a ellos de vez en cuando para entenderse a sí mismo. Los hombres comunes son vulnerables, pero los artistas lo son en grado supremo. Esa piel fina les permite captar lo que nadie y acusar los golpes como ninguno. Es por eso que muchos artistas tuvieron vidas trágicas y grandes adicciones: el alcohol y las drogas son falsos anestésicos para dominar el miedo y el dolor.

La desdicha como material narrativo y a la vez como usina de los grandes artistas explica la vida y la obra de Francis Bacon, genial pintor, chico asmático y retraído, homosexual echado por su padre de casa, lumpen y desbordado, y finalmente creador autodestructivo de una obra genial y monstruosa. Bacon, tomando la cuerda donde la había dejado Picasso, admirador de Velásquez pero identificado con Goya, avanzó a ciegas por los caminos escabrosos de una pintura desgarradora, que pretendía recrear "la vida en la muerte". El resultado son cuadros originalísimos y obsesivos por el cuerpo, la fealdad y la violencia, y que muestran el vicio, lo abyecto y lo malformado para celebrar paradójicamente la condición humana. "Asquerosos trozos de carne", sentenció Margaret Thatcher en una ocasión.

Bacon, que había nacido en Dublín, murió en España en 1992 después de una existencia turbia y doliente. Las cotizaciones de sus cuadros son astronómicas. El Museo del Prado ha montado una importantísima retrospectiva, y sobre ella y la singularidad del artista escribe en esta edición Alicia de Arteaga.

Al revisar una vez más los cuadros de Bacon sentí la usina de desdicha que había producido esa luz magistral, y cómo el pintor había bajado a aquel sótano para enseñarnos a todos lo que no queríamos ver. Y sentí la opresión y recordé la discusión de aquellas hermanas como si tratara de volver a ese momento de felicidad pura en el que todavía podíamos creer en un cuento sin "problema", en el que la vida podía no ser un suplicio ni una malformación; cuando podía ser narrada con la felicidad brillante, noble e ingenua de una niña de siete años.

Jorge Fernández Díaz 
Director de adn CULTURA 

jdiaz@lanacion.com.ar
http://adncultura.lanacion.com.ar/ 

9 de mayo 2009
Autorizado por el autor

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