Alguien se robó mi sobretodo |
Tarde un mes en convencer a un prominente intelectual de que aceptara una entrevista pública en un auditorio de Buenos Aires. Vino media hora antes de empezar, y me preguntó dónde dejaría su abrigo. Era un viejo sobretodo que necesitaba urgentemente pasar a retiro efectivo y que al sabio le chingaba por los cuatro costados. El sabio había sido gordo y desmesurado, y ahora era flaquísimo y frugal. Entramos por una puerta del costado, recorrimos un pasillo y subimos al escenario por atrás. Entre bambalinas sólo había un sonidista aburrido. Le pedí que nos guardara el abrigo del intelectual y respondió alzando los hombros. Tomó el abrigo y lo colocó junto a la consola. El sabio me preguntó: "¿Será seguro? ¿No me lo robarán?". Los científicos del pensamiento pasan tantas horas a solas, frente a los libros, que se vuelven un poco aprehensivos. Lo tranquilicé, se alzó el telón y salimos al toro. Fue una larga entrevista subyugante, el sabio daba respuestas extraordinarias y el público lo interrumpía con aplausos a cada rato. Su discurso se centraba en la racionalidad necesaria frente a un país y un gobierno lleno de irracionales. El parecía un sacerdote sacudiendo las conciencias y el público, una grey mística que ovacionaba el catecismo de la razón en una patria emocional y autodestructiva. Cuando todo terminó y estaba firmando autógrafos, pensé que todos éramos un poco más racionales y europeos. Me adelanté unos metros saludando a la gente y cuando el auditorio estaba semivacío y las luces empezaban a apagarse, vi que el sabio se me venía encima. "¡Mi sobretodo! ¡Desapareció mi sobretodo! ¡Yo les dije! ¡Yo les dije!" Me sorprendió tanto que me quedé helado. El sabio estaba completamente desbordado, a punto de morir de un infarto. Caminaba de un lado a otro como una gallina recién degollada, cacareando y echando espuma por la boca. "No puede ser", dije para retenerlo, y subí las escaleras y me metí en el fondo del escenario. El sonidista brillaba por su ausencia, y no había ningún abrigo a la vista. "No puede ser", dije, y me recompuse. "Tengo que calmarlo a este hombre porque se me muere acá de un bobazo", pensé. Yo estaba realmente compungido. Tenía la culpa de esa tragedia y no podía creer lo evidente: un ladrón le había birlado el sobretodo a uno de los intelectuales más importantes de la Argentina como una dama de sociedad le había robado la capa a la reina de España. Bajé las escaleras y quise desdramatizar. A medida que lo hacía, me daba cuenta de que tanto alboroto por un simple sobretodo era una soberana tontería. Pero el intelectual no estaba de acuerdo. Seguía dando vueltas y gritando su bronca, completamente histérico y fuera de sí. Traté de razonar con él. "¿Tenía documentos o algún objeto de valor en los bolsillos?", le pregunté. No tenía nada. "Bueno, entonces no se preocupe, le compramos un sobretodo nuevo y listo. Es más, le compramos un flor de sobretodo que le va a quedar pintado." El genio no quería saber nada. "Mi sobretodo -decía solamente, negando, con lágrimas en los ojos-. Mi sobretodo. Mi sobretodo." Estaba poseído, le había ocurrido una catástrofe. "Pero ya le digo que le compramos uno nuevo, doctor -insistí-. No sé, ¿tiene algún valor especial para usted este sobretodo en particular?" Me imaginaba yo que era el abrigo que le había regalado un viejo amor, o la prenda que había usado en alguna ocasión fundamental, o la cábala secreta de su vida. "Nada de eso -me dijo, enloquecido-. Pero era mi sobretodo. ¿Entiende? Mi sobretodo, y usted me lo perdió." De repente, como en un sueño, apareció un ángel rubio. Era una promotora de piernas largas y venía con dos cosas: una sonrisa de oreja a oreja y el sobretodo del intelectual. "Se lo bajamos por atrás para que no se manchara", explicó la chica. El sabio no la miró. Tenía ojos solamente para su abrigo. Lo tomó, se lo puso encima, respirando agitadamente, y se tomó de las solapas. Parecía que había corrido una carrera de mil metros con vallas y zapatos de buzo. Boqueaba y decía, como en una letanía: "Mi sobretodo, mi sobretodo". |
Jorge
Fernández Díaz
jdiaz@lanacion.com.ar
© LA NACIÓN
21 de
julio 2010
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