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Mario Vargas Llosa: el discurso indigenista en “El hablador”
por Lic. Miguel Fajardo Korea |
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Con gran complacencia recibí la noticia de la concesión del Premio Nobel de Literatura 2010 al escritor Mario Vargas Llosa (Perú, 1936). Soy un lector del novelista sudamericano, cuya trayectoria ideológica, ética y estética es un pleno “dossier” a favor de la libertad humana contra fronteras y sistemas. En esta ocasión, nos acercaremos a una lectura de su novela “El Hablador”.
La presencia del tema indigenista en la narrativa de Mario Vargas Llosa es un indicador de recuperación temática como un proceso de reforzamiento que afianza la condición e identidad de uno de los grupos étnicos más importantes dentro de la historia de nuestra América. |
El proceso de conquista representó un choque cultural fortísimo contra las creencias, costumbres, ritos y códigos mitológicos vernáculos. Por ello, se plantea como hipótesis: ¿Es la figura institucional del hablador, el signo de identidad que preserva la transmisión oral de la cultura machiguenga?
La cuestión indígena es uno de los temas más difíciles cuando se habla de la identidad de los pueblos primigenios de nuestra América. El discurso ha planteado diversas focalizaciones, a saber: el indianismo, el indigenismo, la indianidad: “Durante la colonia, el problema indígena no fue un problema de identidad, sino de naturaleza. Se discute si los indios son o no hombres, si son de naturaleza humana: ¿tienen alma?, ¿pueden salvarse” (Rojas Mix, 1997: 254).
Unos, como Domingo Betanzos denominó bestias a los indígenas. Otros, creyeron que solo eran aptos para la esclavitud. Algunos desconocen su propia naturalidad y, con el pretexto de la pureza sanguínea, se olvidan de sus derechos e imponen una anulación de su propio proyecto de vida. Muchos comienzan una cruzada de evangelización, ante la cual los indígenas pierden su propia valoración, lo que da origen a un rebajamiento espiritual.
Su arte es visto como artesanía, es decir, como un arte menor. Dicha clasificación reducía y subordinaba su trabajo como “la creación de los vencidos”, en palabras de Rubén Barreiro. El indígena no tiene que ser una figura o un motivo decorativo. Es más. Representa lo ancestral, la cultura autóctona, en suma, un conglomerado humano que no ha tenido una valoración en su justa perspectiva. La individualidad indígena es el emblema de nuestra idiosincrasia. La conciencia en torno a su función histórica es un imperativo por reivindicar.
El indígena ha sido analizado, a lo largo de su existencia, como un nudo significativo recurrente, desde un abanico de posibilidades: rendido ante los conquistadores, combatiente ante las tropelías de los invasores, como un elemento exótico que debe ser ridiculizado, o bien, etnias que piden ser reivindicadas como sujetos participativos de la historia de América. En esta última dimensión se inscribe la novela “El Hablador”, de Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura-2010. Cada vez que se cite dicho texto, se usará la notación (EH, y la paginación).
Perú es el estado del centro de América meridional, junto con el Pacífico y sobre los Andes y la Amazonía. Se extiende entre los 0º1´48” y los 18º 20´50” de latitud sur.
Amazonas es el sexto departamento de la división administrativa del Perú, que tiene 39 249,13 kilómetros cuadrados, una población de 342 106 habitantes. La Amazonía peruana colinda con Ecuador, Colombia y Brasil.
Saúl Zuratas afirma en la novela: “Lo que se está haciendo en la Amazonia es un crimen. No tiene justificación […] Los empujan de sus tierras hace siglos, los echan cada vez mas adentro, mas adentro. Lo extraordinario es que, a pesar de tantas calamidades, no hayan desaparecido. Ahí están siempre, resistiendo” (EH, p22). Se observa la clara defensa que Saúl hace de la Amazonía y la denuncia que plantea este personaje, en el sentido de que la condición de los indígenas reflejaba las inequidades del país.
Vargas Llosa le confiesa a Luis Harss:”No había ido nunca a la selva […] A mí me invitaron para ir con ellos. Y allí hice otro descubrimiento. Descubrí la edad de piedra en el Perú. Tribus primitivas y blancos aventureros que vivían en esa región completamente independiente del Perú. Un mundo aparte” (Harss, 1975:449). Vargas Llosa aduce que la novela “ahora sirve a la realidad”.
Entre los elementos sociopolíticos que denuncia el texto, como proyectos diseñados para alterar la propuesta de vida machiguenga se cita: a. La difusión de la Biblia, b. La traducción de la Biblia, c. La evangelización, d. El Instituto Lingüístico de Verano: “Los machiguengas habían sido tradicionalmente pacíficos. Su carácter suave, dócil, hizo de ellos las víctimas privilegiadas de la época del Caucho, cuando las grandes cacerías de indios para proveer brazos a los asentamientos caucheros, periodo en que la tribu fue literalmente diezmada y estuvo a punto de extinguirse” (EH, p. 79).
La indagación narrativa de Vargas Llosa da cuenta de la propuesta autóctona de la vida machiguenga mediante el discurso de Saúl Zuratas: “Pero eso es lo que son y debemos respetarlos. Ser así los han ayudado a vivir cientos de años, en armonía con sus bosques. Aunque no entendamos sus creencias y algunas de sus costumbres nos duelan, no tenemos derecho a acabar con ellos” (EH, p. 28).
Los discursos escritos y orales del texto son un contrapunto que posibilitan mezclar lo real y lo ficticio. El plano escrito comprende una historia, sin receptor conocido. El ámbito oral es otra trama, donde se maneja un tiempo de conciencia. Saúl Zuratas, “Mascarita” o El Hablador” vivencia los dos planos. El hablador tiene un alcance social, histórico, mítico y religioso. Es una especie de templo, si se destruye se acaba su propia historia. Étnicamente es un mestizo, un contaminado. No es católico, no es español. Es un judío, es decir, representa a una comunidad minoritaria, además, tiene un enorme lunar, lo que se convierte en un signo de marginalidad: exclusión (blancos) e inclusión (machiguengas).
Zuratas expone, en el discurso escrito, las razones de su defensa e identidad con los machiguengas: “la buena inteligencia con el mundo en que vivían inmersos, esa sabiduría nacida de una práctica antiquísima que les había permitido, a través de un elaborado sistema de ritos, prohibiciones, temores, rutinas, repetidos y trasmitidos de padres a hijos, preservar aquella Naturaleza aparentemente tan exuberante, y, en realidad, tan frágil, sin violentarlo ni trastocarlo profundamente, apenas lo indispensable para no ser destruidos por él” (EH, p. 29). No cabe duda de que el planteamiento expresado por Saúl en lo escrito, lo cumple El Hablador – él mismo, desdoblado- en lo oral, por cuanto mantiene la tradición como un agente vehiculizador. |
El narrador va reuniendo rasgos de la relación de Saúl con los indígenas. Sostiene que los idealizaba. Saúl le refuta al narrador el proceso de la falta de identidad de otras etnias: “Que se convierten en zombies, en las caricaturas de hombres que son los indígenas semiaculturados de las calles de Lima” (EH, p. 28). Sobre la base de ese tejido discursivo, se observa que existe la clara intención de configurar un cuadro denunciador del estatus socioético reinante. Una especie de metáfora geosocial y política de la peruanidad.
El lunar es un detalle excluyente y posibilita que Saúl conviva con los de su clase social –medio judío y medio monstruo-. Ese lunar hizo de Saúl el hombre más feo del mundo. Es un signo facial, externo. Lo convierte en un extraño en su propio mundo. Recuérdese que el mismo considera su lunar en el rostro, su parte publica, una condición especial para ser aceptado por los indígenas y refiere un paralelismo de rechazo con su ser judío: “Saúl Zuratas tenía un lunar morado oscuro, vino vinagre, que le cubría todo el lado derecho de la cara y unos pelos despeinados como las cerdas de un escobillón. El lunar no respetaba la oreja ni los labios ni la nariz a los que también erupcionaba de una tumefacción venenosa” (EH, p.11).
El lunar es un marcador social. Saúl tiene que soportar insultos cuando asiste a lugares públicos: “-¡Puta, que monstruo! ¿De qué zoológico te escapaste, oye?” (EH, p.16). Sin embargo, él manifiesta un fuerte estoicismo para no responder con ira. El hablador signa la representación social de los grupos minoritarios y marginados: “Se |
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había inconscientemente identificado con esos seres marginales debido a su lunar que lo convertía en un ser marginal cada vez que ponía los pies en la calle […] Que yo identifico a los indios de la Amazonía con el pueblo judío, siempre minoritario y siempre perseguido por su religión y sus usos distintos a los del resto de la sociedad” (EH, p. 30).
Ese ser otro, marginal, diferente, con fuertes convicciones de defensa a favor de la cultura viva de la Amazonía, le confiere a Saúl un compromiso ético, de lucha paralela con los grupos acorralados. No creo queso identificación haya sido un acto inconsciente. Más bien, considero que es una toma de conciencia social, dentro de los conflictos que plantea el conglomerado de la peruanidad. Recuérdese que él rechaza una beca de estudios a Europa. Esa decisión no fue antojadiza, pues el mundo blanco pretendía, con ello, alejarlo de su espacio vital. Su compromiso no procuraba recompensa, sino una actitud con alcances sociales definidos, una vez que ha muerto Salomón, su padre.
Uno de los aspectos más relevantes de esta novela de Vargas Llosa es la realidad ideológica que encarna la figura del hablador. Manuel Picado refiere lo siguiente sobre la ideología: “un sistema de representaciones del mundo y la sociedad que aseguran a los grupos sociales su cohesión y dinámica. En la sociedad de clases, el “efecto-ideológico” cobra vigencia en el momento en que la ideología de la clase hegemónica oculta sus condiciones de posibilidad, o sea, a partir del momento en que se escamotea el hecho de ser una representación, en el último término, un discurso relativo a una determinada organización de fuerzas de producción social” (Picado, 1983:24).
La perspectiva ideológica es la carga semántica que pueden desprenderse del discurso oral representado por la figura del hablador. Mediante los corpus textuales es posible configurar los presupuestos del discurso indigenista positivo que propicia el hablador, como enlace con la tradición machiguenga. Lo ideológico son los signos que evidencian un compromiso con las propuestas y el ideario que el hablador defiende a favor de su proyecto de vida machiguenga, frente a la cultura de los blanco, tras lo cual afirma su adhesión con los indígenas. El narrador lo llama un “rapto místico”.
El hablador posee un hábito misterioso: “Es hora de descansar”. “Es hora de prender las fogatas”. “Es hora a sentarse a escuchar al que habla”. Así lo hacían: descansaban con el sol o se reunían a oír al hablador hasta que empezaba a oscurecer. Entonces, desesperándose, decían: “Ha llegado el momento de vivir” (EH, p.62).
El narrador, sobre la base de la fotografía de Gabriele Malfatti describe: “Aquella comunidad de hombres y mujeres sentados en círculo, a la manera amazónica parecida a la oriental: las piernas en cruz, reflexionada horizontalmente, el tronco muy erguido […] estaba hipnóticamente concentrada […] hacia el punto central, una silueta masculina que, de pie en el corazón de la ronda de machiguengas imantados por ella, hablaba, moviendo los brazos” (EH, p. 10).
Cuando el narrador dialoga con Mascarita, este expresa: “Nuestra cultura es demasiado fuerte, demasiado agresiva. Lo que toca, lo devora. Hay que dejarlos en paz. ¿No han demostrado de sobra que tienen derecho a seguir siendo lo que son? (EH, p.97). Saúl plantea una defensa fervorosa de la identidad vital. El narrador expresa con ironía: “Es gracioso que el último indigenista del Perú sea un judío, Mascarita” (EH, p. 97). Llama la atención la apasionada defensa de Saúl en la relación con la dicotomía hombre/naturaleza. Él no quiere que llegue la civilización, el progreso y la modernización a un pueblo primitivo, porque ese acto implica cometer un crimen. Saúl afirma: Dejémoslos con sus flechas y taparrabos. Cuando te acercas a ellos y los observas, con respeto, con un poco de simpatía, te das cuenta de que no es justo llamarlos bárbaros ni atrasados. Para el medio en que están, para las circunstancias en que viven su cultura es suficiente. Y, además, tienen un conocimiento profundo y sutil de cosas que nosotros hemos olvidado. La relación del hombre y la naturaleza” (EH, p.98).
La novela concede especial importancia a la palabra como medio vehiculizador de la transmisión oral: “El que sabe todas las historias tendrá toda la sabiduría, sin duda. De algunos animales yo aprendí su historia. Todos fueron hombres antes nacieron hablando, o, mejor dicho, del hablar. La palabra existió antes que ellos. Después, lo que la palabra decía. El hombre hablaba y lo que iba diciendo, aparecía. Eso era antes. Ahora, el hablador habla, nomás” (EH, p. 128).
El narrador inquiere sobre la poca información relacionada con la figura del hablador. En la página 151 hay referencias a los textos de los misioneros Pío Aza, Vicente de Cenitagoya y Andrés Ferrero, así como las efectuadas por Paul Marcory. El narrador cuestiona la causa por la cual los etnólogos modernos no citan a los habladores. Su función social, en el caso de los machiguengas, desvela al narrador: “…mil veces trate de imaginarlos en sus peregrinaciones mediante la floresta, recogiendo y llevando historias, cuentos, chismes, invenciones de una islita machiguenga a otra, en ese mar amazónico en el que flotaban, a la deriva de la adversidad. Les dije que, por una razón difícil de explicar, la existencia de esos habladores, saber lo que hacían y la función que ello tenía en la vida de su pueblo, había sido en esos veintitrés años un gran estímulo para mi propio trabajo” (EH, p. 168).
Los habladores eran la memoria de la comunidad, los depositarios de los secretos de las familias, sus correos, les traían y les llevaban noticias, tanto del pasado, como del presente. Hablaba por horas y horas, porque ese era su oficio. De cuando en cuando bebía mosato para aclarar su garganta. Los temas eran diversos: viajes, hierbas, gentes, dioses, seres fabulosos, animales, geografías celestes o ríos.
Los habladores simbolizan un ritual: atención estática, carcajadas o tristezas: “Las pupilas ávidas, boquiabiertas, las cabezas enhiestas, no se perdían una pausa, una inflexión, de los que el hombre decía […] Los entretienen, son sus películas, su televisión […] sus libros, sus circos” (EH, p. 172). Ser un hablador ¿Era un quehacer? ¿Se heredaba? ¿Se elegía? ¿Se imponía? Ellos podían pasar hablando hasta diez horas. En el ejercicio de su trabajo, la figura del hablador podía comenzar sus relatos al atardecer, hablaba durante toda la noche, sin interrupción, hasta cerca de media noche. Nada fácil, sin duda.
Mascarita relata cómo se convirtió en la importante figura del hablador machiguenga: “Me dejaban escuchara lo que hablaban, aprender lo que eran. Yo quería conocer su vida, pues. De sus bocas oírla. Cómo son, qué hacen, de dónde vienen, cómo nacen, cómo se van, cómo vuelven” (EH, p. 202). Mascarita razona los porqués de su identidad raigal con los machiguengas: “Aquí volví sin haberme ido”. Así comencé a ser el que soy. Fue lo mejor que me ha pasado, tal vez. Nunca pasara nada mejor, creo. Desde entonces estoy hablando. Andando. Y seguiré hasta que me vaya, parece. Porque soy el hablador” (EH. p. 203). La revelación del afincamiento del hablador con los machiguengas es motivo, pues se había encontrado con su destino “algo de lo que dependía la existencia de un pueblo” (EH, pp. 91-92).
El hablador establece una simbiosis de origen identitario: “El pueblo que anda ahora es mío. Antes yo andaba con otro pueblo y creía que era mío. No había nacido aún. Nací de verdad desde que ando como machiguenga. Ese otro pueblo no se quedaba allá, atrás. Tenía su historia, también” (EH, p. 207). La metamorfosis de Zúratas es un proceso de conversión, un acto consciente, por convicción: “encontró un sustento espiritual, un estímulo, una justificación de vida, un compromiso, que no encontraba en las otras tribus de peruanos –judíos, cristianos, marxistas, etc.- entre los que había vivido” (EH, p. 232). El hablador encarna un código ideológico, por cuanto elige y decide irreversiblemente: “cambiar de piel, de nombre, de costumbres, de tradiciones, de dios, de todo lo que había sido hasta entonces. Es evidente que se fue de Lima con la intención de no volver y de ser otro para siempre” (EH, p. 232).
Es interesante señalar que el hablador llama “Gregorio Samsa” al loro, en clara intertextualidad matamorfósica kafkiana. El loro es su compañía, su monaguillo, su sombra, su tótem. Además, ese loro no es puro, sino imperfecto, tiene su pata enfurruñada, cojea, las alas son muy cortas: “Todo hombre que anda tiene su animal que lo sigue” […] Este hombre es para ti, cuídalo […] ¿No es el animal hablador? […] Muchas veces, en mis viajes, me quedé escuchando sus parloteos, riéndome con sus aleteos y su bullicio. Éramos pues parientes, quizás” (EH, p. 234).
Su judaísmo, en donde el número dos es básico, cumple una función importante: ¿Quién soy? ¿Quién quiero ser? Su feísmo facial es un estigma. Su lunar un detalle esperpéntico, que lo convertía en un ser marginal, excluyente. En todo caso, su elección es correcta en el sentido de encontrar su propia identidad personal e ideológica, ya que los machiguengas llenan su expectativa de vida. Asimismo, al ser su hablador, cumple una función cultural dentro de ese grupo étnico, lo cual va de acuerdo con el pensamiento y su modo de ver el mundo, dentro de la metáfora de su peruanidad extendida que es todo el texto. Su problema físico le permitió formular un alias: “Creo que su identificación con la pequeña comunidad errante y marginal de la Amazonía tuvo que ver –mucho que ver-, como conjeturaba su padre, con el hecho de que fuera judío, miembro de otra comunidad errante y marginal a lo largo de la historia, un paria entre las sociedades del mundo en las que, como los machiguengas en el Perú, vivió insertada, pero no mezclada ni nunca aceptada del todo” (EH, p. 233).
El narrador prefigura la decisión de Saúl Zuratas, el hablador, desde un universo que no es lo creíble, sobre todo, al considerar su preparación intelectual. El narrador expresa su código estético e ideológico en torno del compromiso que asume el converso Saúl: “Porque convertirse en hablador era añadir lo imposible a lo que era solo inverosímil. Retroceder en el tiempo, del pantalón y la corbata hasta el taparrabos y el tatuaje, del castellano a la crepitación aglutinante del machiguenga, de la razón a la magia y de la religión monoteísta o el agnosticismo occidental al animismo pagano, es difícil de tragar pero aún es posible, con cierto esfuerzo de imaginación” (EH, p. 233).
Zuratas renuncia a su anterior yo social ¿por miedo o por amor? El tiene más de veinte años de andar por las selvas de la Amazonía, donde prolonga “la tradición de ese invisible linaje de contadores ambulantes de historias” (EH, p. 234). La decisión de Mascarita de convertirse en un hablador es un desafío contra el orden sociopolítico e intelectual de su peruanidad. No escinde, en tal reto, una sórdida critica contra el comportamiento geosocial, al maltrato histórico con el que los blancos han silenciado las voces de las etnias indígenas, como nuevas voces del conquistador, ahora criollo. Destaca como una razón social, la nueva propuesta de vida que asume Mascarita: “Porque hablar como un hablador es haber llegado a sentir y vivir lo más íntimo de esa cultura, haber calado en sus entresijos, llegado al tuétano de su historia y su mitología, somatizado sus tabúes, reflejos, apetitos y terrores ancestrales. Es ser, de la manera más esencial que cabe, un machiguenga raigal, uno más de la antiquísima estirpe” (EH, p. 234).
¿Es la figura institucional del hablador, el signo de identidad que preserva la transmisión oral de la cultura machiguenga? No cabe duda de que el hablador es su memoria colectiva, tanto es así que los mismos indígenas establecen el tabú en torno de su figura: “No protegían a la institución, al hablador en abstracto. Lo protegían a él. A pedido de él mismo, sin duda. No despertar la curiosidad del viracocha sobre ese extraordinario injerto en la tribu. Y ellos lo habían venido haciendo como él se lo pidió, desde hacia tantos años, guareciéndolo dentro de un tabú que fue contagiándose a la institución toda, al hablador en abstracto. Si había sido así, lo respetaban mucho. Si era así, para ellos él era ya uno de ellos” (EH, p. 179). La protección que le otorgan los machiguengas es con la retórica del silencio secreto. Desde esa perspectiva, Saúl fue útil al pueblo que lo aceptó y con el cual convivió en forma voluntaria.
Consideraciones finales:
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por Lic. Miguel Fajardo Korea
Académico en la Universidad Nacional de Costa Rica
minalusa-dra56@hotmail.com
twitter:
@Mifajak
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