Tenía que darle de comer, como todos los días, a esa hora incierta del crepúsculo. Saldría al
patio, lo llamaría y con el brazo extendido ofrecería la escudilla colmada de frutos e insectos. Desde el gran cielo un aleteo de
oro descendería hasta el seductor recipiente y posaría sus patas rojas para saciarse y
llenarse el buche. Luego de un breve y melodioso trino se perdería entre las malezas densas
y húmedas del bosque.
Se querían. Eran
inseparables. Se gustaban. El movimiento de uno organizaba el devenir del otro. Un encuentro diario era suficiente. El resto del día era
cotidianamente soportable, carpetas y sellos, gente que iba y venia con notas y credenciales,
silenciosa y distraída, crucificada por el ritual de la costumbre.
En
el trabajo Rene Maita siempre oía al ruiseñor de su pensamiento. Sin aquella presencia su corazón empujaría oscuras resacas por las arterias. Escuchaba su canto aunque estuviera lejos, salía desde el hemisferio central del bosque, húmedo y denso, atravesaba las calles por el aire nebuloso y
penetraba por puertas y ventanas.
Se reveló a sus sentidos cuando aún estaba en el vientre de su madre. Imaginó allí cada una de sus partes, en ese fluido maternal lo auscultó por vez primera. Allí construyó los colores y la forma de su cuerpo. Tal vez las manos de ella sobre el vientre susurraron alas, sus piernas como remos en el agua bosquejaron aleteos. El niño y el ave nacieron juntos y estarían así durante la breve existencia que dura un sueño. Su madre había muerto al nacer él, es
decir, cuando ellos nacieron. Desde aquel momento la simulación de la vida fue perfecta: el ave existiría mientras el niño la pensara, y como él no podía pensarse sin ella, el destino de ambos estaba determinado. El plumaje del ave era suave, color pardo en el dorso y
amarillo en el pecho, el pico rojo y el remolino de los ojos un imán para que
René Maita cayera en ellos cada vez que los miraba. A veces recordaba el momento
en que descubrió y festejó al ave como propia: existía únicamente para sus sentidos. De esa manera el melodioso pensamiento se volvió único y secreto. El niño y el ave crecieron juntos. Si algún día no volaba hasta sus manos o no escuchaba su canto todo lo real acabaría por derrumbarse. Cada encuentro era un torrente de magia. Sin embargo, cuando aquel hombrecillo se interponía para molestarlos, un olor antiguo sacudía el aire, rancio y picante: una mezcla de pólvora y sangre. Un día en el trabajo René Mai-ta abrió la ventana para escuchar el canto de su pensamiento y entrecerró los ojos mientras respiraba el aire matinal. El canto del ruiseñor resonó repetidas veces en su cerebro y al levantar los párpados pudo distinguir el bosque desde donde venía el sonido. Con sorpresa descubrió en la ventana contigua a un hombre mirando en la misma dirección. Luego cruzó
una mirada con él y desapareció. Aquella sospechosa actitud lo llenó de temor. La preocupación se fue acentuando al repetirse esa escena y otra serie de
acontecimientos que resquebrajaron la intimidad simbiótica del ave y René Maita. Él intuía que el hombrecillo también escuchaba el canto
maravilloso del ave pero nunca la había observado: buscarla se convertiría en una obsesión. Una tarde el ruido entre las ramas hizo que le temblaran las manos cuando sostenía la escudilla en alto e innumerables veces se sintió observado durante sus caminatas.
Tenía que darle de comer, como todos los días, a esa hora incierta del crepúsculo. Salió al patio, lo llamó y con el brazo extendido ofreció la escudilla colmada de frutos e insectos. Desde el gran cielo un aleteo de oro descendió hasta el seductor recipiente. En aquel momento estalló un disparo entre las ramas. Recordó entonces los espasmos de mamá, el fluir del río debajo de sus piernas, la intensa luz, el canto aún entrecortado del ave, el ir y venir de
gente silenciosa y distraída, un llanto, su propio llanto entre aleteos amarillos. Fue suficiente tan sólo un disparo para que un olor antiguo sacudiera el aire, rancio y picante: una mezcla de pólvora y sangre. Luego, el perfil del mundo fue desgranando sus contornos: cielos, astros, dioses y mortales sucumbieron en los apretados pliegues del cerebro de René Maita, a la espera de que el canto del ruiseñor creara otra vez el universo.
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Cuento de
María Virginia Emma
La sutil ferocidad de lo ausente
Estas páginas le dan la bienvenida a esta autora local que se dedica desde hace años a su escritura
Poco a poco se vuelve del amor. Atravesando un territorio extenuante. Caminando sobre una bruma que se descorre y devela el mundo abrigado del alma propia. Yo retornaba, cansadamente, y deseando el final del viaje, con llanto aún y herido, como un animal salvaje condenado por instinto a librar una batalla implacable. Así volvía, sin armas ya y con el cuerpo aliviado de su peso. Brutal peso de la alegría y el encantamiento, brutal peso de la ausencia. Y fue entonces, en medio de aquella pesadumbre, que su sombra larga se perfiló sobre el fondo de la calle.
sin desvelarse por publicar. El claroscuro y lo suge-rente de este texto se ajustan al deseo devasta-
No hubiese querido verla jamás. Debí seguir mi camino, arrancarla de mis ojos, huir. Pero era
Cuando llegué a su lado su cuerpo
era tan intenso como su sombra.
Me miraba recortada contra
la luz de una vidriera y no tenía matices ni relieves
tarde. Me detuve en medio de la calle y extendí la mano. Amparado en el inquietante artilugio de
dor de aquello que está ausente. Una atmósfera envolvente que nos abraza a los lectores como
la distancia, toqué la sombra adorable. Era negra y precisa. Con la punta de los dedos recorrí el talle, la falda, la calavera redonda. Ella giró hacia mí. ¿Sintió acaso mi caricia, el deseo furtivo? Escondí la mano en el bolsillo de mi abrigo y caminé. Cuando llegué a su lado su cuerpo era tan intenso como su sombra. Me miraba recortada contra la luz de una vidriera y no tenía matices ni relieves. ¿Nos conocemos? preguntó, respondí que no, que nunca la había visto. Por cierto le mentí, yo había visto su silueta encantadora al final de la calle. Entonces acompáñeme al bar,
una sombra; un contorno generado por esa luz lejana que tantas veces es el amor.
invitó, y señaló el lugar del que provenía la luz que la ocultaba. La seguí sin responder y pidió vino tinto. Tráiganos una
Entonces acompáñeme al
bar, invitó, y señaló el lugar del que provenía la luz que la ocultaba.
jarra, ordenó, y un vaso y una taza, blanca, con asa. Miré su cuerpo de sombra envuelto en el humo de un cigarrillo. Debí seguir mi camino,
pensé y serví el vino. Llevó la taza hasta su boca y la vació de una sola vez. Tiene por hábito tocar sombras, dijo. Y volví a mentirle porque temí que pensara que no era capaz de ser feliz. Usted necesita bailar, afirmó y se puso de pie a mi lado. Corrí la silla y la tomé por la cintura, ella apoyó las manos sobre mis hombros y descansó su cabeza en mi pecho. Comenzamos a girar lentamente en medio del silencio y el humo y sentí su cadera delgada, balancearse bajo mi abrazo. Seguimos bebiendo y bailando la noche entera. Cada vez la envolví con más intensidad,
como si fuese una ofrenda sustraída del sueño de otro, un gesto impune,
Miré su cuerpo de sombra envuelto en el humo de un
cigarrillo. Debí seguir mi camino, pensé y serví el vino.
descarado. Le dije que la amaba más de una vez y, cada vez, se enlazó a mí como un niño pequeño y leve. El amanecer la encontró en mi falda, dormida y liviana, ebrios los dos, como flores su-
mergidas en una botella de alcohol. Déjenos aquí, pedí al mesero y debió ser su cuerpo bajo un rayo de sol lo que lo conmovió. Cuando desperté la luz del bar alumbraba la mesa. Escuché ruido de voces, de vidrio y de líquido vertido. Ella ya no estaba sobre mi falda ni de pie junto a mí. Yo no he visto nada, respondió el mesero y pedí una jarra de vino tinto. La bebí toda, esperando. El tiempo se deshizo en mi cuerpo incrédulo y cansado. Me levanté dejando un billete bajo una taza, blanca, con asa. Salí a la calle y caminé. Atravesé un territorio extenuante, caminé bajo el peso bru-
tal de la ausencia, como un animal salvaje condenado por instinto a librar una lucha implacable. Y fue entonces que una sombra, larga, adorable, se perfiló sobre el fondo de la calle. Yo no hubiese querido verla jamás, sin embargo, en el artilugio inquietante de la distancia, levanté los dedos y la toqué.
María Virginia Emma (1959) nació y vive en la ciudad de Río Cuarto. Asistió a diversos talleres literarios en la Pata-gonia, donde residió durante dieciocho años, y en Río Cuarto. Trabajos suyos de poesía y de narrativa fueron distinguidos en el Certamen 2008 de la SADE de Rio Cuarto. Tiene una novela inédita, Vidas rotas, de próxima aparición.
Próximo domingo Cuanto Braceando bajo la lluvia, de Gustavo de la Arada. |