El país que no termina

poema de Dolores Etchecopar

Un sollozo de despedidas
empezaba a inundarnos con su seda transparente,
pero la ráfaga del tren nos secó
como a grandes hojas de un otoño súbito.
Vinimos a establecernos en esta ciudad

como viejos pájaros sobre una osamenta.
Un niño sale de una fábrica de textiles

— parece soñar con un premio

en su delgada blusa azul — ,

se dirige al depósito de las redes

donde duermen sus dos tíos borrachos.
No le gusta la agricultura,

pero tampoco esos ojos de humo

que observan la torre del reloj.
La hora mendiga de los mercados
deja su mano quieta en la parada del bus
y las calles desabrochan su húmedo ropaje.
Barrocos balcones escalan

paredes de una sola lámina sencilla.
La luz alta que camina sobre los zócalos

baldea los techos y la noche

que todavía viene del campo

y da mal las direcciones.
A veces pensamos irnos,
pero no hay donde guardar
todas estas alas, que oxidó un dulce río circular.
No hay donde termine este país

con veranos de ojos inmensos

y galerías y perros
y mujeres que se sientan sobre blancas lonas

a escuchar cómo remienda su voz el mar

en el oído atento del cielo.
Pero no hay dónde.
Hacia el sur
las madres desmontan las leyes del aire

para rasgar en línea recta

la tela de la próxima boda.

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