Siempre he creído que uno de los lugares más famosos, al menos para un hispanohablante, es Isla Negra, no importa si se ha estado físicamente o no. Todos los que amamos a Pablo Neruda conocemos su existencia, así como todos conocemos otros lugares míticos, ancorados en lo más profundo de nuestro sistema límbico, como son Macondo, o Santa María o Yoknapatawa. La diferencia es que Isla Negra existe, pero, contrariamente a lo que uno pudiera creer no es una isla. Está, eso sí al borde del mar, de un mar violento, las olas parecieran ser del tamaño de una casa, y vienen a morir en un acantilado de una hermosura inconmensurable. Son piedras enormes, cuasi míticas, como si el mundo recién despertara de un largo y profundo sopor, como si recién acabase de ser inventado, creado o soñado, o todo a la vez; ¿Por qué dónde comienza la realidad y donde termina la imaginación? La frontera entre esos dos conceptos es frágil y como un funámbulo se transita sobre ella, meciéndose de un lado a otro de esa cuerda que puede romperse al menor descuido.
Hace tres años tuve la oportunidad de visitar la casa que Pablo Neruda construyó como si de un barco se tratara. Una casa nada convencional y en la que difícilmente yo podría vivir. No obstante, la emoción que sentí al visitarla no ha sido nunca equiparada con otras experiencias y otros viajes. El día anterior habíamos estado, mi marido, mi hijo y yo, en “La Chascona”, la casa de Pablo Neruda y Matilde Urrutia, en Santiago. Es de anotar que “chascona” quiere decir “despelucada”; es así como Neruda llamaba a Matilde, la mujer de su vida. Y si bien la visita me había interesado mucho, máxime que fue allí donde la turba enloquecida saqueó la biblioteca de Neruda la noche de su muerte, sin que las fuerzas policiales hicieran algo por proteger el legado del poeta. Recuérdese que Augusto Pinochet acababa de dar su golpe de estado y que Chile entraba en una larga y tenebrosa noche, de la cual aún se hacen esfuerzos enormes por salir de ella y recobrar la cordura total que le fue arrebata en la nefasta fecha del 11 de septiembre de 1973. La biblioteca, como todas las construcciones de Neruda, tiene una particularidad bastante extraña. Cuando se penetra en su interior, y se comienza a recorrerla, lo primero que viene a los sentidos es una sensación de mareo, el piso está construido en declive, y los oídos perciben un crujido, el crujido de la madera de un bote en alta mar. De tal forma que al caminar se siente la impresión de estar navegando. No en vano Neruda se llamaba a sí mismo “Marinero en tierra”. Al día siguiente de la visita de Isla Negra, visitamos su tercera casa, “La Sebastiana”, ubicada en Valparaíso. Pero es Isla Negra, a una hora de Valparaíso, la casa que hizo que todos los sentimientos de amor, admiración y respeto por Pablo Neruda, salieran a flote. Cuando entré en la sala y la guía comenzó a explicar el significado de cada objeto, o al ver sus mascarones de proa traídos de sus viajes, sentí que un quejido profundo salía de mi pecho y que por razones de “urbanidad” debía acallar. Cuando entramos al cuarto que compartía con Matilde Urrutia, al ver su cama, colocada de tal forma que al salir los primeros rayos del sol pudiesen penetrar por la ventana sin cortinas, para que de esa forma fuese despertado y no con el sonido trivial, y a veces de pesadilla, que es un despertador automático. Y al mismo tiempo que los tímidos rayos del sol le besaban las mejillas; sus ojos, al abrirse con el contacto de las manos de la aurora, vieran ese mar indómito que lame las rocas de su casa. Entonces ya no pude más, y el quejido que trataba de ahogar, de retener en silencio, salió con una furia incontenible. La poesía de Neruda, con la misma que había aprendido a amar, me refiero a “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, o “El hondero entusiasta” o “Los versos del capitán”; o con la que había viajado, pienso en “Alturas de Machu-Picchu”, esa oda latinoamericana, ese lamento visceral, esa búsqueda de nuestros propios orígenes; salió a flote en un llanto que ya no pude controlar. Todas las fotos que registran mi rostro ese día, muestran la pérdida y el dolor, pero también el amor y la esperanza. Por supuesto que también visité la biblioteca. En un corredor largo y estrecho, está una mesa que el mar le regaló una mañana, una mesa que había naufragado quien sabe por cuánto tiempo. La ubicó al lado de otra ventana, a la que consideraba su cuadro favorito, ya que desde allí vislumbraba su mar. En esta biblioteca está parte de su considerable colección de caracolas marinas, la mayor parte fue donada a la Universidad de Chile y por supuesto su colección de botellas. La visita culmina con el paseo obligado del jardín donde están enterrados los dos amantes, al frente del mar. No hay que olvidar que para que ésto fuese posible hubo que esperar largos años, hasta 1992, ya que Pinochet había prohibido que su sepultura ocupase el lugar que el poeta había designado como su lugar preferido para su sueño eterno.