Elegía
a mi hermano |
Jueves
22 de noviembre de 2001 El
teléfono sonó muy temprano, eran las siete de la mañana. Yo me estaba
preparando para ir al trabajo. Dije aló y me respondió tu voz recia,
ronca, aparentemente tranquila, pero que no podía ocultar el miedo que
había comenzado a roerte desde hacía 12 horas. Fuiste directamente al
grano.
-Tengo
cáncer en el esófago. El médico me visitó ayer en la noche y me dijo
que debía ser operado lo más pronto posible, pues es de una gran
malignidad.
Quedamos
de hablar más tarde. Imagino la noche que has debido pasar. Solo en tu
apartamento. Sin tus hijos, sin una de tus tantas novias, sin nadie. Ese
fue tu verdadero cáncer, tu soledad. Anoche
vino Álvaro. Se sentó en la sala y me dijo que los exámenes habían
confirmado lo que él pensaba. Tengo cáncer en el esófago y debe ser
extirpado en su totalidad. El estómago también hará las veces de esófago.
Álvaro, además de médico, es mi amigo. Debo contárselo a mis hijos y a
mi familia. ¿Cómo decírselo a mi madre? Te
llamé a mediodía. Toda la mañana había pensado en tí, en mi mamá, en
como se lo dirías. Me pediste que lo hiciera yo. Ha sido la prueba más
difícil por la que he tenido que pasar. Decirle a una madre que su hijo
tiene cáncer, es como condenarla a una muerte en vida. No obstante, lo
hice. Entendí que tú ya tenías bastante con tu enfermedad, como para
anunciarle el dolor que le ibas a causar. Un dolor que tú hubieses
querido evitarle, no sólo a ella sino a tus hijos y a todos nosotros.
Pero sobre todo evitártelo a ti mismo. Amabas la vida y la disfrutabas.
Hay personas que el acto de vivir les representa un sacrificio y un
esfuerzo enorme. Para ti vivir era una fiesta hermosa. Todos los días del
año había algo para celebrar. Una pluma que recogías del suelo, el
vuelo de una mariposa, la risa y las voces de tus hijos, los libros que te
acompañaban en las noches, las conversaciones con tus amigos, las mujeres
que te hacían incansablemente la corte. No estabas preparado para morir.
Estoy segura que nunca lo habrías estado. Mi
mamá llega esta tarde, debo recogerla en el aeropuerto. Ahora más que
nunca tengo que sacar fuerzas. Debo ocultarle que desde hace 32 horas soy
una hoja sacudida por la tormenta, como los personajes del libro de Ling
Yutang. La muerte no es una batalla perdida, es una guerra perdida. Y yo
ya he perdido mi primer combate, así que ya estoy en desventaja. Antes de
la batalla final, habrá otras que librar, al principio habrá una que
otra tregua, pero después se desencadenará con toda su furia y ya no
habrá marcha atrás. Sé que voy a morir. Voy a luchar, pero será en
vano. Sábado
24 He
madrugado. Preparé un morral con lo esencial. Le dije a mi hijo que nos
íbamos de paseo, a ver al tío. Le gustó la idea. En el terminal no nos
demoramos mucho, es feo, un poco siniestro y huele mal. El típico
terminal de buses de un país subdesarrollado. Después de poco más de
una hora de viaje, en la que no dejo de pensar en mi hermano y en sus
hijos, llegamos a su apartamento. He decidido que seré un báculo, que
sirva de apoyo para él y para mi madre. Nos abrazamos, yo oculto mi
pesadumbre y mi mamá dice que no me perdona el no haberla llamado
inmediatamente. Trato de explicarle que Carlos Eduardo no me dejó, no
entiende razones, la entiendo, ¿Cómo podría entenderlas, si es su hijo
al que va a perder? Aquí
están las dos mujeres que tanto amo. Me ayudan a soportar la ausencia de
mis hijos. Esto nos cayó como un derrumbe, nadie lo esperaba. Así que
ellos no han podido venir, como no ha podido venir el resto de la familia.
Le pido a mi hermana que me prepare una moussaka, nadie la hace como ella.
Hemos hablado mucho, está consciente del riesgo que corro con la operación.
No me dice nada, deja que hable, que le explique una y mil veces la
operación que me van a hacer. Siempre he confiado en ella. Domingo 25 Mañana
debo trabajar. Me gustaría quedarme en este apartamento, intuyo que los días
están contados y que las horas son nuestras enemigas. No digo nada,
quiero dar la impresión que no pasa nada. Como si le fueran a sacar un
par de muelas. Sé que no es así. Pero quiero esconder el sentimiento de
angustia que anida en mi pecho. En semana y media tendrá que ingresar al
hospital, hasta entonces debo ser una roca por él y por mi familia.
Prometo regresar el próximo viernes. Los
he llevado al terminal de buses. Le he dado un abrazo, sentí un ligero
temblor, imperceptible. La he abrazado fuerte, como si quisiera darle
todos los abrazos que no podré darle en el futuro. Miércoles,
5 de diciembre Mi
hijo sabe que su tío está enfermo. No sabe muy bien que es la muerte. Sólo
tiene seis años, ¿Cómo podría saberlo? En diciembre pasado nos fuimos
una semana para una finca. Una noche me preguntó si siempre iba a estar a
su lado. Le expliqué que era
algo que no estaba en mis manos, por lo que algún día no podría estar
con él. No entendió muy bien lo que trataba de decirle, así que quiso
tener respuestas claras. Le hablé de la muerte. Quiso que le prometiese
que nunca me iba a morir. -Eso no te lo puedo prometer -le dije-. Recuerdo
el dolor que sintió. Por primera vez se enfrentaba a la finitud de la
existencia. Se puso a llorar. Yo lo cargué, lo arrullé, le canté una
canción de cuna, le dije que eso no pasaría pronto, que no había porque
inquietarse, que mamá estaba ahí y que no pensaba morirse, que su hora aún
no había llegado. Se tranquilizó, durmió conmigo, como lo hacía
siempre. Al día siguiente ya no sea acordaba de
nuestra primera conversación metafísica. Ayer
en la tarde dije que no iría a trabajar, mi hermano y mi mamá me
necesitan. Volveré en enero, después del período de vacaciones. Voy a
quedarme el tiempo que sea necesario. Llegó
para quedarse, me alegra, porque estamos los cuatro juntos, pero también
sé lo que representa. Sabe que voy a morir y quiere aprovechar todos los
momentos posibles para hablar conmigo. Hoy me trajo el manuscrito del
libro que le van a publicar. Es un cuento para niños, nos lo lee y nos
muestra las copias de las ilustraciones. Me alegro por ella. Siempre ha
deseado ser escritora. Quisiera acompañarla el día del lanzamiento del
libro. La garganta se me cierra, sé que no es posible. Por otra parte
agradezco que haya venido, su presencia adormece un poco el miedo que
siento al hacer los trámites que faltan para la operación. Esta
noche vino el médico y Carlos Eduardo habló nuevamente de su enfermedad
y del proceso quirúrgico que le van a hacer. Me lo ha contado infinidad
de veces. Yo lo escucho, sé que en el futuro no tendré la oportunidad de
oír su voz. Por otra parte, hablar sobre el cáncer que lo está
devorando, es una forma de entender y de exorcizar el miedo que tiene.
Siempre ha sido miedoso. Tanto en su niñez como en su juventud los primos
y los amigos se divirtieron mucho a costa de él. Nunca les guardó
rencor, al contrario, narraba las malas pasadas que le jugaban como una anécdota
más, él era el primero en reírse. Sábado
7 Hoy
hemos comprado las velas para el alumbrado. La tarde ha estado gris y
lluviosa. Desde temprano mi niño ha estado pendiente de papá Noel, cree
que llega esta noche. Carlos Eduardo le ha propuesto arreglar el pesebre,
han puesto luces de colores alrededor de la ventana. Los dos están muy
contentos, se ríen, es como si tuviesen la misma edad. Son buenos amigos.
Mi hermano siempre ha amado los niños, se entiende muy bien con ellos. En
realidad se entiende bien con todo el mundo. La gente lo aprecia. Tiene un
carisma muy especial. No conozco a nadie que sea capaz de relacionarse
como él. Cuando es presentado a alguien, a los cinco minutos pareciera
que se conocieran de toda la vida. Debe de ser por sus ojos, en ellos se
lee confianza y lealtad. desde que se separó no ha logrado tener una
relación estable con una mujer; sin embargo, ellas lo cortejan
incansablemente. No
deja de llover. Sé que es mi último alumbrado. Hasta la vida me niega
esta oportunidad. Si la llovizna continúa, no habrá velas encendidas y
yo me iré a la cama con la sensación de haber perdido la posibilidad de
reencontrar mi infancia, antes de irme de este mundo. Pienso en mi padre.
Cada diciembre nos llevaba al centro a comprar el musgo y casas nuevas
para el pesebre. Luego nos ayudaba a armarlo, mientras que mi mamá
colocaba adornos por toda la casa. Siempre estuvo atento a nuestros sueños.
Desde hace varios días tengo la leve sensación de ser vigilado, como
cuando era pequeño. Me debe de estar esperando. Sabe que le tengo miedo a
la muerte. Él va a ayudarme a cruzar el túnel, será mi luz, mi guía,
me dará su mano y ya no sentiré aprensión. Son
casi las nueve de la noche y sólo ahora ha dejado de llover. Los
niños del barrio no habían querido acostarse y han comenzado a encender
las velas. Carlos Eduardo y mi hijo salen al andén. Recorren el alumbrado
más triste que he visto en mi vida. Él no dice nada, pero debe de estar
devastado por dentro. Por fortuna mañana se vuelve a repetir, pero
sabemos que el verdadero día es hoy, el 7 de diciembre. Hoy más que
nunca hubiese querido que esta fecha navideña fuese de verdad una fiesta.
No lo fue. Es un mal presagio, él no estará con nosotros ni el
veinticuatro ni el treinta y uno de diciembre, ni nunca más. Martes
11 En
estos días me he pasado enfrascada en el libro de El Señor de los
Anillos, de Tolkien. Ha sido la forma de escape que he tenido para no
pensar en la hecatombe que estamos viviendo. Mi hermano me pregunta a cada
instante en que voy. Quiere que le cuente el libro. Le hablo de los Ents,
le cuento que son pastores de árboles y poseedores de una gran sabiduría.
Mi hijo y él me miran embelesados. Les gusta como me expreso de los
libros que amo. Les hablo de la fuerte impresión que tuvo Pippin cuando
conoció a Bárbol; su mirada profunda y penetrante, es uno de los párrafos
más significativos de la obra, de una gran calidad estética. Me piden
que les lea un aparte del párrafo en cuestión. “-
Uno hubiera dicho que había un pozo enorme detrás de
los ojos, colmado de siglos de recuerdos, y con una larga, lenta y
sólida reflexión; pero en la superficie centelleaba el presente: como el
sol que centellea en las hojas exteriores de un árbol enorme, o sobre las
ondulaciones de un lago muy profundo. No lo sé, pero parecía algo que
crecía de la tierra, o que quizá dormía y era a la vez raíz y hojas,
tierra y cielo, y que hubiera despertado de pronto y te examinase con la
misma lenta atención que había dedicado a sus propios asuntos interiores
durante años interminables”. Carlos
Eduardo hojea el libro, quisiera comenzar a leerlo, pero sabe que no tiene
tiempo, así que me hace más preguntas y yo se las contesto todas. Son
las tres de la tarde, él ya debería de estar en la clínica, mañana lo
operan a primera hora, pero no se ha querido ir. Hace un rato me dijo que
él quería seguir viviendo, siempre y cuando la operación fuese un éxito.
Hablamos de calidad de vida. Los dos estamos de acuerdo en que no vale la
pena vivir por vivir. De todas formas, cualquiera que fuese su decisión
yo la respetaría. Ni él preguntó si estábamos de acuerdo con el
procedimiento quirúrgico, ni nosotros cuestionamos su derecho a decidir
por sí mismo. Son
las cuatro y media. Han llamado de la clínica para preguntar porque aún
no he llegado. ¿Por qué tendría que apresurarme para ir al patíbulo?
Una vez que cruce el umbral de este apartamento, sé que nunca más podré
dar marcha atrás. ¿Por qué tendría que salir corriendo detrás de la
muerte? Si es ella la que me pisa los talones. Desde hace quince días no
hace sino danzar al frente de mi cama, en una invitación que no deja
lugar a dudas, me quiere con ella definitivamente. Son
poco más de las cinco. Hemos salido del apartamento, aún no he cerrado
la puerta cuando veo que se derrumba en medio del corredor de acceso al
edificio. Es un animal acorralado por los cazadores. Llora, gime, trata en
vano de desprenderse de todo lo que deja atrás. Es un cuadro desgarrador.
Nunca había visto a alguien despedirse así de la vida. Arrancarlo de allí
es una posibilidad que ni siquera me viene a la mente. Tiene que ser él
quien dé el siguiente paso. Mi mamá no dice nada, pero veo en su mirada
como lo cobija, para ella es el niño que acaba de nacer. ¿Por qué se lo
arrebatan ahora? Soy madre. Conozco muy bien esa simbiosis madre-hijo.
Alguna vez mi hermano mayor me contó un artículo de un psicólogo que
decía que los niños consideraban que ellos y la madre eran un mismo ser;
y que sólo a partir de los dos años comenzaban a tomar conciencia de su
propia autonomía. Las madres, en cambio, no logramos nunca separarnos de
ellos. Física y psíquicamente estamos unidas a ellos por el resto de
nuestras vidas. Son
las 7 de la noche, mi mamá y mi hermana se acaban de ir. Cuando lleguen
mañana, ya no podré verlas, estaré en el quirófano. Siento como el
silencio de la clínica me succiona y me deja caer a un pozo de
desasosiego, oscuro y negro.///Hemos estado toda la mañana en la sala de espera. Poco a poco van llegando los tíos y los primos. Han sido muy solidarios. Al finalizar la mañana los médicos salen para decirnos que la intervención ha sido un éxito. Podremos verlo en horas de la tarde. A las 3 p.m. en punto estamos en la sala de espera de cuidados intensivos. Sólo podremos entrar separadamente y quedarnos cinco minutos con él. Es la primera vez que entro a una sala así. Me acerco al catre de mi hermano. Aunque la operación ha sido un éxito, al verlo no puedo dejar de pensar que se va a morir. Me pregunta “si le han sacado el cáncer”. Quiere asegurarse que no se le va reproducir. Yo le digo que no, que ya no hay nada que temer. Le miento y él lo sabe. Mi madre y yo regresamos en un taxi, sin decirnos nada nos miramos y las lágrimas corren por nuestras mejillas. Ella también ha visto a la muerte agazapada en un costado de su cama. Miércoles 12 Hemos estado toda la mañana en la sala de espera. Poco a poco van llegando los tíos y los primos. Han sido muy solidarios. Al finalizar la mañana los médicos salen para decirnos que la intervención ha sido un éxito. Podremos verlo en horas de la tarde. A las 3 p.m. en punto estamos en la sala de espera de cuidados intensivos. Sólo podremos entrar separadamente y quedarnos cinco minutos con él. Es la primera vez que entro a una sala así. Me acerco al catre de mi hermano. Aunque la operación ha sido un éxito, al verlo no puedo dejar de pensar que se va a morir. Me pregunta “si le han sacado el cáncer”. Quiere asegurarse que no se le va reproducir. Yo le digo que no, que ya no hay nada que temer. Le miento y él lo sabe. Mi madre y yo regresamos en un taxi, sin decirnos nada nos miramos y las lágrimas corren por nuestras mejillas. Ella también ha visto a la muerte agazapada en un costado de su cama.
Son
las nueve de la noche. Álvaro me ha llamado por teléfono, mi hermano ha
presentado una complicación. Hay que operarlo nuevamente de urgencia. En
la clínica me explican -yo que nunca he entendido nada de nada de
medicina- que el estómago se le necrosó. Ahora
toda la familia está con nosotras. Mi mamá está rodeada de todos sus
hijos. Nos va a necesitar mucho. Estaremos a su lado para mimarla y
ayudarla a soportar el dolor que representa despedir a su hijo. Mis
sobrinos, los hermosos hijos de mi hermano, también están aquí. Les daré
todo mi amor para ayudarles a sobrellevar la pena que se lee en sus
rostros temerosos. Epílogo Mi hermano pasaría 21 días en cuidados intensivos. Hubo que hacerle varios procedimientos quirúrgicos. En la noche del treinta y uno de diciembre de 2001, los médicos le explicaron a la familia que ya no podían hacer nada. Murió al día siguiente con plenas capacidades mentales. Se despidió con lágrimas en los ojos, no dijo nada, no podía decir nada, pero entendió que había perdido la guerra. Mi padre lo estaba esperando en la mitad del túnel. Sé que al final no tuvo miedo, él lo ayudó a encontrar la calma necesaria para dejar este mundo. |
Berta Lucía Estrada E.
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