Bora-Bora
Berta Lucía Estrada E.

Primera voz

Todas las tardes vengo a contemplar el mar.

Me gusta sentarme en la arena blanca. Mis manos se hunden en busca de fareres, con los que luego me adorno las muñecas, los tobillos o el cuello. Me los pongo para bailar. Me encanta escuchar el tintineo que hacen a medida que mi cuerpo se mueve como lo hacen las olas cuando acarician la playa. Amo a Ruahatu, el dios del mar. No sabría vivir sin él. Cuando me sumerjo en el agua me olvido de mí misma. Muchos le temen, pero yo no. Si se enoja, las crestas de sus olas crecen hasta cinco veces la estatura de Pomari, el hombre más alto de la isla. Pero también es un dios que sabe amar, cuando eso sucede, su cola de pez espada me toma por la cintura y me lleva a Toa-Marama. En sus playas bailamos un hula kahiko, una danza tan antigua como los atolones que nos rodean; y eso que mis antepasados llegaron aquí hace muchas lunas; no podría contarlas, necesitaría hacer montañas y montañas de fareres. Pero saber el número de lunas carece de importancia.

Estamos aquí desde que tenemos memoria, nuestros cantos así lo atestiguan.

El cielo es azul, de un azul transparente como el mar. El sol me hace cerrar los ojos y me duermo pronto. Sueño con los movimientos de otea vahine, la danza dedicada a Oro, el dios de la guerra. No entiendo el aparima, la historia contada con las manos y las caderas.

Es extraño, conozco todos los movimientos del otea vahine, y del otea amui. El otea amui lo bailamos con los tanis, los hombres de la isla. Pero estos movimientos nunca los he visto, son nuevos y no tienen la cadencia a la que estoy acostumbrada. La música del pahu se me hace más fuerte que nunca. Despierto sobresaltada. Es entonces cuando diviso algo a lo lejos, es una especie de canoa, pero inmensa, tan alta como alguna de las montañas de la isla. La observo detenidamente. Avanza hacia la costa, no me he equivocado. Nunca ví algo así. ¿Qué podrá ser? Pienso que de pronto Ruahatu se ha puesto celoso porque me ha visto bailar para Oro. Pero él sabe que lo amo. Me levanto apresuradamente y corro en dirección a la fare, mi casa de bambú.

Desde antes de llegar ya he gritado varias veces “tabú, tabú”. Todo el mundo sale a preguntarme que pasa. Quieren saber porque grito de esa forma si nunca lo hago. Les cuento que he visto a tabú, que algo mágico se desliza por el agua. -No, no es una canoa – respondo a los niños-, o bueno, si, es una canoa, inmensa, del tamaño de varias faris – agrego-.

Segunda voz

Han pasado muchas lunas y muchas épocas de lluvia desde que el grito -tabú tabú, rompiera el silencio de la isla. Ahora soy yo quien baila el otea vahine con los movimientos que una de mis antepasadas soñó. Bailo para los turistas que vienen todas las noches al restaurante donde trabajo. Al final de cada danza la gente me aplaude, todos quieren tomarse una fotografía conmigo. Les parezco exótica, aunque luego se olvidarán de mí. Lo que no intuyen es la historia que repito una y otra vez. No quiero olvidarla, no puedo olvidarla.

Hace parte del legado de mi pueblo. Yo lo heredé y mis hijas lo harán a su vez. Es una historia trágica, que cambió el rumbo de nuestros atolones para siempre. 

Cuenta el otea vahine que una gran canoa, mucho más grande que las más grandes de nuestras piraguas dobles, del tamaño de varias fares, llegó una tarde a las playas de nuestra isla. De ella se bajaron muchos hombres con pelos en la cara, sus cuerpos estaban cubiertos, sólo se veían las manos, parte del cuello y la cabeza. Tenían los pies ocultos bajo una gran mancha negra que subía hasta las rodillas. Olían mal, tenían los dientes negros y hablaban una lengua extraña. No les entendíamos. En un principio pensamos que eran guerreros al servicio de Oro, el dios de la guerra. No entendiamos que pasaba. Siempre le rendiamos tributo. 

Danzábamos en honor a él y no lo habíamos defraudado. ¿Porqué nos enviaba ahora sus guerreros? ¿Qué quería de nosotros? Somos un pueblo generoso, lo que tenemos lo compartimos con todos los que nos rodean, así que los invitamos a comer. Las vahines, habían preparado fafari, es un pescado marinado en agua de mar, a mi pueblo le encanta. Al terminar de comer nos fuimos al mar, queríamos bañarnos, cuando vieron que todos, hombres, mujeres y niños hacíamos del baño un bringue, decidieron sumarse al festejo. Cuando se desnudaron, nos dimos cuenta que eran tan humanos como todos nosotros. Algunos estaban enfermos, así que les dimos noni, la fruta sagrada que cura todos los males. 

Los días pasaron y los viajeros no partían, ni tampoco participaban en la pesca, ni en las labores propias de la comunidad. Construir una fare, arreglar un techo, salir en busca de frutas, eran tareas comunes en las que debía participar todo el poblado, nosotros las llamamos ohipa. De la solidaridad dependía la sobrevivencia del grupo. Poco a poco fuímos aprendiendo su idioma y ellos a su vez aprendían a hablar el maorí. Cuando pudieron hacerse entender, ya se habían apropiado de los mejores terrenos de la isla y de las mujeres más hermosas. No entendíamos porque lo hacían, nosotros habíamos vivido aquí y lo que hay en la isla, cocoteros, mangos, nonis, es un regalo que nos ha hecho fenua, la madre tierra. Los árboles sirven para nuestro sustento, pero no nos pertenecen. Ellos nos dan las frutas, en cambio cuidamos de ellos.

Con Ruahatu, es igual, él nos permite pescar y nosotros danzamos para él. Una mañana, a la salida del sol, vimos que estaban destruyendo el marae, nuestro sitio sagrado, es allí donde danzamos y cantamos a los dioses. Un grito agudo, de gran dolor, salió de nuestra garganta, habían destruido tambien los tikis.

Cuando los tani les dijeron que debían partir, que ya no eran bienvenidos, los viajeros se pusieron furiosos. Respondieron que esta isla le pertenecía a un tani al que llaman rey; nadie entendió. No lo habíamos visto nunca y la isla siempre nos ha acogido. Se desató una lucha y el aire retumbó con un estruendo horrible. Todos salimos corriendo, en busca de la protección de Ruahatu. No entendíamos que pasaba. Cuando regresamos, Pomari, el hombre más alto de la isla y el de más coraje, yacía en el suelo; cuando nos acercamos para ver que le pasaba, vimos que estaba muerto.

Pocos días después, los hombres se volvieron a rebelar y nuevamente escuchamos el estruendo horrible. Esta vez vimos como salía una rafága de fuego, el miedo fue aun mayor; pero ya no corrimos en busca de Ruahatu.

Acababa de caer otro de nuestros hombres y necesitaba de nuestra ayuda. Una tristeza profunda se apoderó de las fares. Hombres, mujeres y niños habían comprendido que la libertad la habían perdido en las manos de los recién llegados.

A los pocos días varios de los viajeros partieron en la gran piragua. Pasaron varias lunas, creíamos que ya nunca más regresarían.

La esperanza había encontrado un pequeño camino para llegar a nuestros corazones, y cuando ya iba a instalarse en ellos, vimos llegar la gran canoa con otras dos que se veían a lo lejos, en el horizonte.

Con las enormes piraguas, ellos las llamaban ships o boats, llegaron más hombres. Esta vez venían preparados para una larga estadía. En realidad no partirían nunca más. En sus provisiones traían una bebida desconocida para nosotros, el wisky. Cuando lo ingerían, se ponían alegres y luego se tornaban violentos.

Las vahines debían esconderse para que no les hicieran daño. Poco a poco nuestros hombres se fueron uniendo a estas celebraciones. Se acostumbraron a la bebida que habían traído consigo los viajeros. Para entonces ya sabíamos que su capitán se llamaba Wallis. Nuestra suerte estaba echada. De hombres libres, habíamos pasado a esclavos. Nuestro paraíso se había convertido en un infierno, aunque para ese entonces aún no conocíamos esos términos, no tardaríamos en aprenderlos, pero nunca los hemos entendido del todo. Hasta nuestros dioses nos dieron la espalda, aunque más los volvimos a ver. No obstante, cuando hay luna llena, Ruahatu me visita en sueños, y con su cola de pez espada me lleva a la isla de Toa-Marama. Allí danzamos el hula kaiko. Me ha pedido que guarde silencio. Yo sé que vela por todos nosotros. Algún día, él y Oro, el dios de la guerra, podrán regresar victoriosos. Por eso debemos contar nuestra historia, así los turistas no conozcan la tragedia que esconde nuestra danza.

Glosario

Fareres: Caracoles
Otea vahine: Danza de las mujeres
Pahu: Instrumento de percusión de la Polinesia
Tikis: Esculturas hechas en piedra que representan a los dioses
Tani: Hombres de la isla
Vahine: mujer

Léeme una poesía con la luz apagada

Berta Lucía Estrada E. 

Editorial BLE
Manizales - Colombia, 2008 

beluesfeminas.blogspot.com

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