La magia de los Stradivarius

por Pablo Espinosa

Stradivarius Palatinos del Palacio Real, Madrid, España.

Sus partes: hombros altos y de curvatura sutil, espalda abombada, escotaduras, voluta, oídos en f, marcadas entalladuras, pie del puentecillo, cordal suelto, alma.

Su voz completa, su sensualidad.

Su cuna: los bosques europeos. Su genealogía: Picea, Pinabete, árboles nórdicos de Italia.

Todo en ella es él y todo en él es ella. Tan femenino. Con los años, inspiraría una foto emblemática de Man Ray: una espalda femenina desnuda, donde pintó las efes bajo los omóplatos.

Pero tiene nombre masculino: el violín.

Nacieron más de mil. Perviven solamente unos 650. Su belleza es un resplandor de asombro, misterio y magia.

Son los violines Stradivarius.

Solo nombrarlos convoca su magia.

El escritor y violonchelista francés Pascal Quignard pintó así, en su libro La lección de música, al padre de todos los Stradivarius: “aquí donde me ves, yo fui un león, fui el pabellón del oído de una viuda. ¡Fui una nube rosada en la aurora! Fui un pan de pasas. ¡Fui una pequeña frambuesa algo velluda entre los dedos húmedos de un niño!”.

Así hablaba Feng Yieng, a sus once mil años de edad, sumando todas sus vidas y sabedor de los pormenores que regirán su siguiente vida: “el lugar será Cremona, una aldea cerca del Po. El siglo será el siglo XVII de la era de los latinos. La función seguirá siendo la de fabricante de instrumentos de cuerda”.

Sabe este anciano laudero chino que en su próxima reencarnación tendrá un delantal de cuero, llevará un gorro de lana blanca en invierno para cruzar los pequeños puentes que atraviesan el Cremonetta.

Y entonces le dijo a Pu Ya, su sobrino: “Tengo once mil años. Me llamo Tonio Stradivarius. No puedo más. Soy el padre de Omobono y de Catarina. Mi maestro se llamaba Amati; mi amigo se llamaba Guarnierius...”.

Y al decir esas palabras, las lágrimas se deslizaron por el rostro del anciano —traza Quignard.

Pu Ya había recibido, antes de esta revelación de su tío Feng Yieng, las lecciones que le hicieron conocer los secretos más íntimos de la naturaleza de la música y que lo habrían de convertir en el mejor músico del mundo.

Su maestro de música, Chang Lien, le dio su primera lección cuando hizo estallar en mil astillas, azotándolo contra el piso, su valioso instrumento que databa de muchos siglos de edad y que costaba una fortuna.

Habría de encontrar Pu Ya su voz en el camino: Chang Lien lo llevó a un cafetín y el alumno sollozaba cada vez que descubría la música: escuchaba el ruido de los palillos de madera cogiendo trozos de carne o gamba y lloraba.

Luego lo llevó a una reunión de letrados. “Chang Lien les hacía callar: escuchaba el sonido del pincel sobre la seda y lloraba”.

Camino hacia una ermita fuera de la aldea, Chang Lien cogió el brazo de Pu Ya. “Se quedaron inmóviles: un niño, con el vientre desnudo, orinaba en un terraplén de ladrillos rojos. Chang Lien se deshizo en sollozos”.

Cuando llegaban al templo, “un monje barría el patio exterior del templo: se sentaron y durante cinco horas escucharon el ruido de la escoba que quitaba el polvo. Los dos lloraron”.

La música, le había dicho antes Chang Lien, cuando destruyó el violín costoso y antiguo de su alumno, “no mora en los instrumentos más bellos ni tampoco reside en los peores. Los instrumentos más apropiados a la música son, sin duda, los que emocionan pero son perecederos, como los cuerpos que envuelven a los hombres”.

¿Por qué la música perfecta mora en los violines Stradivarius?

Porque son como los cuerpos que envuelven a las mujeres y a los hombres, que no son perfectos.

El destino de los alrededor de 350 que no sobrevivieron, del total de los mil instrumentos a los que dio vida Stradivarius, pertenece al ámbito de lo legendario, lo romántico, el sino de la vida: sencillamente nacieron, vivieron su vida y no se sabe si están en algún rincón insospechado de una taberna, una mansión o casa pobre abandonada, un ático, una bodega de otras cosas que no sean violines. No se sabe, tampoco, si murieron y, si murieron, no se sabe cómo.

Quizás un alumno brillantísimo lo puso en las manos de su maestro, quien alzó el instrumento para lanzarlo al piso con furia y brincar sobre los restos que aún no se convertían en estallido de astillas, para decirle a su alumno: la música está en otra parte. Es otra cosa, que ignoras, pero mora.

El primer Stradivarius nació en Cremona en 1666, todavía en calidad de alumno de Nicola Amati (1596-1684), de cuyo taller salió en 1680 para crear el propio y diez años más tarde ya tenía consolidado un diseño más largo, con mejoras audaces en aspectos como las aperturas acústicas en forma de f y en la curvatura del vientre.

Stradivarius: violín con vientre de curvatura sutil.

Entre 1700 y 1720, su época de oro, dio a luz magníficos violines, violas y violonchelos de tono exquisito y gran belleza, caracterizados por su barniz de suave textura desvanecido de naranja a rojo.

¿Por qué el sonido de un Stradivarius es tan único, tan perfecto, potente, viril y femenino a la vez, tan inconfundible y epifánico?

Por el barniz que fabricaba su padre, el que les dio vida y les untó esta vestidura mágica, de acuerdo con una de las muchas hipótesis que se tejen y destejen, de igual manera como surgen y se abaten hipótesis científicas para tratar de explicar la magia.

Estudios científicos, logrados en colaboración con expertos lauderos, fortalecen esta primera hipótesis.

Pero, ¿por qué no han logrado estos científicos, hoy que todo se puede, reproducir ese barniz para lograr el sonido Stradivarius en las copias que se fabrican hoy en día?

Porque la Madre Naturaleza así lo quiere. Porque el ser humano, en su voracidad, ha causado daño tal a su hábitat que este sobrevive y pierde capacidades; no produce ya muchos elementos, materia prima que sí tuvo a la mano don Antonio Stradivarius.

Como toda hipótesis posee antítesis; en contra de la teoría del barniz para explicar la magia de los violines Stradivarius, se dice que muchos de ellos han sufrido transformaciones varias en su larga vida; por ejemplo, les han cambiado el mango, o bien alguna tapa, o el mástil y lo que es peor, afirman los escépticos, han sido rebarnizados varias veces.

Seamos optimistas y abonemos a favor de la teoría del recubrimiento final: el barniz de los violines preserva la madera y la protege del deterioro y del polvo, a la vez que la provee de un manto flexible y penetrante que tiene una profunda influencia en el sonido.

Los barnices excesivamente duros y frágiles tienden a resaltar la brillantez del sonido, mientras que el barniz suave resiste de modo inadecuado el deterioro y la abrasión.

He aquí el gran secreto de Antonio Stradivarius. Secreto a voces, a bellas voces de violines que nacieron en el norte de Italia durante el siglo XVIII, especialmente en Cremona; ahí estaba el taller de Stradivarius, donde se elaboró un barniz con una combinación casi perfecta de flexibilidad, textura y un colorido profundo y brillante.

Un barniz de suave textura desvanecido de naranja a rojo, el que fabricaba, con anuencia de Madre Naturaleza, Tonio Stradivarius.

Ese color desvanecido hacia el rojo también ha dado nacimiento a historias paralelas, como la que cuenta la película El violín rojo.

Ese secreto a voces, esa fórmula para fabricar barniz mágico, era de conocimiento general en los siglos XVII y XVIII, pero hacia 1750 ya se había perdido. Como por arte de magia.

Durante 70 años, tal fue el tramo de su carrera profesional, Stradivarius construyó más de mil instrumentos, el último de los cuales lo creó cuando tenía 92 años de edad. Sus hijos Francesco (1671-1743) y Omobomo (1679-1742) continuaron la tradición paterna, pero ningún violín nacido en ese taller volvería a tener la belleza y perfección de los que hizo don Antonio.

Jakob Steiner (ca. 1617-1683) fue el único maestro no italiano que pudo, por su calidad, competir con estos. A este maestro de la escuela austroalemana llegó a comparársele con los mejores violeros transalpinos.

Violine, Geige, violon, fiddle. instrumento soprano de la familia de los violines.

Ninguno tan bello como un Stradivarius. Ninguno tan dotado de una saga entera, que pellizca el territorio de lo mitológico.

Cuenta la leyenda que don Antonio Stradivarius se encontró un buen día un árbol dormido bajo un río. Como si el óleo de Ofelia, del gran maestro prerrafaelita John Everett Millais, hubiese cobrado vida. Porque el árbol estaba vivo. Nunca se ahogó.

Y entonces, de acuerdo con esa leyenda hoy urbana y en aquel entonces campesina, el maestro Stradivarius construyó los violines de su edad dorada, entre 1700 y 1720, con la madera de ese árbol que había absorbido la vibración del río, su cántico incesante, heracliteanamente metamorfoseado con el canto de la naturaleza, que es perfecta y eso explica la perfección de un Stradivarius, cuenta la leyenda.

Escuchar el violín con el que viaja Viktoria Mullova, esposa durante nueve años de Claudio Abbado, pone al oyente en trance y lo sumerge en el río de hipótesis que manan de ese sonido tan poderoso.

Dícese también que el secreto de Stradivarius estribaba en el tiempo de secado al que sometía a las maderas prodigiosas que obtenía; dícese también que esas maderas provenían del casco, la quilla, el trancanil, el bao, la cubierta, pero sobre todo de los mascarones, aquellas esculturas entalladas en madera que embellecían la proa de las embarcaciones, en especial las representaciones de sirenas de madera de buques fantasma naufragados.

Dícese también que un hada descendió desde el bosque elevado hasta el taller de don Antonio, besó su áspera mejilla, recogió con la palma de su delicada mano la gruesa lágrima que salió del ojo izquierdo del laudero y el hada depositó ese líquido sobre la superficie del violín que estaba en proceso de construcción y entonces la gota empezó a danzar: una lágrima rebotando de un violín semidesnudo a otro, que tenía sus partes nobles al aire, todas, pues estaban justo en el proceso de ensamblaje. El beso del hada, la lágrima rupestre. La danza de la magia.

Surgen con los días nuevas hipótesis, teorías, estudios de laboratorio, quemadura de sesos, humo blanco emergiendo de las testas de los sabios.

Ahora tenemos la siguiente ponencia, basada en documentos que oscilan entre historiales médicos, reportes clínicos, balances bursátiles, cortes de caja y análisis metafísicos.

Los estudios médicos se emparentan con un manual mineralógico del bórax, pues los Sherlock Holmes que cambiaron el chaquetín, la pipa y el gorrito característicos del personaje de Sir Arthur Conan Doyle se mudaron a bata blanca, pelo gris, materia de gabinete y lentes gruesos que, al grito eufórico de ¡eureka!, sostienen que la explicación del sonido perfecto de los violines Stradivarius se debe al uso magistral del bórax que esgrimió el mítico laudero.

Y entonces la mitología alcanza dimensiones bíblicas, pues dícese también que una extraña plaga de insectos atacó los bosques cercanos a Cremona, de manera que, inocente, don Antonio simplemente aplicó bórax de la misma manera que hoy uno recurre al repelente, o nuestros abuelos al DDT, al flit y otros escudos contra insectos, y ese remedio casero, aplicado a la superficie de la madera de sus violines para preservarlos contra la plaga, hizo el efecto bórax. Así de sencillo.

Quienes sustentan esta especie argumentan en su favor que, luego de someter a un violín Stradivarius a la calidad de paciente, o de cadáver en una escuela de medicina, a severos estudios de endoscopia, ultrasonido, resonancias y vaya usted a saber si algún adelantado académico recurrió a la prueba de embarazo, llegaron a la conclusión de que don Antonio Stradivarius sometió sus finas maderas a extraños tratamientos con sales metálicas.

¡Claro! ¡Sales metálicas! ¡He ahí la razón del poderío de sonido de los violines Stradivarius!

Así que el ácido bórico se puede colgar hoy en día otro atributo histórico, que se suma a la preservación de las momias del antiguo Egipto, el rímel, el rubor, las sombras y los delineados de las bellas damas de hoy en día, de la lucha contra incendios devastadores, la victoria contra hongos perniciosos y otros usos de la vida cotidiana. Vidrios borosilicatados. Sales metálicas. Bórax, simple bórax. Caray, quién lo hubiera pensado.

Pero hete aquí que llega otro grupo de académicos con sus batas blanquísimas, sus cejas entornadas, sus ojos crispados por el ansia y en coro dicen: Nein!, la perfección de sonido de los violines Stradivarius proviene del bosón de Higgs, que ya había anticipado el viejo laudero cuando soñó con un resonador que en realidad era un acelerador de protones. Y cuando despertó, repitió extraños vocablos que le habían sido dictados en sueños, susurrados sobre los oídos en forma de f de sus violi-nes, que de inmediato adquirieron el sonido de la epifanía.

Y es por su genealogía de magia que los violines, violonchelos, violas y arpas construidas por Antonio Stradivarius están condenadas a vivir, como el viejo laudero chino, miles de años y volver a nacer y vivir aventuras de todo tipo, como por ejemplo ser abandonados, cual criatura divina, sobre una cama limpia en un hotel de una ciudad finlandesa, como lo hizo Viktoria Mullova en 1983, cuando burló la vigilancia del agente de la KGB durante su gira en Kuusamo, desde donde la violinista huyó hacia la frontera sueca, pero tuvo buen cuidado de dejar, impoluto, el violín Stradivarius, que pertenece a la Unión Soviética, sobre la cama del hotel. Ya ella, merced al éxito en su carrera prodigiosa, habría de adquirir un Stradivarius con su propio pecunio y es el que trajo a México los primeros días de marzo de 2014, un hermoso ejemplar construido en 1723 y que lleva el nombre de Jules Falk, que evoca aquel episodio de las películas de ángeles que hizo Wim Wenders y en donde aparece, personificado en ángel, don Peter Falk, mejor conocido como el detective Columbo.

Y es que los Stradivarius sobrevivientes están condenados a resistir milenios, asaltos, robos, aventuras como aquella vez que el violonchelista Yo Yo Ma olvidó su instrumento en un taxi en Manhattan, pero he ahí que la magia orilló al taxista a buscar al músico chino y llevarle su preciado violonchelo hasta su hogar.

O bien confundirse entre la multitud, en los laberintos del metro de Washington, donde Joshua Bell respondió a una convocatoria de un periódico para demostrar que solamente los oídos movidos por la magia reconocen el sonido de un Stradivarius y pusieron, esos pocos, unas monedas en el estuche que puso sobre el piso Joshua Bell, disfrazado como músico callejero. El resto de la multitud siguió su frenético paso hacia el trasbordo.

Los violines Stradivarius que sobreviven llevan nombres célebres, o bien los de los acaudalados o los gobiernos o las instituciones o las sociedades o los clubes o los músicos famosos que los han pulsado, pero nunca poseído, pues la belleza de esos hermosos seres sinuosos, tan femeninos, es inmarcesible, inalcanzable. Libre.

Si algo construyó Antonio Stradivarius cuando logró la perfección, se llama libertad, que al igual que la belleza pertenece a todos y no es de nadie.

Estos son algunos nombres que se han antepuesto a algunos de los violines Stradivarius que moran y divagan por el mundo:

Falmouth (lo hace sonar Leonidas Kavakos), Cipriani Potter, Auer, Hammer, Betts, Allegretti, ex-Arma Senkrah, Baumgartner, Le Maurien, El Mesías, Brancaccio, Piati (violonchelo propiedad del mexicano Carlos Prieto, quien cuando viaja en avión compra el asiento contiguo a nombre de la señorita Chelo Prieto), Aranyi, Arditti, Ruby, Viotti, Berthier, Jules Falk (el ya mencionado, en posesión de Viktoria Mullova), Júpiter, Duport (el que hizo sonar Mstislav Rostropóvich).

También sobreviven el Decorado, el Castelbarco, el celebérrimo Lady Tennant, el Moliter, el Lady Inchiquin, el Titian, el Artot, el Hércules, el Swan Song, el Conde de Armaille, el Kreutzer (que hace sonar Maxim Vengerov), el Hart ex Francescatti (que hace sonar el legendario Salvatore Accardo, quien también ostenta el Firebird), el Countess Polignac, el Colossus, el Lady Blunt.

Stradivarius. Fue el pabellón del oído de una viuda. Fue una nube rosada en un amanecer, esos que veía el ciego Homero y que bautizó como “la Aurora de dedos color de rosa”. Fue un árbol dentro de un río. Fue humus, luego raíz, enseguida tronco, ramas, aire. Libertad.

Fue magia. Sabe que una vez que renazca será magia.

He ahí, señoras y señores, el secreto a voces, la explicación sencilla de por qué el sonido de los violines Stradivarius es perfecto.

Es perfecto porque es magia, responde a las leyes invisibles de la magia.

Eso lo sabía ya, hace once mil años, el viejo laudero Feng Yieng y se lo enseñó a su sobrino, Pu Ya, cuyo maestro, Chang Lien, lo había conducido hacia el sendero del sonido original, aquel anterior al monosílabo. La magia hecha sonido.

El sonido de la escoba que empuña un monje en un monasterio y que barre durante cinco horas, el sonido del líquido contra el piso cuando un niño desnudo orina en el atardecer, el sonido del mundo que mora en un Stradivarius, como la vibración del río que capturó un árbol y que, llevado a la vida en el aire, Stradivarius animó con magia.

Y porque magia y ciencia viajan en paralelo, los científicos seguirán investigando.

Jamás encontrarán una explicación completa.

Porque la magia, aunque la escuchemos salir de un Stradivarius, es inasible.

Nadie posee un Stradivarius porque nadie puede poseerla a ella, a la magia.

Observe usted la imagen de un Stradivarius.

Ya quedó usted poseída, poseído.

Por la magia.

El Violín Mesías, un gran Stradivarius 9 ago 2015

por Pablo Espinosa

 

Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  122 / columnistas / Abril de 2014

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/4cb2cd65-449d-4fea-b8a1-05a30732eaaa/la-magia-de-los-stradivarius

 

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