Tomás Segovia |
Situando la ruta del Nómada por Alberto Espinosa
Tomás Segovia
En último término nadie saca de las cosas, los libros incluidos, más de lo que él ya sabe. Para aquello a que por propia experiencia no
se tiene acceso, tampoco se tiene oído |
La última etapa pública por la que atraviesa la obra de Tomás Segovia es, sin duda, la más dura de todas. Después de su éxito inicial y su correlativa suma de malentendidos, después de la negación cuya tarea es deshacer lo efímero, después de la valoración indirecta —pero progresiva y silenciosa. Se trata de la etapa donde a la crítica vocacional toca apaisar los frutos de las épocas recorridas por el poeta, detenerse en los innúmeros caminos que ha abierto oxigenándolos, respirar hondamente, para luego pensar en sus opciones antinómicas y empezar a construir los mapas de su vastísima orografía, asentando lo que tienen de relevo tradicional y de semilla universal. Podría decirse que la obra de Tomás Segovia como poeta, crítico, dramaturgo, cuentista y traductor, es una obra orgullosa. Empero, se trata de una obra orgullosa de sí misma. Interesada y valiosa no por ser un bien empotrado en el mausoleo de la cultura, sino por abrirse como una fruta y germinar como una planta. Quiero decir que se trata, ante todo, de un cuerpo de pensamiento vivo, cuyo orgullo es en el fondo una enorme humildad. El humilde orgullo que, como la bondad, es un surtidor de paradojas, una fuente de oxímorones y contrasentidos; porque estamos hablando de un hombre, de una personalidad que ha existido para esa obra, para esa tarea, convirtiéndose en su propio hijo. El padre de la obra, el artista creador, se convierte a la vez en su amanuense, en su aprendiz —que es todo lo contrario a ser su tirano o estar sometido, subyugado u oprimido por la ansiedad de la obra. Es entonces cuando la relación que le da unidad al creador y a lo creado, como la que conjunta al amor filial entre el padre y el hijo, radica en una idéntica voluntad, en que ambos quieren lo mismo. Y ¿cómo llamar si no al hombre que ha salido tan fuera de sí como para poner todo su orgullo en una obra, hasta poder sentirse y ser su hijo? Pudiera haber otra expresión equiparable de ese movimiento dialéctico: su nombre es heroísmo. Porque esa obra es también la obra de la lengua española y frente a lo que nos encontramos es ante uno de los cimientos de la lengua contemporánea española. - II -
Quizá sea esa “modernidad” de los antiguos, eso que por desacostumbrado
ya no sabemos reconocer (la forma más auténtica del pensamiento: el
momento en que de la carne nace el espíritu articulado en voz), lo que
hace que su obra provoque un gesto que es a la vez cómplice del
silencio, pero también de la escucha —¿para qué, en tiempos tan poco
justificados ellos mismos, en tiempos de miseria, hablar de la
fragilidad de la memoria? Lo que importa, y de eso estoy seguro, es la
belleza. Por supuesto que me refiero a la belleza del mundo
transparentado por el poeta en esa encamación del valor que es la
conciencia. Así, lo que más me asombra es la apertura de la geografía —más aún todavía que estar dispuesto a cantar. Eso que me gustaría llamar el paisaje de la voz. La punta seca de ese compás hundido en el camino del tiempo, sólo para transportar el sueño y la vida; ese saber que se está parado en un puesto de vigía para vislumbrar la curva de la eternidad (quizás lo santo), y a la vez conocer por familiaridad que errar no es sino andar perpetuamente por lo transitorio: buscar, o mejor dicho, estar en ese difícil equilibrio de la esencia y la existencia. Y ello se debe a que lo mismo en su poesía que en su prosa, se encuentra : un sentimiento diáfano que es a la vez un pensamiento. Pero ese sentimiento-pensamiento se orienta en Segovia hacia una región que generalmente se acepta ya como algo extraviado definitivamente, como una pérdida irrestituible: como el lugar insituable de la realidad. Ese sentimiento, objeto ya de la curiosidad del relicario, del museógrafo o del historiador, es rescatado por Segovia desde una posición en que la verdad del lenguaje no es diferente de la verdad moral. Se trata, en efecto, de una sentimentalidad ante la que nos quedamos literalmente perplejos, justamente por tratarse de una cordialidad pensante —quiero decir: de una razón poética. Palabra práctico-estética que es un ámbito en el que aun en medio de la delgadez del aire es posible respirar. Su ley poética es así también una segunda ética, un arte de la vida que implica un rescate de la misma realidad. Ese “hablar en sano”, es en Segovia esencialmente un “hablar con ganas” de un mundo de claridad, de una esfera del ser en el que se da la constitución estética, poética del hombre. Probablemente esto se deba a que el poeta continuamente está “pensando” en el lector —pero “pensando” en él justamente como su prójimo, acogiéndolo, acercándose, presintiéndole. De ello se deriva el contacto casi palpable que logran sus textos y esa sensación propia a todo verdadero arte de ser escuchado, tomado en cuenta por el creador. La palabra, en efecto, se adapta a quien va dirigida. ¿Y acaso no es la posición del que se dirige al otro como a un prójimo, al que a la vez va encontrando y reconociendo, el mismo lugar de lo “religioso”? - III - La expresión de la personalidad de Segovia se sitúa en un punto de vista privilegiado, en donde a pesar de ser tan moderno y actual, resulta de una hondura clásica. Su lenguaje, como todo lenguaje, como toda comunicación que articula una situación de convivencia, se vale de una retórica. Pero su retórica “purista” no es de la especie de lo perfecto, sino de lo completo. Se trata, en efecto, de un lenguaje poético que tiene la suprema cualidad de lo íntegro —es decir, de la “descripción completa” del mundo. Del mundo del hombre, se entiende —no hay otra para el hombre. Eso sólo lo puede lograr una poesía rigurosa. Por un lado, rigurosa por hacer que en su forma hable un contenido; por el otro, por hacer que ese contenido esté vivo. El problema de la forma, quién no lo sabe, es complicadísimo. Porque a las formas les sucede lo que a todo: ser desvencijadas por el tiempo, volverse vehículos fatigados de la transmisión, dermatoesqueletos, clasificaciones espumosas de la ideal, polvo de fórmulas vacías carentes del tiempo de la vida. Frecuentemente las formas ahogan la poesía con el pretexto de salvarla —como el rito de la universalidad en la moral o la regla de la libertad en religión. Para que la poesía hable no del regusto de sí misma (tradicionalismo), sino con un auténtico contenido, tiene que hacerse nueva: tiene que hacerse moderna. A la vez, para que ese contenido hable como una respiración, tiene que hacerse un organismo completo, vivo: tiene que volverse clásica. De ahí que la poesía de Segovia sea tan modernamente clásica, o, si se prefiere, tan clásicamente moderna. Poesía, en efecto, oriunda del rigor y de la perfección. Pero no de una perfección meramente “formal”, “retórica”. Porque aquí no se trata de un perfeccionismo, no de un purismo formalista —de ese esteticismo que, en materia sociológica resulta tan profundamente disolvente. Eso sería, precisamente, clasicismo. No se trata, pues, de un arte abstracto, desencajado de la realidad —del arte de la belleza fría que labra no cosas sino objetos fragmentados, identificables pero inimaginables, o representantes de sí mismos y meramente tautológicos. Por el contrario, se trata de una poesía enemiga de los barroquismos formales, pero en modo alguno indisciplinada. La perfección de la forma, como en Juan Ramón Jiménez, es asumida como un tipo de exactitud sui generis: la que es sólo para desaparecer, para dejar existir en el contenido, para ser algo indirecto, meramente latente, como una nostalgia que acomoda su pérdida deteniéndola un momento en el rocío, para que en la aurora el contenido eche raíces. Probablemente porque la forma va indisolublemente unida al tiempo. Pero no a un tiempo abstracto, supraindividual, sino al tiempo concreto de la carne, de la vivencia: de la aventura del espíritu. Así, su retórica, su perfección, es de la materia de lo completo —que es la materia de la carne. Exacta como la carne de la historia; exacta como el tiempo de la vida. - IV - La obra de Tomás Segovia es la de una creación en cierto sentido marcada con el signo de la filosofía: con la flecha de orientación hacia una verdadera visión e idea del mundo en su totalidad —que, en mucho, corre paralela a las aguas todavía fértiles de la corriente fenomenológica. No me refiero a los sistemas cerrados, ni al meta-físico animal kantiano que sólo puede crecer desde adentro. Por lo contrario, apunto a un espíritu de escuela, a una tradición mexicana de auténtico pensamiento vital y de raigambre voluntarista, constituida en una continuidad espiritual, en una hermandad —cuyos vórtices salientes habría que buscarlos en Antonio Caso, José Gaos, Manuel Cabrera, Luis Villoro y, sin duda, Octavio Paz. Es cierto que más que de influencias habría que hablar de ecos, de reverberaciones, de coincidencias. No lo es menos que habría también que ver ese parentesco—y, acaso, de la más alta comunión que hay entre los hombres: la pertenencia a una misma misión, a un mismo destino. Mostrar de qué lado cae el espíritu es, en muchos casos, un asunto de la duración. Se trata, en efecto, del “momento” detenido que limita la contingencia, para que en su terreno desbrozado vuelva a esplender la imagen de lo ideal, de lo esencial... y el suelo de la posibilidad. También a Octavio Paz le llevó lo que, en la medida de la biografía individual, habría que medir con la taza de un tiempo enorme. El ritmo de la cultura es, como el de los imperios, otra cosa. Semejante al tempo de la conformación de las nacionalidades o de las gestas históricas, la transindividualidad de la cultura pareciera tener la medida cronológica de las catedrales o de los siglos: de la música de roca. Ese cuerpo lento, que vive de la mineralogía de la montaña y que como ella se arquitectura como una catedral labrada por el tallar escultórico del viento, participa también de la Memoria —pues tiene como su función más propia el ir articulando el sentido auténticamente social del hombre. En efecto, si el hombre está hecho de memoria es porque está constituido de cultura, de sociedad tradicional, de relevos de sentido. Así, lo que habría que empezar a comprender un poco y en su seno es la clase de sociedad pergeñada por la cultura y su condición de posibilidad, la evidencia de su suelo nutricio. La circunstancia moldeada en el diálogo entre generaciones, hecha necesariamente de asimilaciones y reacciones entre juventud y madurez —y entre soledad y comunión—, sólo puede partir de la evidencia que constituye la voz de la poesía. Pero ello equivale, en los momentos de crisis profunda de una cultura, a un viraje radical de la reflexión hacia la constitución misma de lo humano: a la reinvención radical de la memoria cultural y al trabajo de situarla objetivamente en la íntima distancia de la “luz pública” y del coloquio articulador de una comunidad. Se trata, en efecto, del punto copernicano en que la atmósfera cultural de un mundo da un vuelco para retornar, para volver a sí misma limpiando sus entumecimientos. Esa labor sintética es llevada a cabo en nuestra época, en donde las potencias metafísicas de la filosofía occidental se han desecado, por el órgano social de la poesía. El poeta es así el destinado a encarnar uno de los estados ideales de la existencia: aquel de la extrema cultura, en donde, gracias a la organización que es capaz de darse a sí mismo, el hombre vuelve a relacionarse consigo y con su entorno para germinar las potencias infinitas. Tarea de relacionar nuevamente las necesidades y energías del hombre aglutinando su experiencia en una nueva imagen del mundo —inextricablemente ligada al cuerpo idiomático de una lengua. Acaso por ello el genio poético de Tomas Segovia coincide en su querer decir, no con una pretendida voluntad nacional, sino con la profunda voluntad del espíritu colectivo de una lengua, al revelar sus aspiraciones y sentimientos más elevados, al ser portadora de un mensaje en donde adquiere conciencia una cultura. Lugar hospitalario que no puede sino abrirse con un desarmamiento y una herida, pero que es también el sitio desbordado de la evidencia en donde celebrar la comunión del espíritu: ese frotamiento de inhalación inspirada y exhalación eléctrica, esa atmósfera de pertenencia humana —que está más cerca de la voz de los dioses que del conocimiento. Quizá no sea casual que Segovia esté emparentado con un buen número de grandes poetas contemporáneos de la Europa latina, en un rasgo al parecer fortuito. Me refiero a la aventura del viaje geográfico, que si lo ha hecho ser medio extranjero en su propia lengua, también le ha permitido visitar ese círculo, nuclearmente J. filosófico, en donde se cierra y conjuga el viaje con la esperanza. En el caso de Segovia había que agregar otra circunstancia “española-mexicana” peculiarísima: la del transtierro republicano. Podría pensarse así en dos arquetipos del “extranjero” en la mismidad de una patria que no es idéntica, en dos figuras de la aventura esperanzada: el viaje de la adolescencia en la etapa de la entrada de la vida a la plenitud (Tomás Segovia, poeta de la poesía) y el recorrido de la lenta salida de la vida a la madurez y a la vejez o a la muerte (José Gaos, filósofo de la filosofía): poesía y filosofía, otra vez, en esencial correlación. Pero lo que interesa destacar aquí es la distancia peculiar con la propia lengua. No me refiero a quien regresa a la lengua poética de la metrópoli para conquistarla, sino al que sale en su búsqueda para reencontrarla como algo a la vez fresco y arisco —en la originaria virginidad de lo primario, con la primitividad lírica de una desnudez que no queda sino reinventar, sino rearticular. Entre esas coordenadas habría que situar el lugar de compenetración, la relación exclusiva y razón suficiente que da a un hombre un puesto singular, hasta el extremo de la individualización excepcional, en un orden que trasciende lo particular. Ver, pues, el infiltrarse de una voz en el sentido de algo que, a falta de otra palabra mejor, igualmente me gustaría llamar “cosmos” que “morada”. Es sobre todo desde la región de ese contraste entre el poeta y su mundo (sitio del puro diálogo), donde se siente más caldeado el ánimo, más dispuesto para el coloquio, para ese extraño lugar que es el poeta. |
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- 18/11/11 |
Rastreos y otros poemas, de Tomás SegoviaPublicado el 22 jun. 2012 |
Al poeta en su cumpleaños. Homenaje a Tomás SegoviaPublicado el 22 may. 2012 |
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Tomás Segovia o la esencia de un hombre de mundo: Sin identidadPublicado el 26 oct. 2017 |
por Alberto Espinosa
Originalmente en Periódico de Poesía
- Nueva época Nº 12 Invierno 95 /96
Periódico de Poesía es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México
Link del Nº 12 Invierno 95 /96: http://www.archivopdp.unam.mx/images/stories/pdf-impresos/pdp-12-campos.pdf
Ver, además:
Tomás Segovia en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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