Si quiere apoyar a Letras- Uruguay, done por PayPal, gracias!! |
Graecia capta ... |
Graecia capta ferum
victorem cepit. |
I
Mi padre era un ser temible no sólo para nosotros, sus hijos, y para sus numerosos esclavos sino incluso para los hombres más poderosos de Roma. De estatura mediana pero musculoso y ancho de hombros, con piernas y brazos como troncos, cuello de buey, rostro ancho y pulcramente afeitado, cejas pobladas, mentón voluntarioso, típica nariz romana, áspero cabello gris que parecía erizarse como el pelaje de un lobo enfurecido y chispeantes ojos color acero, era la misma encarnación de la fuerza ruda e implacable.
Comandaba una de las legiones del cónsul Lucio Mumio y sobresalió en varias campañas contra Macedonia, Iliria y Epiro no por su valor ni dones de estratega sino más bien por su crueldad. Incluso en el círculo de los militares de alto mando a que pertenecía no había otro hombre tan duro e inflexible que no experimentara emoción alguna mientras ordenaba apalear hasta la muerte a un soldado que se había quedado dormido en su puesto de guardia, aplicar el "diezmo de sangre" a una unidad desertada o amotinada que consistía en elegir por sorteo a un hombre de cada diez para sufrir el suplicio o destruir hasta los cimientos una aldea o ciudad entera.
En su propia casa se comportaba con la misma severidad y dureza que en los campamentos militares. Un gran admirador de las ideas de Catón el Censor, vivía con la estoica sencillez, alababa las viejas costumbres y, aunque me permitía tener un pedagogo griego y asistir a las clases de retórica y filosofía, no dejaba de criticar el pensamiento y la cultura helénica que en aquel entonces acababan de iniciar su expansión por el mundo romano.
Nuestra mansión familiar, una de las más grandes e imponentes del Palatino, con sus majestuosas columnas y espaciosos salones, producía una sensación de soledad y vacío, tal vez por falta de una tierna y cuidadosa mano femenina. Mi padre era viudo desde hacía mucho tiempo; de su primer matrimonio me tenía sólo a mí y del segundo, dos hijas gemelas. Nunca mostraba cariño hacia ninguno de sus retoños ya que, fiel a sus principios, consideraba que a los niños había que criarlos con austeridad y sin perdonarles la menor desobediencia.
A mí, su único heredero varón, me consideraba un jovenzuelo blando, libertino y perezoso que no tenía cabeza más que para derrochar la fortuna familiar mientras que mis dos hermanas, tan sólo por ser mujeres, eran unas criaturas débiles, volubles y corruptibles. Sin haber hecho nada malo, nos sentíamos culpables ante la pétrea mirada de aquel hombre que tenía el poder absoluto sobre nuestras vidas y se nos caía el alma a los talones apenas posaba sobre nosotros sus penetrantes ojos color acero.
Como resultado de aquella educación, los tres vivíamos como prisioneros, entregados al cuidado de numerosos criados y preceptores demasiado impresionados por el poder de nuestro padre e intimidados por su terrible carácter como para mostrarnos algo de simpatía o amistad. Crecíamos privados de cariño y tan poco acostumbrados a la risa que cuando la oíamos desde las atestadas celdas de la servidumbre en el piso de abajo, no sabíamos qué era.
Mis hermanas eran unas chiquillas encantadoras que despertaban en mí un profundo cariño pero tenía muy pocas oportunidades de demostrárselo porque mi padre consideraba que niños y niñas debían tener una educación estrictamente separada así que las gemelas y yo nos veíamos tan sólo a la hora de la cena.
Sin tener a mi lado a nadie a quien pudiera entregar mi afecto, lo repartí entre los personajes de Homero, mi autor favorito. Pasé la niñez sumergido en el maravilloso mundo de sus poemas, emocionándome con la cólera de Aquiles y la nobleza de Héctor, la belleza de Helena y los sufrimientos de Andrómaca, la destrucción de Troya y las aventuras de Odiseo. Más tarde, al entrar en la adolescencia, descubrí la belleza de versos líricos de Safo, Alceo y Píndaro y, gracias a ellos, sentí un insuperable deseo de amar y ser amado. En mis sueños, vivía apasionadas aventuras amorosas, me sentía capaz de entregar mi vida por la mítica heroína de mis visiones y luchar por nuestro amor hasta el último aliento.
II
Mis sueños se materializaron el año en que ofrecí a los lares mi bulla[1] de la infancia y vestí por primera vez la toga viril, convirtiéndome en un hombre y ciudadano. Aquel año resultó crucial no sólo para mí sino para toda la República porque se había conmemorado con la destrucción de Cartago y, al mismo tiempo, con la conquista definitiva de Grecia. Las legiones del cónsul Mumio cayeron sobre Corinto, una de las más bellas y, al mismo tiempo, la más rebelde entre las ciudades griegas, y, tras un sitio breve pero cruel, exterminaron a casi todos sus habitantes. Los generales de Mumio, entre ellos mi padre, embarcaron a Roma todo lo que podía presentar algún valor y entregaron la desdichada ciudad a las llamas. Todos los corintios sobrevivientes fueron reducidos a la esclavitud, llevados a Roma y vendidos en un abrir y cerrar de ojos a pesar de su precio elevado porque eran, en su mayoría, personas cultas y refinadas.
Mi padre también adquirió varios esclavos corintios y entre ellos, una muchacha destinada a servir como institutriz a mis hermanas. Cuando la vi por primera vez, tuve la sensación de que el viento fresco hubiese soplado de pronto en nuestra lúgubre casa y los rayos del sol hubiesen penetrado en todos sus rincones.
La muchacha se llamaba Xantipe; era más o menos de mi edad, unos diecisiete años, quizás, un poco más joven. Su grácil silueta, con la cintura fina, caderas armoniosas y pechos apenas perfilados bajo su modesta túnica de esclava, hacía recordar las preciosas estatuillas de Tanagra de la colección de mi padre. Además, tenía una hermosa cabellera rubia dorada que siempre llevaba recogida hacia arriba, al estilo ático, y unos ojos intensamente azules, como las aguas del mar Egeo.
Había perdido toda su familia durante el asedio a Corinto y no dejaba de llorar por sus seres queridos y su patria perdida. Su desgracia la hacía parecer tan desesperada y conmovedora que hasta mi padre, afectado por sus lágrimas, hizo todo lo que pudo para aliviar el dolor de su nueva esclava.
Ante todo, consideró que una muchacha tan refinada y culta no debía alojarse en la planta baja con el resto de la servidumbre, aquella gente ignorante y tosca, y le otorgó una habitación espaciosa y bien ventilada junto a la alcoba de las gemelas. Luego, decidió que Xantipe no debería comer con los otros esclavos sino en el triclinium2 principal, con sus amos. Pero la muchacha se mostraba sumamente tímida y mi padre le causaba un verdadero pavor; cuando nos reuníamos en el triclinium, se sentía tan cohibida que apenas podía probar un bocado, no levantaba los ojos y se ruborizaba a cada rato.
Mi padre se veía irreconocible: pese a su costumbre, no regañaba a los esclavos que servían los platos; no criticaba al cocinero; no reprobaba a las gemelas su falta de seriedad; no me tildaba de vago ni holgazán. Con una sonrisa que transformaba por completo su semblante habitualmente ceñudo, se esforzaba por mantener una conversación amable con un tono deliberadamente tranquilo dirigiéndose únicamente a Xantipe. Hablaba sin parar en su griego apenas comprensible abordando los temas que otrora no le interesaban en absoluto: filosofía, poesía y teatro. Me costaba un gran esfuerzo contener la risa cada vez que mi ilustre progenitor confundía a Homero con Hesíodo o a Sócrates con Platón. Mis hermanas no eran tan reservadas y de vez en cuanto emitían risillas; en otra ocasión, nuestro padre las hubiese castigado con severidad por un comportamiento tan poco decoroso para unas futuras damas romanas pero ahora la presencia de Xantipe parecía hechizarlo hasta tal punto que parecía no notar nada a su alrededor.
Escuchando las peroratas de mi padre y observando de reojo a Xantipe, me entraba una inexplicable dicha por hallarme sentado frente a esta frágil jovencita rubia, quien no se atrevió a mirarme durante todo el tiempo que duró la cena; parecía que yo, un muchacho de su misma edad, la asustaba aún más que mi padre.
Aquella tortura extenuante pero deleitosa se repetía día tras día, durante cada cena familiar. A veces, mi padre pedía a Xantipe que le declamara con su melodiosa voz algún poema griego, acompañándose con la cítara. En otros tiempos, mi padre detestaba a los poetas que, dejando a un lado las luchas, los cataclismos sociales y los deberes civiles, cantaban exclusivamente al vino, al amor, a las rosas y a las golondrinas pero ahora sus gustos parecían transformarse por completo. Hija de un gramático, Xantipe conocía de memoria numerosos versos de diferentes autores, pero su predilecto era Anacreonte de Teos, sobre todo, su Oda a la cigarra:
¡Cuán dichosa eres, oh cigarra Al beber el fresco rocío de la mañana! Posada en una rama, cantas todo el día. Tuyos son los campos todos, El labrador te ama, Las musas te admiran, inspiradas por Apolo. Cantando siempre Y la vejez no te persigue. Sin pasión, sin sangre ni deseos, Cuán dichosa eres, cigarra, Sólo los dioses te igualan.
En tales momentos toda la casa se sumergía en el silencio. Mi padre escuchaba con los ojos entrecerrados, asemejándose a un viejo león satisfecho; las gemelas cesaban sus risillas y cuchicheos, los esclavos que atendían la mesa se quedaban boquiabiertos mientras yo sentía un ligero cosquilleo en el vientre y un extraño calor expandiéndose por todo mi cuerpo.
El resto del día apenas nos veíamos: Xantipe estaba ocupada dando clases de griego, lectura, música y bordado a mis hermanas; mi padre repartía su tiempo entre las sesiones del Senado y las inspecciones de su legión en el campo de entrenamiento mientras que yo, sin saber cómo matar el tiempo hasta nuestro próximo encuentro, me sumergía más y más en la lectura de mis poetas y filósofos favoritos o pasaba largas horas en el Campo de Marte esgrimiendo, boxeando, levantando pesas o cabalgando hasta el agotamiento. Sin embargo, ninguno de aquellos extenuantes ejercicios físicos o mentales era capaz de apagar el fuego que fluía en mis venas.
III
En primavera mi padre partió, como siempre, para su villa en Tusculum para cerciorarse de que los trabajos de campo hubieran comenzado a tiempo y se realizaran debidamente. El primer día de su ausencia transcurrió como todos los demás; durante la cena Xantipe y yo apenas intercambiamos algunas frases sin importancia pero las gemelas, aunque también silenciosas, nos miraban expectantes como si esperasen que de un momento a otro ocurriera algo interesante. Luego, solo en mi alcoba, permanecía recostado y, contra mi costumbre de leer algo antes de dormir, sin desenvolver ningún rollo ni encender la lámpara, aturdido por aquel hecho tan maravilloso como permanecer en la misma casa, bajo el mismo techo con Xantipe y sin la presencia de mi omnipotente padre.
La casa ya estaba sumida en la oscuridad; el húmedo viento de primavera sacudía en el jardín los viejos olivos y cipreses cuyas ramas arrojaban unas fantasmagóricas sombras sobre el techo y las paredes. De pronto la habitación se iluminó con un resplandor verde azulado y un torrente de ruidosa lluvia cayó violentamente sobre la ciudad. Al parecer, el rayo había caído muy cerca, en el Foro o junto al templo de Júpiter Capitolino, por lo que el cielo y la tierra parecieron unirse por un instante con un pavoroso estruendo. Me levanté de la cama y corrí a cerrar los postigos cuando oí un grito de horror que venía de la alcoba de mis hermanas.
Acudí en su ayuda precipitadamente, tropecé en la puerta con Xantipe, semidesnuda y con un velón en la mano, y experimenté un momentáneo placer al haber sentido por un instante la suavidad y ternura de su piel bajo la fina tela de la bata nocturna. Al entrar en el cuarto, descubrimos a las niñas sentadas en la misma cama, unidas en un estrecho abrazo y contemplando con pavor a un murciélago que, atemorizado por la tormenta, había entrado por la ventana abierta y volaba desesperadamente de un rincón al otro buscando la salida.
Entre los dos, logramos sacar el animal y calmar a las niñas. Dormidas las gemelas, salimos a la terraza a respirar un poco el delicioso aire nocturno. La lluvia seguía azotando los techos y las columnatas pero la tormenta se alejaba poco a poco hacia los Montes Albanos.
- Me asusté igual que las niñas - murmuró Xantipe mirándome con timidez.
- Yo también detesto a los murciélagos - contesté -. Parecen engendros del mismo Tifón.
Muy cerca uno del otro, permanecimos en la terraza respirando a pleno pulmón el fresco olor a lluvia y tierra mojada. Cuando el último resplandor del relámpago desapareció tras el horizonte, sentí que los latidos de mi corazón se aceleraron. Busqué a tientas la mano de Xantipe y la miré suplicante. Ella suspiró profundamente y con una expresión igual de implorante me miró con sus ojos llenos de lágrimas que en medio de la oscuridad se veían más brillantes y misteriosos que nunca. Abracé sus hombros temblorosos y fríos, acerqué su pálido y fino rostro hacia el mío y por primera vez en mi vida disfruté de la suave y fresca dulzura de los labios femeninos, una sensación milagrosa y más emocionante que los mejores poemas de Safo y Alceo.
A partir de entonces, no pasó ni un sólo día sin que tuvieran lugar nuestros encuentros aparentemente casuales ya fuera en el atrio, en el peristilo[3] o hasta en el tablinum[4] de mi padre. Incluso después de su regreso del campo, nos ingeniábamos para continuar nuestros encuentros furtivos que eran muy cortos pero los abrazos y besos, cada vez más fogosos y largos. Jamás me había preguntado hacia dónde podría conducirme aquel amor tan desatinado; disfrutaba cada momento a solas con Xantipe y no pensaba en las consecuencias.
Con el tiempo mi padre comenzó a sospechar algo, tornándose más taciturno e irritable que nunca pero Xantipe y yo, sumergidos en nuestra pasión juvenil, apenas le prestábamos atención. El futuro nos parecía igual de hermoso y risueño que los prados floridos de Lesbos descritos por Safo o la vida bucólica en las odas de Anacreonte.
IV
A finales del verano, cuando las fétidas miasmas de los pantanos de Lacio rodearon con sus malignos tentáculos las colinas de Roma, causando una epidemia de fiebres, las gemelas cayeron enfermas. Durante varios días se sintieron tan mal que creímos perderlas. Mi padre llamó a los mejores médicos y todos en casa anduvieron de cabeza hasta que el peligro pasó y las enfermas comenzaron a mejorar. Sin embargo, aún estaban muy débiles así que Xantipe permanecía junto a ellas sin ninguna posibilidad de alejarse mientras yo me consumía torturado por un incesante deseo de besarla, de estrecharla entre mis brazos o de hundir mi rostro en el suave oro de sus cabellos.
Cierto día, cuando mi padre se había marchado al Senado, me metí en su tablinum, cogí el primer rollo que me vino a la mano y me esforcé por leer. De repente, oí unos pasos ligeros y rápidos, dejé el rollo y vi a Xantipe parada junto a la alacena con numerosas máscaras de cera que representaban a los ilustres antepasados de nuestra familia.
Me levanté de un salto. Ella corrió hacia mi y apoyó su cabeza contra mi pecho.
- ¡No puedo más! - sollozó entre lágrimas -. Por todos los dioses, ¿cuándo terminará todo esto? ¿Por qué no le dices a tu padre que me amas y que no hay nada en el mundo que pueda separarnos?
- Sí, te amo, te amo - repetí una y otra vez.
La abracé convulsivamente mezclando mis besos con sus suspiros entrecortados, la rodeé con mis brazos y la senté sobre mis rodillas.
¿Hubiera podido pensar o recordar algo en semejante momento? Los días en que no pudimos vernos, nos hicieron perder la razón y los últimos restos de prudencia...
De pronto, una tos seca e irritante acabó con nuestro deleitoso delirio. Al alzar la cabeza, vi a mi padre erguido en el umbral, con el rostro contraído por una mueca llena de dolor. Nos miraba fijamente y la mirada de la misma Gorgona Medusa, capaz de convertir en piedra a cualquier mortal, con seguridad hubiese parecido dulce y tierna en comparación con la de mi progenitor.
Sin decir ni una palabra, me propinó una bofetada tan sonora y dolorosa que por unos instantes me sentí ciego y sordo. Luego, me mandó afuera con un gesto brusco e imponente. Lo último que vi fue el atemorizado rostro de Xantipe y los ojos vacíos de los ancestros que parecían mirarme con un reproche silencioso.
Por la tarde uno de nuestros esclavos llamó a mi puerta:
- Joven amo, el señor quiere verte inmediatamente.
Fui al tablinum. Sentado en su silla preferida detrás de una sólida mesa con patas talladas en forma de garras de buitre, mi padre jugueteaba nerviosamente con su elegante tintero de amatista pulimentado, las plumas de junco, las pastillas de tinta seca de sepia y otros objetos de escritorio que habitualmente se hallaban sobre la mesa en un orden impecable. Esperé gritos, reproches, pataleos y, tal vez, nuevas bofetadas pero el rostro de mi padre estaba tan inmóvil e inexpresivo como las máscaras de cera de sus ancestros.
Me obligó a sentarme enfrente de él, como un cliente cualquiera, y me habló con una voz apagada, sin siquiera mirarme a los ojos:
- Mañana mismo te irás a mi finca en Tusculum y vivirás allí todo el tiempo que yo considere necesario. Cada mes te enviaré cierta cantidad de dinero para tus gastos personales y cuando me demuestres que has madurado lo suficiente, te ayudaré a buscar ocupación en alguna provincia. Pero mientras esté vivo, no quiero volver a verte en esta casa. Mis esclavos de confianza vigilarán todos tus pasos y si te atreves a desobedecerme y salir de Tusculum sin mi permiso, te desheredaré por completo y te maldeciré ante nuestros lares y penates.
Al fin y al cabo, soy la cabeza de esta familia y tengo dominio absoluto sobre la vida de todos los que viven en esta casa. Olvídate de Xantipe porque no volverás a verla nunca más en tu vida. Esto es todo, jovencito. Dame las gracias por este castigo tan leve y vete.
- Gracias, padre - balbucí con mis labios entumecidos.
Salí del tablinum con aire sumiso y arrepentido pero aquella misma noche abandoné la casa a hurtadillas, saltando por la ventana de mi alcoba, y cabalgué hasta Ostia donde acampaban las legiones destinadas a partir próximamente para las provincias. La República necesitaba más y más soldados para sus nuevas conquistas así que logré alistarme en el ejército sin grandes contratiempos. Habitualmente los jóvenes de familias patricias tan nobles y distinguidas como la nuestra no comenzaban el servicio militar como soldados rasos sino como contubernalis[5] de algún legado u otro oficial de alto rango, ascendiendo en un par de años a tribunos. Pero para poder realizar semejante carrera era preciso poseer una recomendación firmada por mi padre, cosa completamente imposible en mi situación.
Los meses de entrenamiento, aunque duros, no resultaron para mí tan horrendos como para la mayoría de los novatos. Gracias a las constantes prácticas en el Campo de Marte, poseía buena forma física y ciertas nociones en el manejo de armas así que el bastón del centurión no acariciaba mis hombros y espalda con demasiada frecuencia. Sin embargo, al final de cada jornada me sentía tan cansado que ya no poseía fuerzas para pensar en Xantipe ni en mis ilusiones perdidas.
Temeroso de que mi progenitor estuviera buscándome por toda Italia, no intenté comunicarme con mi familia durante todo el tiempo mientras nuestra legión permaneció en Ostia. A comienzos del siguiente año recibimos la orden de zarpar para Iberia; un día antes de la partida envié una carta a Roma en la cual renuncié oficialmente no sólo a mis derechos a la herencia sino también a cualquier clase de ayuda por parte de mi padre.
V
Mi vida en Iberia no era más que una larga alternación de días de marcha por las escarpadas montañas, noches al cielo raso e incontables escaramuzas con las rebeldes tribus montañeses que defendían su efímera libertad como fieras salvajes. Pasábamos días enteros en las montañas sin otra comida que pescado seco y tortas de cebada tan duras que si uno quería conservar sus dientes intactos no debía morderlas sino chuparlas; un venado o un asno salvaje cobrado ocasionalmente se convertía en un auténtico festín y le roíamos hasta el último hueso. El agua era otra historia. A veces pasábamos varios días sin hallar ni un solo pozo ni manantial; dejábamos nuestras capas extendidas sobre las rocas y los arbustos por toda la noche para que por la mañana estuvieran húmedas de rocío.
¡Cuán dichosa eres, oh cigarra, Al beber el fresco rocío de la mañana!
Me acordaba de aquellas estrofas de Anacreonte cada vez que exprimía a mi boca aquel preciado líquido, apenas suficiente para colmar la sequedad de la garganta, y en el fondo lamentaba no poder transformarme en una cigarra que se contenta con poco y vive libre de todas las desgracias y privaciones que agobian el género humano.
Los ataques de los rebeldes eran frecuentes y nuestras pérdidas, poco numerosas pero constantes. No era la misma guerra que me había imaginado leyendo a Homero; nada de pintorescos duelos entre los héroes ni de brillantes estratagemas escrupulosamente labradas. Los iberos no dejaban de tendernos emboscadas; nosotros, aprendiendo poco a poco su táctica de lucha, hacíamos lo mismo pero, de todos modos, cedíamos ante nuestro enemigo en el conocimiento de terreno. No nos quedaba ninguna otra salida que ganarles en dureza y crueldad, quemando sus aldeas, hollando sus campos, sacrificando su ganado y destruyendo todo a nuestro paso.
Durante la campaña, conocí las facetas más oscuras y siniestras de la naturaleza humana. Vi como cambiaban mis compañeros de armas, aquellos muchachos, poco más que niños, dejando atrás toda la candidez de su juventud y transformándose en unas auténticas máquinas para matar y destruir, con un pedazo de roca en vez de corazón. Fui testigo de numerosas escenas capaces de hacer llorar hasta a una piedra pero no a un legionario romano; algunas de ellas se grabaron en mi memoria hasta tal punto que hasta ahora irrumpen de cuando en cuando en mis pesadillas nocturnas.
Pero, a pesar de todo eso, mi nueva existencia no me parecía desagradable, al menos, porque me permitía olvidarme de mi padre, de Xantipe y de aquel dolor que llevaba en lo más profundo de mi corazón. Aunque jamás mencioné ante mis superiores que pertenecía a una de las mejores familias de Roma ni los méritos de mis gloriosos ancestros ante la República, había en mí algo que me destacaba imperceptiblemente del resto de los soldados y, aunque hice lo que pude para olvidar a mi padre, heredé de él aquel don de mando que no tardó en manifestarse. Desde el inicio de la campaña, rápidamente empecé a escalar puestos en el poder y pronto me convertí en el más joven de nuestros centuriones. Hubiese podido hacer una excelente carrera militar pero mi destino sufrió un nuevo cambio radical.
En una emboscada, cuando los iberos lograron cercarnos en una quebrada umbrosa y escarpada, salvé la vida de nuestro tribuno, cubriéndolo con mi escudo y recibiendo en mi propia carne dos flechas enemigas, en el vientre y en el tobillo derecho. Aunque las gruesas placas de mi cinturón no permitieron al mortífero hierro penetrar a los órganos vitales, oscilé varios días entre la vida y la muerte porque mi pie herido se infectó y la fiebre estuvo a punto de llevarme al Hades. Gracias a los esfuerzos de nuestro cirujano, volví a la vida e incluso conservé la pierna pero el tendón roto no me permitió regresar a las filas. Aunque mi cojera era más bien leve y apenas visible, me volvió inepto para el servicio militar obligándome a jubilar casi quince años antes del plazo previamente acordado.
Por haber salvado la vida de un ciudadano romano, recibí una corona cívica de hojas de roble y, por haber sacrificado mi salud por la República, un vasto terreno en Iberia y cierta suma de dinero que me permitió comprar semillas, ganado y varios esclavos. La más valiosa entre todas mis adquisiciones fue una joven de unos dieciocho años, hija de un rebelde jefe ibero que prefirió suicidarse con su propia espada en vez de caer prisionero. La muchacha, contaba el traficante de esclavos, estaba dispuesta a seguir a su desdichado progenitor al reino de los muertos pero un soldado romano tuvo la suficiente agilidad para arrebatarle a tiempo el pequeño pero afilado puñal. Durante los primeros días, la vigilé con esmero pero, al parecer, se había sometido a su suerte ya que no emprendió ningún nuevo intento de quitarse la vida.
Su nombre era Mispala, como supe más tarde. Era alta, delicada, de cabello oscuro siempre recogido en un peinado semejante a un capitel jónico, de piel muy blanca y de ojos muy negros, llenos de una tenue tristeza. Como la mayoría de los iberos pertenecientes a la élite tribal, hablaba un griego fluido y, aunque al comienzo se comportaba con timidez, pronto se convirtió en mi mano derecha en todas las faenas de mi nueva granja. Para otros esclavos, Mispala no era su compañera de desgracia sino seguía siendo su princesa, hija de su jefe, así que la obedecían con naturalidad y sin objeción. Además, sabía muchísimo acerca de las estaciones, el tiempo y el suelo por lo que sus consejos en cuanto a la siembra, la cosecha y otros trabajos del campo resultaron sumamente valiosos. Resultó ser una excelente administradora y, a pesar de su sangre real, sabía atar gavillas, trillar el grano, ordeñar vacas, fabricar quesos y hornear el pan mejor que el resto de mis esclavas.
Una fría y tormentosa noche de primavera, cuando la lluvia azotaba los campos aún desnudos al igual que la soledad mi desolado corazón, entré en la habitación de Mispala sin saber exactamente qué buscaba. Al presentir mis intenciones, la joven ni siquiera se levantó de su lecho y me miró abiertamente, sin sombra de miedo ni aturdimiento sino con una leve sonrisa no en sus labios sino en lo más profundo de sus ojos oscuros. Cogiéndola de las manos, me senté en su cama y la atraje hacia mí sin que opusiera resistencia ni pronunciara palabra alguna. Su piel era tersa, suave y con un ligero olor a almendra, refrescante y algo amargo, y sus caricias, tiernas como una húmeda brisa sobre el rostro acalorado.
A partir de aquella noche, Mispala abandonó su solitaria alcoba y se instaló en mis habitaciones pero su trato conmigo y con los esclavos no sufrió ningún cambio. No me hablaba de sus sentimientos ni me pedía nada; incluso después de quedar embarazada, siguió administrando la granja con la misma energía y a finales del año, poco después de los Saturnales, dio a luz un niño varón, rollizo y fortachón. El otro invierno trajo al mundo una preciosa niña y luego, me preguntó sin titubeos propios de las mujeres romanas si me gustaría que mi prole siguiera creciendo o si era necesario tomar algunas medidas preventivas. Contesté sonriendo que no había tal necesidad porque las ganancias crecían, la granja prosperaba, así que podríamos criar y alimentar sin problemas una media docena de hijos. Realmente, pronto pude adquirir varios terrenos más y me convertí en uno de los granjeros más opulentos de la región. Mispala me ayudaba en todo, los niños crecían, la generosa Ceres parecía bendecir nuestros campos y la caprichosa Fortuna nos sonreía con complacencia. Pero precisamente ahora, cuando todo en mi vida marchaba tan bien, las confusas sombras del pasado, hasta el momento escondidas en algún rincón más apartado de mi alma, volvieron a atormentarme. Con más y más frecuencia, me acordaba de Xantipe. ¿Qué habría pasado con aquella muchacha hermosa y frágil como una estatuilla de Tanagra? ¿Qué castigo le había impuesto mi padre? En más de una ocasión, Xantipe aparecía en mis sueños cubierta de latigazos que dejaban unos horrendos surcos sangrantes sobre su piel de alabastro, encadenada en la oscuridad del ergástulo[6] o clavada a una cruz. ¿Cómo pude huir de casa como el último cobarde, dejando a la pobre muchacha a la merced de su despiadado amo?
Apesadumbrado por aquel arrepentimiento tardío, comencé a padecer el insomnio. Me levantaba en plena noche, salía de casa y, como loco, daba vueltas por los campos y el jardín y ni siquiera las tisanas medicinales, preparadas por Mispala, me ayudaban a conciliar el sueño. Los esclavos veían en aquellos paseos nocturnos un posible maleficio y no escatimaban los sacrificios para sus dioses bárbaros rogándoles devolver al amo el sano juicio. Mispala, mucho más instruida y, por lo tanto, menos supersticiosa que la mayoría de sus compatriotas, no tardó en adivinar la verdadera causa de mi trastorno y fue primera en llamar las cosas por sus nombres.
- Tienes que ir a Roma, señor - dijo una soleada tarde de verano cuando estábamos sentados en la terraza junto con nuestros hijos, contemplando a los esclavos que almacenaban en el granero el trigo y la cebada de la nueva cosecha -. No te preocupes por la granja, me ocuparé de todo.
- ¿Para qué? Mi vida está aquí - objeté con despreocupación fingida pero Mispala me interrumpió decididamente: - No te engañes, amo. Si no regresas a tu tierra, al menos, por un tiempo, los recuerdos que te atormentan ahora acabarán volviéndote loco. Debes rehacer tu vida.
- Tú eres mi vida - dije rozando con mis labios el oscuro cabello de la ibera -. Tú y ellos.
Miré con cariño a mi hijo de casi dos años que corría gritando por el pórtico como si tuviera alas en sus pies al igual que Mercurio, el mensajero de los dioses, y luego besé las sonrosadas mejillas de la niña que se había quedado dormida sobre las rodillas de su madre.
- Sé que nos amas pero no soy más que tu esclava y mis hijos jamás serán tus herederos legítimos - suspiró Mispala. Aunque trataba de aparentar tranquilidad, su voz tembló y una lágrima indiscreta corrió por su mejilla: - Necesitas una esposa de verdad y no podrás encontrarla más que en Roma.
- Tú eres mi esposa y no necesito ninguna otra - contesté -. Pero en algo tienes razón, querida. Tengo que ir a Roma para encontrar a una persona que tal vez necesite mi ayuda.
VI
De regreso a Roma, encontré la ciudad muy cambiada y completamente ajena. Apenas desembarqué en el puerto de Ostia, experimenté un inmenso deseo de tomar el próximo barco que me llevara a Iberia, a los brazos de Mispala y de mis pequeños. Pero no podía hacerlo antes de cumplir con mi tarea.
Tuve la suficiente cordura como para no dirigirme directamente a la casa de mi padre en el Palatino; en vez de eso, alquilé un par de habitaciones en una hostería bastante elegante cerca del Circo Flaminio, barrio donde nadie me conocía. Al día siguiente pensaba enviar a algún sirviente al Palatino para que entrara en contacto con alguien de la servidumbre de mi padre y averiguara algo sobre el destino de Xantipe pero los misericordiosos habitantes del Olimpo me libraron de la necesidad de acudir a todas esas artimañas. Aquella misma tarde, sin saber como acortar el tiempo, fui al circo y vi a Xantipe.
Graciosamente erguida en su puesto, ya no era la misma muchacha frágil y temerosa sino toda una matrona en el apogeo de su belleza. Llevaba un peplo blanco bordado con encajes plateados de extraordinaria finura, un ancho collar de perlas indias adornado con una gran estrella de zafiros casi del mismo color de sus ojos y una diadema de oro que sujetaba sus cabellos espolvoreados con polvo dorado. Decía algo a mis hermanas, ya todas unas señoritas, que parecían imitar no sólo su peinado y su postura sino todos sus gestos. Mi padre, considerablemente envejecido pero aún robusto y lleno de vida, también estaba allí, al lado de Xantipe, mirándola con veneración. Cada vez que ella le dirigía la palabra, mi otrora temible progenitor cabeceaba obsequioso, sonreía con humildad y, a pesar de su toga senatorial con franja púrpura, parecía ser un simple servidor de aquella resplandeciente diosa griega que atraía todas las miradas y, sin duda alguna, disfrutaba de su poder absoluto sobre uno de los hombres más poderosos de Roma. Notas:
[1] Amuleto protector que llevaban al cuello todos los niños romanos libres de nacimiento hasta cumplir la mayoría de edad..
[2] Lecho de mesa en que los romanos se reclinaban a comer
[3] En una casa romana, jardín interno rodeado de columnas.
[4] Término latino para designar el cuarto exclusivo del padre de familia.
[5] Término aplicado a un cadete, a un subalterno de la condición más baja en la jerarquía de los oficiales romanos.
[6] Cárcel para esclavos. |
Anastassia Espinel Souares
anespso@uis.edu.co
Ir a índice de América |
Ir a índice de Espinel Souares, Anastassia |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |