El arte como llave de una ventana interdimensional |
Constantemente
nos vemos enfrentados y cuestionados sobre el verdadero alcance de nuestro
potencial como seres y del de nuestro conocimiento de manera específica.
Es así como, ante diversos sucesos que escapan a nuestra concepción de
lo “normal” o “posible”, tenemos como única defensa y herramienta
el etiquetarlos como “inexplicables” o aún “paranormales”. Sin
embargo, existe un suceso cotidiano que no tiene, o mejor, no requiere
explicación, al que no se le pone tampoco alguna de las etiquetas
mencionadas. Este hecho, que está siempre a nuestro alcance, es el arte.
En este escrito, discutiré sobre el poder del arte y en especial de la música
para abrir ventanas y espacios que permiten visitar terrenos míticos y místicos,
más allá de la elemental satisfacción de los sentidos. Para esto,
comenzaré con una referencia al libro “¿¡Y tú qué sabes!?”,
especialmente en su capítulo relacionado con la ciencia y la religión,
pues ofrece la visión de varios sabios de nuestros días al respecto de
nuestro potencial. Seguidamente,
reuniré una serie de conceptos que sobre el arte y la música han emitido
diferentes filósofos y estudiosos, para finalizar con una visión
personal acerca del arte y su función, resultado de la exploración de
los textos mencionados. La
pregunta como centro de la actividad intelectual humana: Ciencia y Religión Para
comenzar, quiero hacer referencia sucinta al modo en el que se han
desarrollado la ciencia y la concepción religiosa, especialmente en la
cultura occidental. A diferencia de otras especies (por lo menos, según
nos lo demuestra la evidencia a nuestro alcance), el ser humano tiene la
capacidad, y por qué no, la necesidad de preguntar. ¿Qué es una
pregunta? Una hermosa definición está contenida en el libro “¿Y tú
qué sabes?”, en su primer capítulo, en donde invita a preguntar:
“[Porque] una gran pregunta es una invitación a una aventura, a un
viaje de descubrimiento” (Arntz, Chasse, & Vicente,
2006). Desde el momento en el que el niño, al tener suficientemente
desarrollado su lenguaje, entre los 3 y los 4 años (Poveda Soriano, 2002
y Kassidy, 2006), comienza a inquirir sobre las cosas que lo rodean, sin
importar el oficio o la costumbre de cada persona, siempre hay una
pregunta que nos mueve hacia la acción o hacia el crecimiento de nuestra
mente. Es
tan importante en la cotidianidad humana la capacidad de preguntar, que
tanto la ciencia como la religión son elementos característicos del
trasegar humano y tienen en sus raíces comunes grandes preguntas. Así,
al querer comprender los procesos que se encontraban detrás de todos los
fenómenos naturales, los diferentes pueblos tenían como meta “adquirir
conocimientos, para armonizar la vida humana con las grandes fuerzas del
mundo natural y los poderes trascendentes que todas las culturas percibían
detrás del mundo físico. La gente quería saber como actúa la
naturaleza, no para controlarla o dominarla, sino para vivir de acuerdo a
su flujo y reflujo” (Arntz, Chasse, & Vicente, 2006). Es por esto
que, por ejemplo, en la civilización sumeria, considerada como el origen
más remoto de nuestra cultura occidental, la dignidad de sacerdote era
investida en el tecnólogo e investigador de cada campo específico del
conocimiento, que tenía un dios respectivo, como la agricultura, la
astrología o la irrigación (Arntz, Chasse, & Vicente, 2006). De
esta forma, y al igual que en otros pueblos, las respuestas a preguntas
como “¿Qué es esa bola de fuego que viaja en el firmamento, y por qué
nuestra actividad y nuestra seguridad dependen de ella?”, “¿Por qué
debajo de la tierra se encuentra agua como la que vemos en el mar?” o
“¿Qué hace que una semilla puesta en la tierra se convierta en una
planta que nos alimenta?” conformaban el corpus de conocimiento que
conducía la vida cotidiana de los antiguos Sumerios. No se trataba de
verdades irrefutables o de imposiciones arbitrarias, sino de un constante
inquirir y descubrir la realidad y el entorno. Con el correr del tiempo,
se gestó en las civilizaciones occidentales un progresivo monopolio del
conocimiento en manos de unos pocos, que a su vez fue generando distancias
entre quienes lo poseían y quienes no, que tuvo un momento álgido en los
albores de la religión cristiana (edad media) y que a la postre, generó
en la cultura occidental una ruptura entre ciencia y religión de la cual
surgieron odios, amores, muertos y héroes, y que aún no ha podido
subsanarse de forma satisfactoria. Con
esta ruptura, se dividió una espiritualidad presente en todas y cada una
de las actividades humanas en dos entidades poderosas, pero muchas veces
irreconciliables. Desde ese momento, cada una de las dos continuó
construyendo su camino sobre preguntas diferentes. Así, las preguntas de
la ciencia son principalmente del tipo “¿Cómo funciona…?”, “¿De
qué está hecho…?” orientadas hacia objetos y fenómenos tangibles u
observables, mientras que las de la religión (específicamente, las
grandes religiones occidentales) se enmarcan en el tipo “¿Para qué…?”,
“¿Por qué…?” o “¿Hacia dónde…?” e inquieren sobre los
pensamientos, los sentimientos y las acciones de las personas y cómo
estas construyen una relación con una entidad remota con el nombre genérico
de Dios. De
esta forma, cada una de estas secciones del conocimiento comenzó a crecer
con una visión sesgada de su norte. Como se desprende de la lectura de
Arntz, Chasse y Vicente (2006), con este obstáculo la ciencia, al olvidar
la importancia de entender las implicaciones espirituales de su camino y
de sus hallazgos, comenzó a ver a la naturaleza y el entorno como una
fuente inagotable de recursos explotables y aprovechables, dejando de lado
la idea de que el ser humano tamibién hace parte de la naturaleza, y lo
que quiera que suceda con ella, le va a afectar en alguna medida, que por
lo general no es pequeña. Por su parte, las religiones occidentales veían
amenazado su poder político por los hallazgos de la ciencia, por lo que
creó una fuerte carcasa en torno de sus dogmas y promovió una campaña
de desprestigio y tergiversación de los hallazgos científicos, en la que
olvidó que no hay materia sin espíritu, ni trascendencia sin hechos,
generando conceptos como la virtud y la salvación, que se convirtieron en
utopías fundamentadas en sentencias irrefutables y basadas solo en sí
mismas. Afortunadamente,
en los últimos años la ciencia ha encontrado la importancia de acercarse
al espíritu, aplicando conceptos éticos ancestrales como el respeto por
la naturaleza y la relación con ella mediante la conformación de
tecnologías que buscan permanentemente la concordancia con un desarrollo
sostenible, es decir, en la que no se beneficie exclusivamente el ser
humano sino todo su entorno. A partir de esto, ha encontrado también la
importancia de estudiar el espíritu como parte fundamental del desarrollo
del Universo, hecho soportado por el estudio de procesos a nivel sub –
atómico (cuántico) e intergaláctico como los que se mencionan en “¿Y
tu qué sabes?”. Las religiones occidentales, por su parte, han tratado
de permitir e integrar ideas y conceptos de otros saberes, como las
cosmologías de indígenas americanos y de culturas orientales como la
Hindú o la Budista. La
gran conclusión acerca de los caminos emprendidos por las religiones y
las ciencias, para ampliar una idea expuesta anteriormente, se remite a la
búsqueda de Algo que ha recibido diversos nombres a lo largo del tiempo y
las culturas, como Tao, Espíritu, Dios, Voluntad, Razón, Todo. Algo que
así como el ser humano le ha dado varios nombres, también le ha
adjudicado diferentes ubicaciones y funciones. Está en el Cielo, en el
Olimpo, en el Nirvana o en el Valhalla. Juzga, ama, crea, destruye, guía
o legisla. Algo que existió antes del tiempo de los seres, existe ahora y
existirá después. Los más humildes, en lugar de arbitrariamente
nombrarlo o ubicarlo, se reconocieron parte de ese Algo, y entendieron que
ese Algo estaba en ellos. Como lo describe Jaime Jaramillo, un importante
líder y filántropo colombiano, conocido por su labor con niños
abandonados como “Papá Jaime”, al hablar de sus prácticas de
meditación al aire libre: “la naturaleza es un lugar sagrado donde Dios
habita y cuando entiendes esto, ya no buscas a Dios solamente en una
iglesia o en un templo, sino que encuentras que está dentro de ti, y en
todo lo que te rodea” (Jaramillo, 2010). Con
esta idea como brújula, se puede entrar a escudriñar las características,
potencialidades y funcionalidades de una modesta pero poderosa compañera,
que al lado tanto de científicos como de religiosos de todas las culturas
ha servido, si bien no para encontrar respuestas definitivas, por lo menos
para aproximarse y sentir momentáneamente el contacto con ese Algo. Es
hora de hablar del Arte. Concepciones
filosóficas acerca del arte Se
puede dar comienzo a esta sección estableciendo definiciones cortas y
puntuales, asequibles en los cotidianos y siempre útiles diccionarios: “Arte
n. m. o f. (lat. Artem)
Actividad humana específica para la que se recurre a ciertas facultades
sensoriales, estéticas o intelectuales; conjunto de obras artísticas de
un país o una época: el arte italiano, el arte romano.” (Planeta Internacional, S.A., 1992) “Arte. (Del lat. ars, artis, y este calco del gr. τέχνη). amb. Virtud,
disposición y habilidad para hacer algo. || 2. Manifestación de la
actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y
desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos,
lingüísticos o sonoros.” (Microsoft Corporation, 2009) De
estas definiciones puede extraerse principalmente el hecho de que el arte
es exclusivo de la actividad humana, y que a diferencia de otras, no está
orientado o relacionado con la supervivencia física básica o con el
desarrollo de actividades cotidianas de la vida humana. En estas sencillas
líneas, puede verse además que por medio de la humana facultad de
expresar e imaginar, se comprende un factor unificador de regiones, épocas
o grupos de personas. Pero como corresponde a una definición de
diccionario, no entran a tocar aspectos que respondan de manera amplia a
la inquietud de cual su finalidad, su origen o su relación con otras
actividades humanas, de igual forma que afirmar que “Ludwig van
Beethoven es un compositor alemán nacido en 1770 en Bonn y muerto en 1827
en Viena” no nos permite conocer con profundidad y precisión quien era
este genio de la Música. Para
escudriñar más allá de la superficie de un corpus tan complejo como el
arte, es necesario valerse de las reflexiones llevadas a cabo por diversos
pensadores a lo largo de la historia, específicamente en los campos de la
Estética y la Filosofía del Arte. Estas ramas del saber humano, se
ocupan en sí de “la belleza y de su relación con los objetos artísticos
y de éstos con la naturaleza y el hombre” (Diez de la Cortina Montemayor, 2002). Sin embargo, ocuparse
de conceptos abstractos y no universales como la belleza, escapa a los límites
del pensamiento, como se afirma en el artículo de Constantino Fernández
sobre filosofía del arte de la revista electrónica de la Asociación
Cultural Nueva Acrópolis de España: “Del pensamiento son los límites,
las formas, las clasificaciones, las comparaciones. De la belleza es la
vivencia, lo inapresable, el espíritu sutil que escapa a todas las
definiciones” (Fernández, 2004). Así mismo, como lo establece el filósofo
español Gustavo Bueno Martínez (1999) en una entrevista para la
construcción de un Diccionario Filosófico, es importante el contacto con
las diferentes disciplinas artísticas para determinar las ideas que
emergen de ellas. Este
problema filosófico ha sido abordado por todos los grandes exponentes del
estudio del conocimiento humano, cada uno de ellos aproximándose y dando
definiciones y explicaciones acordes con su época y circunstancias. Así,
como se resume en proyectos en línea como Cibernous de filosofía en español
(2002), la Guía 2000 (2008) y Nueva Acrópolis (2004), se tienen históricamente
diferentes acercamientos al estudio del arte, desde Platón y Plotino que
le asignan la tarea de imitar lo natural y la belleza con fines educativos
y de sano esparcimiento, pasando por San Buenaventura y su idea del arte
como representación simbólica de Dios, Kant y la concepción de la
“intencionalidad sin intención” y la “finalidad sin fin”, y
llegando hasta Carl Jung que lo identifica como un proceso onírico en el
que aflora el subconsciente colectivo. Como
se dijo anteriormente, cada una de estas definiciones corresponde a unos
momentos y circunstancias específicas. Todas tienen en común, como lo
describe Constantino Fernández en la revista de Nueva Acrópolis, la
intención “de hacer accesible a la Mente la obra artística” (Fernández,
2004). En este sentido, no es conveniente aferrarse a una u otra visión,
sino tomar lo más adecuado para nuestro tiempo y lugar. Una interesante
discusión sobre qué es el arte, sus fines, métodos y transcurrir histórico
aparece en la obra “Filosofía del Arte” del historiador y filósofo
francés Hipólito Adolfo Taine (1828 – 1893). A pesar de ser un texto
con más de 140 años de haber sido escrito, presenta una visión lo
suficientemente clarificadora y didáctica de la función del arte en la
vida humana. Para
resumir, Taine define de la siguiente forma la finalidad de la obra de
arte: “La
obra de arte tiene por objeto manifestar un carácter esencial o saliente,
o bien una idea importante, con mayor claridad y de un modo más completo
que la realidad misma. Para conseguirlo se vale de un conjunto de partes o
elementos ligados entre sí, cuyas relaciones modifica sistemáticamente.
En las tres artes de la imitación, pintura escultura y poesía, estos
conjuntos corresponden a objetos reales” (Taine, 1869). Cabe
ampliar de esta definición el término “Carácter Esencial”. Si se
pretende entender la idea que del arte pretende transmitirnos Taine, es
pertinente usar su propia definición de lo que es “Carácter
Esencial”: “Es una cualidad de la cual todas las demás, o por lo
menos muchas de ellas, se derivan conforme a relaciones fijas” (Taine,
1869). El ejemplo que usa es por demás elocuente, al hablar del carácter
esencial del león. Al consisistir este carácter el de ser un “gran
carnicero”, todo su cuerpo (garras, mandíbulas, color, musculatura) y
su temperamento (instinto cazador, capacidad de concentrar y acumular
energía) están determinadas por el. Así, enmarcando este concepto en la
definición de obra de arte, a diferencia de Platón y Plotino, pone al
arte al servicio de la interpretación de caracteres esenciales de las
cosas y no de un idealismo abstracto de lo que deberían ser, modelo muy
acorde con la época tardorromántica en la que se desarrolla esta idea. Llama
igualmente la atención que no estén mencionadas en esta definición la
arquitectura y la música. La naturaleza de estas se explica más adelante
en la obra, debido a que sus modelos no se encuentran en objetos sino en
conjuntos “de partes ligadas entre sí, que el artista modifica con el
propósito de manifestar un carácter” (Taine, 1869). Esas “partes
ligadas entre sí” son para Taine las relaciones matemáticas de la
imagen en el caso de la arquitectura y del sonido en el caso de la música.
En este sentido afirma que “Fuera de las relaciones, proporciones,
dependencias orgánicas y morales que copian las tres artes de imitación,
existen relaciones matemáticas cuyas combinaciones dan origen a las otras
dos artes que no imitan nada” (Taine, 1869). Por
supuesto, se podría pensar que manifestaciones como el arte abstracto del
siglo XX y lo que llevamos del XXI escapan a la definición de arte dada
por Taine, sin embargo, para comenzar a conectar estos conceptos con la
lectura holística de la ciencia, la filosofía y la religión contemporánea,
podemos partir del hecho de que “la conciencia crea realidad” (Arntz,
Chasse, & Vicente, 2006). Así, la realidad no es solo aquello que se
puede ver, oler, tocar, saborear o escuchar. Las ideas, los sentimientos y
emociones también son parte de la realidad. Y si bien, la representación
artística del terreno de las emociones fue terreno casi exclusivo de la música
y de la poesía, el contacto de la plástica con lo emocional ha sido un
paso enorme en el camino del hombre hacia el encuentro con su conciencia y
sus ideas: un paso hacia la realidad intangible. El
origen de los diferentes estilos en el arte también es explicado por
Taine (1869) de una manera contundente: La obra de arte corresponde a un
artista, el artista corresponde a una escuela o grupo de artistas y estos,
en conjunto, son el producto de un país o entorno histórico – geográfico.
Si bien las inteligentes analogías usadas por el autor transitan por los
terrenos de ciencias naturales como la botánica, no es difícil
extrapolar la relación del arte con el mundo físico a la relación del
mismo con el colectivo del pensamiento humano y con la conciencia misma.
Ningún estilo, así como ningún pensamiento pueden surgir de forma
repentina ni aleatoria, aunque la “genialidad”, ese magnífico don que
en apariencia hace aparecer obras y estilos de la nada, parezca
contradecirlo. Si bien una obra, como se ha insistido, es un fruto de la
memoria y la conciencia colectiva que ha surtido una delicada maduración
y llega a nosotros por medio de un privilegiado agente que llamamos
“artista”, la obra o el estilo “geniales” son frutos con una
maduración acelerada por una mente excepcionalmente despierta. En
este punto, se han escudriñado algunas visiones de lo que es el arte en
general. Conviene ahora hacer algunas precisiones sobre la música en
particular. Para cerrar este apartado, son útiles las palabras de Sir Arthur
Eddington, citado en Arntz, Chasse, & Vicente, (2006): “En el sentido místico de la creación que nos rodea, en la
expresión del arte, en un anhelo por llegar a Dios, el alma crece y halla
la realización de algo implantado en su naturaleza... La búsqueda de la
ciencia [también] surge del esfuerzo por alcanzar algo que la mente se
siente obligada a seguir, un cuestionamiento que no puede reprimirse. Ya
sea en la búsqueda intelectual de la Ciencia o en esa otra mística del
espíritu, la luz nos hace una seña para que nos acerquemos, y el propósito
que surge de nuestra naturaleza responde”. La música
como caso particular de arte Por
su carácter abstracto y muchas veces críptico, la música ha recibido el
tratamiento de caso especial en las discusiones filosóficas sobre el
arte. Este estudio viene desde la cosmología de los sumerios, quienes
basaban su teoría musical en su panteón y las relaciones entre sus
dioses, pasando por las implicaciones más éticas que estéticas de los
filósofos griegos y los padres de la iglesia, hasta la exaltación hecha
por filósofos de la modernidad como Schopenhauer, Nietzche o Adorno. Sin
embargo, a diferencia de las muchas curvas que se observan en el recorrido
del estudio de las demás artes, todos los filósofos coinciden en que la
música posee cualidades que pueden considerarse superiores, como la de
ser un lenguaje unificador y trascendente que habla no solo a los
sentidos, sino que puede ser percibido directamente con lo que denominamos
alma. Para
mencionar al más vehemente defensor de esta idea, tenemos a Schopenhauer.
Su visión de la vida y el trascender humano está centrada en la
voluntad, proclamándola sobre la razón y el conocimiento, para acabar así
con un reinado del conocimiento de cerca trescientos años, desde
Descartes: “el hombre seria su propia obra bajo la luz del conocimiento.
Por el contrario, yo mantengo que ya es su propia obra antes de todo
conocimiento y que el conocimiento solo viene a iluminar esto; por eso no
puede decidir ser de tal o cual manera, pues no pues no (sic) puede ser de
otro modo, sino que lo es de una vez para siempre y luego va conociendo
cuanto es. Según ellos, quiere lo que conoce; en mi opinión conoce lo
que quiere” (Schopenhauer, 1998, citado en Vásquez Rocca, 2008). Con
ese concepto de voluntad como fundamento, Schopenhauer hace una
clasificación de las artes según se acerquen más o menos al mundo de
esta idea, siguiendo el modelo platónico. En ese orden, para Schopenhauer
la Música está más allá de las jerarquías, puesto que “Expresa directamente la objetivación de
la voluntad. Sin mediaciones. Libera y objetiva a la voluntad” (Schopenhauer, 1998, citado en Peñaloza, 2005). Si bien para
filósofos como Pitágoras y Taine (entre muchos otros) la música es la
expresión de las proporciones matemáticas entre los sonidos,
Schopenhauer hace una acotación importante, que despoja a la música de
esa carga racional: “las relaciones numéricas no deben considerarse
como su significado, sino como su signo. Ya que casi todo en ella se puede
reducir en números, y en todos los tiempos se ha cultivado la música,
sin tener adquirir (sic) conciencia clara de esta relación”. (Schopenhauer,
1998, citado en Peñaloza, 2005). En
los demás aspectos, Schopenhauer realiza paralelos entre el mundo y la música
en sí que confirman su idea de la música como representación sin par de
la voluntad. El concepto más claro es su definición de la vida y la ética
humanas en términos de la melodía y de la ciencia como la armonía que
la acompaña y subyace en ella. De esa forma, las tensiones, anhelos y
caracteres de las personas quedan descritos en términos de ciclos armónicos,
tonalidades y modulaciones. Igualmente, concede a la música el papel de
ser un lenguaje plenamente objetivo y superior a los idiomas hablados, ya
que, como resume Peñaloza (2005), antes de hacerse presente físicamente
la música ya tiene claro qué y cómo va a expresar la idea que la
motiva, por lo que además desdeña la unión entre música y palabra
cuando afirma que “Cuando la música es forzada a amoldarse a las
palabras y a los hechos se le fuerza a hablar un lenguaje que no es el
suyo” (Schopenhauer, 1998, citado en Peñaloza, 2005). Esta
visión de la omnipresencia de la voluntad, cuya mejor representación se
encuentra en la música, recuerda en alguna medida lo planteado en “¿Y
tu qué sabes?” en donde las propiedades de las partículas subatómicas
aparecen trascendiendo todo el texto, y se les representa en mayor o menor
medida por medio de la física cuántica. Puede verse de este modo, una
vez más, una coincidencia entre el estudio de lo científico –
religioso con el estudio de lo artístico, que conduce, en la siguiente
sección a la forma como tomo personalmente y resumo los aportes que han
dejado para mí las exploraciones de todas las lecturas mencionadas. El
arte como llave hacia la conciencia Con
independencia del lenguaje, del imaginario, de la tradición o las
decisiones personales, hay que reconocer que existe una fuerza superior,
universal y omnipresente, creadora y en constante movimiento, a la cual,
como se estableció anteriormente, se le han asignado varios nombres,
ubicaciones y funciones. Para efectos prácticos, utilizaré el término
“Conciencia” que prevalece en Arntz, Chasse y Vicente (2006), ya que
no implica una visión antropomórfica de algo superior y adimensional.
Como ha podido verse también a lo largo de este escrito, el acercamiento
a esa conciencia ha sido la gran pregunta en la mente del científico, del
religioso y del artista. Sin embargo, la humanidad se ha desgastado
observando y participando en una batalla por demostrar cuál de esas tres
formas de pensar lleva al conocimiento y vivencia de la conciencia. “Todos
los caminos conducen a Roma”, dice la sabiduría popular. Arte, ciencia
y religión son sólo tres caras del enorme poliedro que es la vida y en
general el cosmos. Así como el hombrecillo que en el antiguo grabado alemán
asoma su cabeza por la Bóveda Celeste para encontrar qué más allá hay
una extraña maquinaria que la mueve, podemos asomar nuestra cabeza por
cualquiera de esas tres ventanas y encontrar a la conciencia, como sea que
la imaginemos, atravesando nuestras vidas físicas y espirituales. Puesto
que mi camino se acerca más a la ventana del arte, quiero permitirme
describir la forma en la que concibo el mecanismo por el cual éste nos
muestra la conciencia. Cuando alguien elabora una obra de arte, toma
prestados elementos de la naturaleza para crear una llave que abrirá la
ventana hacia la conciencia. Así como no todos abrimos un cerrojo
exactamente de la misma forma, pues unos lo hacen con la mano izquierda,
otros con la derecha, unos con cautela, otros con violencia, etcétera, no
todos abrimos esa ventana “interdimiensional” de la misma manera. Es
entonces cuando entra una característica adicional que nos permite
disfrutar o sufrir una obra de arte (y también aplicable a sufrir o
disfrutar la ciencia o la religión). Se trata de la percepción, esa
capacidad de recibir las sensaciones externas, pero que siempre estará
mediada por el ámbito interno, que a su vez es formado por las
condiciones sociales, culturales y temporales de quien percibe. Así,
un cuadro de Rubens, una sinfonía de Mozart o un libro de Rabelais podrán
mostrar diferentes facetas de la conciencia a personas diferentes e
incluso a la misma persona en espacio – tiempos diferentes. Sin embargo,
esto no invalida al arte como ventana hacia la conciencia. Es precisamente
lo que lo hace cercano a las personas, pues les transmite la información
que quieren o que necesitan obtener en un momento y lugar determinado.
Siguiendo la visión que ofrecen en “¿Y tú que sabes?”, de ninguna
manera será asunto del azar que hoy la Pequeña Serenata Nocturna K. 525
de Mozart produzca en una persona una afable sonrisa y al día siguiente
una nostálgica mirada. Cualquiera de los dos estadios, será sin duda una
pequeña epifanía. Eso lo hace placentero y apasionante, pues así
siempre será sentido como propio y no como una imposición o un absoluto.
El escucha, el espectador, el lector rehace la obra de arte cada vez que
acude a ella, por lo que siente gusto en el poder de girar la llave hecha
con trozos de naturaleza a su propio tiempo y acomodo. Como
artistas, tenemos entonces la enorme responsabilidad de hacer “llaves”
de excelente calidad, que no se desgasten con el tiempo y que no abran las
ventanas equivocadas, como el simple hedonismo o la confusión irracional.
Si bien son dos facetas más de la conciencia, la información que proveen
es efímera y muchas veces monótona. Como espectadores (para
generalizar), nuestra responsabilidad es proveernos del buen juicio para
encontrar las mejores “llaves” y usarlas con amor y respeto, así
abriremos siempre la ventana hacia el paisaje que más necesitemos ver.
Fungiendo como los dos, es decir, como artistas y como espectadores, están
las personas con la responsabilidad de educar. El mayor compromiso está
en sus manos, puesto que de ellos depende que quienes son guiados por
ellos en su aprendizaje encuentren tanto la mejor forma de fabricar las
“llaves”, como el criterio para encontrar las mejores “llaves”. Así,
las personas abrirían en la mayoría de los casos las ventanas más
convenientes para el bienestar común (y no solo el de los humanos). Bibliografía Arntz,
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Manuel Espejo
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