Pinocho y Peter Pan

por Florencio Escardó

Este ensayo es el cumplimiento de un sueño. Quiero decir desde ya mi firme convicción de que todos los sueños se realizan, porque el destino automático de los sueños implica su plena realización y no hay ningún sueño que no se realice; si la experiencia corriente parece contradecir un tanto esta afirmación es porque los hombres han caído en la costumbre de creer que los sueños son sueños sólo en tanto no se cumplen; ello es defecto de la condición humana y no de la divina naturaleza del sueño. El hombre en su carácter de ser un tanto retrasado en el largo camino de la íntima perfección (a punto tal que tal vez pretenderla sea, por ahora, su única manera de perfección), está ya suficientemente maduro como para forjar un bello sueño, pero aún no lo está para comprender que apenas concebido su sueño cobra vida propia y automática, independiente de su creador y de su creación, regida sólo por la ínsita condición del sueño; y en consecuencia cuando el sueño retorna al hombre, éste se ha vuelto casi siempre incapaz de reconocer su filiación y de aceptar la paternidad y aun de identificarlo como un sueño. Tan precaria situación ha obligado al género humano a crear la corporación profesional de los reconocedores de sueños; tal profesión es ejercida, por ejemplo, por los poetas, seres que mediante una embriaguez cultivada procuran mantenerse lúcidos para percibir la gestación, el nacimiento, la partida, la trayectoria y el retorno de sus sueños; claro está que a veces se equivocan en la dosis embriagante y tomando menos, prohíjan un sueño de segunda mano, o se dejan embaucar por un pseudo-sueño o bien tomando de más, adoptan y nominan definitivamente un gran sueño genérico y en estado de suprema pureza. Los que no alcanzan ese estado anímico que es la poesía, recurren a algunos trucos necesarios para afirmar un engaño vital y se dan a creer que la madurez es el encuentro con los sueños de la juventud al estado de éxito; claro que el producto es espurio pero el ensayo es tan lógicamente ingenuo que si no se parece demasiado a la poesía, tiene bastante de una resignación poética ya que permite suponer que se recobran sueños que no se tuvieron, lo que es caridad para consigo mismos y aceptar como sueños especies que en verdad no lo son; lo que es caridad para con los sueños. Al fin y al cabo la adopción es la gran generosidad de los infecundos.

Decía que este ensayo es la realización de un sueño y de veras lo es: allá en la época moza en que creemos de buena fe que proyectar es crear, yo anuncié un libro del que —como de muchos otros— escribí sólo el título; se llamaba “Tres prólogos de un libro de cuentos para niños”. Pensaba ya entonces que el verdadero prólogo de un libro para niños sólo podía escribirlo un niño, y me aparecía como evidente que tal prólogo necesitaba un prólogo de alguien capaz de traducir al presunto lector adulto las concepciones de un niño sobre un libro de cuentos; traducción tan necesaria y a tal punto sutil y penetrante que —evidentemente— un libro de tales prólogos requeriría un prólogo importante que lo presentara al público lector. Recuerdo que la idea me asedió largo tiempo, pero tuve la fortuna de no escribir jamás el libro, que quedó en forma de anhelo no cumplido y que retorna hoy cuando sé con más exactitud lo que ignoro del niño y del sueño; es decir, de mí mismo.

De cualquier manera un libro así hubiera consagrado un error, error corriente en la corriente valoración del hombre y que reside en suponer que el niño puede constituir una individualidad específica y diferenciable y que, en consecuencia, hay un mundo de los niños, con sus leyes, con sus reglas, con sus mitos y con sus cuentos propios e inmiscibles. El gran descubrimiento y la fuerte originalidad del pensamiento psicológico moderno es haber descubierto que los niños no constituyen una etapa transitoria y superable de la vida del hombre, sino toda su raíz y su permanente esencialidad, a punto tal que, por lo menos en lo que hace a la vida anímica, cuando el hombre no madura es porque lleva dentro de sí un niño desdichado e inconsolable; no es ésta una afirmación sentimental o romántica; es el resultado de una búsqueda profunda, afanosa, penetrante y ardua en los laberintos abismales del corazón humano; exploración que como la de un continente desconocido y fabuloso, ha descubierto mitos antiquísimos y desenterrado ídolos increíbles. La refinada técnica curativa que se llama psicoanálisis no es otra cosa que la búsqueda, en la entraña emocional del adulto, del niño desdichado que no ha podido superar su desdicha. Sabemos hoy que todo cuanto de fundamental ha de regir nuestra vida afectiva está ya dentro de nosotros en los primeros, en los primerísimos años de la vida, y que cuanto ha de constituir el carácter se forma en esa época prístina, de modo que la escuela con la que contábamos para educar al hombre futuro sólo puede edificar sobre un material humano ya determinado. Algo muy serio, muy hondo y muy preocupante expresó Freud cuando dijo: “El niño es el padre del hombre”. A la luz sin sombras de la nueva psicología la continuidad del hombre adquiere el sentido de una clave descifradora universal; la ni una etapa superada, ni un tramo transcurrido; es el principio de un desarrollo unimismado; no hemos sido niños, somos el niño desarrollado; este enunciado tiene todo el aspecto de una perogrullada; pero toda verdad esencial no lo es hasta que adquiere el estado cristalino de tautología. Es inútil que afirmemos ser adultos si esto afirma que ya no somos niños; la trayectoria es unidireccional: el hombre es un niño cumplido con el mismo rigor que el niño no es un hombre chiquitito.

“El niño —dice Nietzsche en “Así hablaba Zaratustra”— es inocencia y olvido, un nuevo comenzar, un juego, una rueda, que gira sobre sí, un primer movimiento, una santa afirmación”. El niño es el hombre en el instante de ser lanzado a serlo, y le asiste desde ese primer instante la plenitud de su condición hominal; de ello surge su dolorosa antinomia y el nudo de toda su tragedia afectiva; junto con la total condición de hombre, vale decir, de ser social, le asiste la máxima impotencia y la total indefensión de su condición animal. Abandonado a sí mismo moriría inexorablemente; de todos los animales recién nacidos el hijo del hombre es el único incapaz de valerse por sí propio o de proveer a la más elemental de sus funciones de conservación; tiene —de necesidad— que ser acogido por una organización social, fraguada de antemano y organizada antes que él; depende para sobrevivir, mucho más, muchísimo más, del mundo cultural del hombre que del mundo natural del animal; es social desde la primera hora y no puede no serlo porque le va la vida en ello; es “a nativitate” un ser contra-natura y en serlo radica, me parece, su mayor excelencia. A tal organización cultural llamamos genéricamente familia, dando al término un sentido principalmente funcional; una familia representa el medio necesario del hombre recién nacido, la condición inexcusable de supervivencia y la matriz de su cumplimiento. A veces, por distorsión monstruosa, la familia es de lobos, como en el caso de Kamala, la niña-lobo de Midnapore estudiada por Gesell, y el medio, a despecho de las determinaciones biológicas que parecen tan tercas, hace cuadrúpeda a una niña destinada a ser bípeda, y afabril a un ser destinado a usar las manos. El niño humano se integra en su familia y de ella, mera superestructura cultural, recibe las primeras improntas de la prefiguración convivencial; ni la primera vez comerá como quiere sino como se lo dan, ofrecen y condicionan; ni la primera vez dormirá como quiere sino donde lo ponen, colocan y acomodan; obtiene al precio del máximo de seguridad el mínimo absoluto de libertad y en el largo trabajo de su individuación y autonomía, el más arduo y el más delicado de sus problemas será el de una suficiente adquisición de libertad, vale decir, la consciente aceptación de un riesgo merecido. Este abandono de la seguridad es siempre conflictual, crecer es arrojarse, decidirse, aguantar, no tanto en la medida de la acción recibida cuanto en la medida de la debilidad y de la indefensión; sea como fuere, los primeros agravios, las primeras agresiones, las primeras injusticias (o por lo menos lo que percibimos como tales), las recibimos en el seno de la propia familia; el nuevo hermano es el monstruo diminuto e intruso que viene a robarnos la mitad de nuestro reino, a ratos toda nuestra madre, que antes era íntegramente para nosotros; pronto, muy pronto, es la familia la que nos tiene que quitar la absoluta seguridad de que gozábamos, la perfecta beatitud que disfrutábamos; la plenitud de abandono y la culminación de ocio perfecto de que disponíamos, a muy corto andar y por un proceso inexorable e intransferible la familia es el sueño de una placidez que en ella misma perdimos pero que con todo es la mayor de que pudimos beneficiarnos nunca y que ningún ser humano puede tener mejor. Sea como fuere, hay un instante pretérito pluscuamperfecto de la psicogénesis en que la familia realiza para el hombre el sagrado de todas las seguridades, desde la seguridad material del abrigo hasta la seguridad moral de la irresponsabilidad. Tal acuerdo maravilloso puede durar apenas un momento, pero parece cierto que el hombre conserva de él una imagen inmarcesible y riquísima de potencialidades. Cada vez que tenemos que correr un peligro se despierta en nosotros el recuerdo ^de cuando estábamos confiados; cada vez que nos asedia la lógica se aviva en nosotros la memoria de cuando no necesitábamos de lógica para comprender el mundo, al que accedíamos sin dificultad merced a un fácil mecanismo mágico; cada vez que una cosa es difícil, penosa o inaccesible revive en nosotros el tiempo en que pedir era obtener y en que imaginar era exactamente lo mismo que vivir; cada vez que estamos indefensos retorna el tiempo dichoso en que nada temíamos...

Poco importa que no haya sido exactamente así; el sueño de la familia es el sueño de lo que pudo ser; sueño legítimo en el huérfano, sueño menos legítimo en el niño con padres, pero para quien la exigencia de lo que se pide sin tasa crea una orfandad potencial, a la que nuestra desilusión siempre se cree con derecho. Si en la patología psicológica el niño que resurge en nosotros es el niño reclamante, insatisfecho, descontento, en la fantasía el niño que resurge es el niño que soñamos que pudimos ser. Por eso los cuentos de niños de más rica vitalidad son los que tienen simbólicamente expresadas el mayor número de vivencias verídicas o verosímilmente infantiles. No son cuentos para niños, son cuentos de niños, y es, tal vez, el momento de afirmar que no hay cuentos para niños, simplemente porque no hay niños para cuentos. El niño no necesita acceder y en realidad no accede nunca al mundo de los cuentos; sumergido en un universo mágico, la fábula es su realidad; realidad que él solo puede reconocer y de la que es el único valorizador. La observación directa lo demuestra hasta el cansancio; cuando contamos a un niño un cuento y él lo acepta, el relato se convierte en un valor absoluto; en un sistema convencionalmente fijo, con el que el pequeño traba relaciones mágicas, vale decir, invariables dialécticamente; tratemos de introducir un cambio en la primera versión comunicada y el niño se apresurará a rectificarnos; no aceptará la más insignificante variación porque la realidad no se cambia sin peligro y el cuento es su realidad dentro de la que necesita sentirse seguro. Poco importa lo que pase, lo esencial es que siempre acaezca lo mismo y de una manera igual. La imaginación del cuento es para el niño un sistema cerrado. Es un hecho demasiado constante para que no tenga significación psicológica el que el niño escuche una y mil veces el mismo cuento con el mismísimo desarrollo; no es el interés del relato el que lo ata a él, puesto que conoce por menudo el desenlace; es sin duda la amistad fija con los personajes y el esquema inalterable de las situaciones lo que le permite incorporarse a la historia como una pieza sólida de la que él puede disponer sin riesgo de imprevistos; el cuento es cuento en la exacta medida en que él lo acepta en su mundo mágico; lo mágico es en el fondo una imaginación estereotipada. Más tarde cuando el chico quiere ser pirata o piel roja ya no se tratará de cuentos sino de verdadera imaginación, es decir, de una técnica de la fuga que es precisamente lo contrario del cuento, que significa un mecanismo de seguridad estática para el chico.

Los cuentos que circulan por el mundo como cuentos para niños son enormes estereotipias, con frecuencia tontas y casi nunca realmente bellas, pero ello le importa muy poco al niño, como no le importa que sea bella la caja de zapatos que él ha convertido en carroza imperial; lo bello está en la adjudicación mágica que el niño le asigna, adjudicación que no se rompe ni se deshace ni se estropea jamás; simplemente desaparece sin destruirse, desaparece el día en que el pre-adolescente, de vuelta de unas vacaciones arregla el cajón de su mesita y tira sin emoción las cosas maravillosas que pocas semanas antes constituían su tesoro secreto: el rollo de piolín de colores, el cortaplumas mellado, la caja redonda de aluminio que contuvo pastillas para la tos, el anillo de cobre de la cortina... Los cuentos de niños tampoco se desvanecen; inaccesibles a la crítica se van a esperarnos en esos cuentos para grandes que se llaman porque sí cuentos para chicos y que son simplemente cuentos para el niño que el adulto sueña que pudo haber sido o reconoce que fue. Esos cuentos perviven porque el lector ve en ellos, de una manera clara o difusamente simbólica, la expresión de la tremenda aventura que significa ser chico y tener que abandonar un sistema de seguridad absoluta para entrar, siempre en forma dramática, en el inmenso riesgo y en el intenso peligro que significa vivir. No hay epopeya que pueda interesar más al hombre que esa gigantesca aventura de sí mismo, que esa espléndida hazaña de su implacable continuidad; a punto tal que los cuentos llamados para niños constituyen la única y la única posible forma de la historia. Peter Pan y Wendy y Pinocho representan cada uno en su estilo esa saga enorme y diminuta. Me parece honesto declarar que los he conocido en años bien maduros; mi infancia no tuvo demasiados cuentos, casi estoy por decir que no tuvo ninguno, tal vez porque éramos tantos que no había tiempo de contárnoslos; tal vez, tal vez, porque yo me los haya olvidado en un juego de olvidos necesarios...

Al libro de Barrie accedí un día en que la vida profesional (tal vez sea útil advertir que soy médico de niños) me puso frente al niño, que inmerso en una familia inelástica y sobreprotectora, se rehúsa a las experiencias de la individuación y, como Peter Pan, se niega a crecer. Si no temiera crear un nombre de fantasía más de los muchos que destinan a la medicina, me gustaría describir un día con académica solemnidad un “síndrome de Peter Pan”, con el mismo derecho con que se ha creado el complejo de Edipo.

Al libro de Collodi llegué por un suceso turístico: una tarde, paseando por uno de los tristes y pobres barrios de Florencia, el azar de los pasos me puso frente a una casa humildísima en el número 25 de la vía Tadea; adornaba la fachada una gran placa de mármol que decía que allí haba nacido en 1826 Cario Lorenzini detto el Collodi, padre de Pinocho; en esos mismos días la comuna de Pescia había erigido una estatua al muñeco inmortal. Me pareció oportuno leer el libro y así conocí la epopeya más tierna que se haya escrito en el mundo. Como se ve, ambas lecturas se cumplieron en mí justo a tiempo, cuando estaba ya lo bastante maduro para comprenderlas. En consecuencia, estas anotaciones no arrastran en sí recuerdos de vivencias infantiles, representan la imagen de una introspección exigida por los pequeños ante cuyos padres soy el abogado, el curador y algunas veces el cómplice necesario... Los dos libros significan la tragedia del niño frente a la familia como representante de la estructura social prefigurada y en ambos juegan esas situaciones esquemáticas básicas que comprometen hondamente a los pocos hombres suficientemente serios para contemplar al chico sin frivolidades.

Peter Pan es el niño sin madre; nunca sabemos bien si porque es huérfano o si porque teniendo madre fué de ella rechazado y en consecuencia odia y desprecia a la madre en la misma medida en que está dispuesto a fabricarse una a cualquier precio; en el capítulo X cuenta “lo que siempre había mantenido en secreto”:

“—Hace mucho tiempo —dijo— yo también pensaba como ustedes, que mi mamá había mantenido siempre la ventana abierta para mí. Así es que permanecí lejos de casa por lunas y lunas y lunas y después volé de regreso; pero la ventana estaba cerrada, porque mamá se había olvidado completamente de mí, y había otro nene chiquito que dormía en mi cuna".

“Yo no estoy muy seguro —añade el autor— de que esto fuera verdad, pero Peter estaba convencido de que era así y los niños quedaron despavoridos.

“—¿Estás seguro de que las mamás son así?

“—Sí.

“Así, pues, ¡ésa era la verdad sobre las madres! ¡Gente de la que "uno no puede fiarse!”

A pesar de ello, Wendy, muy pocas páginas después, lo induce a la gran tentación.

“—Vamos a buscar a tu mamá ”—le dijo, tratando de persuadirlo.

“—No, no —repuso resueltamente—, a lo mejor me sale diciendo ”que ya soy grande, y yo quiero ”seguir siendo un niñito toda mi vida, y seguir jugando como ahora”.

No puede estar más clara la voluntad de indiferenciación. Peter Pan no quiere tener responsabilidad alguna y es por ello típicamente tornadizo, voluble, desmemoriado, fanfarrón, tiránico; es la niñez en estado químicamente puro. Ya en la primera conversación con Wendy se presenta decididamente.

Wendy le pregunta cuántos años tiene.

*—No sé —contestó el niño—. "Pero soy un chiquito. ¿Sabes? Yo me escapé de casa el día de mi nacimiento. Lo hice porque escuché a papá y mamá que hablaban sobre lo que yo sería cuando fuese grande —y agregó con energía—: ¡Yo no quiero ser grande nunca! Quiero ser un nene chiquito para siempre, y jugar toda la vida.

El finísimo sentido femenino de Wendy lo percibe desde el instante inicial:

—Pero tu mamá: ¿tampoco recibe cartas?

—No tengo mamá.

Y no solamente no tenía mamá, sino tampoco sentía el más mínimo deseo de tenerla. Wendy, en cambio, tuvo en seguida la sensación de encontrarse frente a una ”gran tragedia”.

Su odio genérico a las madres reside en lo que ellas pueden exigir de individuación y autonomía, precisamente en lo que tienen de madres. La terrible antinomia del sentimiento filial rige el resto del relato; con delicada astucia Peter Pan decide a Wendy a marchar con él al país de Nunca Jamás precisamente para que sirva de madre a los niños que allá no la tienen. El fabuloso país es la isla habitada por la imaginación de los niños puesto que en ella viven las hadas, las sirenas, los piratas, los pieles rojas, los animales salvajes, y los pájaros amistosos; las hadas, las sirenas, y más tarde Lirio Leonado son funcionalmente las hermanas de Peter; pero hay dos grupos ansiosos e insatisfechos: son los niños abandonados y los piratas, desdichados precisamente en la medida en que no tienen madre. La llegada de Wendy, que comienza a funcionar maternalmente desde el primer momento, angustia a los piratas, cuya tragedia se exaspera.

“El capitán Hook dejó escapar un "profundo suspiro.

“—Suspira— murmuró Smee.

“—Suspira otra vez —agregó Starkey.

“—Y ahora suspira por tercera vez —volvió a decir Smee.

“—¿Qué sucede, capitán?

“—El juego ha terminado; esos chicos han encontrado a una madre.

A pesar del miedo Wendy sintió ”que el corazón se le henchía de orgullo.

—¡Ah! ¡Qué día nefasto! —gritó Starkey.

—¿Qué es una madre? —preguntó el ignorante Smee.

Wendy sintió tanto asombro que no pudo contenerse y exclamó:

—¡No sabe qué es una madre! En ese momento pasa flotando sobre la laguna el nido del pájaro de Nunca Jamás, que empolla sus huevos como si nada hubiera ocurrido.

¿Ves? —dijo Hook al verlo, "contestando a la pregunta de ”Smee—. Esa es una madre. ¡Qué "lección! El nido debe haber caído al agua, pero la madre no abandona sus huevos.

Toda la temática del libro gira alrededor de ese eje; los niños juegan, imaginan, fingen en plena diversión mágica; pero el encanto se rompe definitivamente la noche en que Wendy cuenta el cuento en cuyo desenlace está siempre abierta la ventana esperando a los hijos vagabundos que pueden volver al hogar. Todo lo demás es superestructura. Bien está el juego, y el olvido, y el picante hechizo de Peter, pero lo que devuelve a los hijos pródigos a su plena y difícil realidad es el dulce sentimiento de la seguridad en el afecto familiar.

Este era el cuento, y los chicos lo encontraban tan hermoso como la narradora misma.

Todo ocurría exactamente como "debiera ser", ¿se dan cuenta? Uno se escapa lejos como la criatura más sin corazón del mundo (que así son los niños, en fin de cuentas), se vive alegremente sin pensar en nadie; y después, cuando se tiene necesidad de cuidados especiales, se regresa, seguro de obtenerlos, y en la confianza de que en vez de darnos una buena paliza, nos recibirán con los brazos "abiertos".

De nada valen ya las bravatas de Peter Pan, ni el canto de las sirenas llamando a la luna, ni la concreta posibilidad de ser piratas con barco propio, ni la extraña habilidad de volar, ni la amistad sellada con los pieles rojas; la evocación de la madre es vaga, vaguísima, tanto que el pequeño Miguel apenas sa acordaba de ella y creía que Wendy fuese su verdadera mamá; pero el reclamo se torna agudísimo y no lo aquieta ni la épica lucha con los feroces piratas. Peter Pan inventa todavía una treta nada limpia; se adelanta al regreso de los niños para cerrar la ventana de modo que Wendy piense que la mamá la dejó afuera y tenga que volverse con él. Como todo niño, Peter Pan es cruel y ante las lágrimas de la señora Darling plantea sencillamente el problema:

—Yo también la quiero mucho. ”No podemos tenerla los dos al mismo tiempo, mi querida señora”.

Pero las lágrimas maternales siguen incambiadas y el niño maravilloso cede:

“—Bueno, está bien —dijo al final, con un sollozo, abriendo la ventana—. Vamos, Tintín —gritó con tono de supremo desprecio—. "Nosotros no tenemos necesidad de ninguna estúpida mamá”.

Y los chicos vuelven a la casa que los esperaba siempre; era al fin y al cabo la aburrida casa de todos los días, con la toma de la medicina de noche y las impaciencias y rabias de papá Darling, pero también con su pizca de mágico misterio; después de todo Nana, la nodriza, era una perra maravillosa.

Los niños abrazan a la madre, Nana entra como una tromba pero afuera queda un extraño chicuelo que miraba atentamente la escena, a través de la ventana. Un chicuelo que conocía alegrías infinitas, que los otros chicos no podían gozar, pero que contemplaba a través de la ventana la única alegría de la que estaba privado para siempre.

El desenlace es triste pero no es convencional; aunque los niños lo hayan pensado alguna vez en la isla, Peter Pan no puede ser adoptado por la familia Darling porque significa un minuto estático y fijado de la niñez; su gran renuncia es la renuncia a la continuidad inexorable de la vida, cuya primera imagen es la madre con todas sus ventajas y con todos sus inconvenientes, a la que hay que amar en cifra de separación y obedecer en condición de independencia; tipo de afecto evolutivo tan esencial que encierra en sí solo toda la semilla de nuestro bien junto a toda la semilla de nuestro mal; afecto que tenemos que purificar de nuestro propio e inevitable rencor para sublimarlo eu pilar de nuestra actividad madura; primera y última gran aceptación del hecho de vivir. Nadie, absolutamente nadie puede negarse a tan tremenda experiencia; por eso Peter Pan es la cristalización deliciosa de un instante imposible, el símbolo de la infantilidad en sí misma, tan absolutamente llena de su esencialidad que aun la presencia de una madre la imposibilita; infantilidad en quintaesencia que no puede aguantar el menor contacto con un adulto sin perder su íntimo sentido.

El propio Barrie denuncia claramente la filiación alquitarada de su personaje, nacido —escribe— “del frote violento de unos contra otros de cinco amiguitos, tal como la llama que los salvajes obtienen con dos leños. No es sino la chispa surgida de entre ellos”. Peter Pan es una abstracción y en consecuencia su drama es abstracto y su silueta está dibujada en el más puro estilo Liberty que tanto placía a los Victorianos, capaces de acoger los símbolos siempre que guardasen todas las buenas formas del convivir. La aventura de Peter Pan y de los chicos perdidos, entremezclada a las puerilidades absolutas de Tinker-Bell, sucede en el mundo de las historietas amables, apenas salpicadas de un temor convencional y de buen tono; la imposibilidad de crecer es en Peter Pan acaso un capricho, nunca una tragedia; para que la vida no pueda dolerle, el protoniño se libra de ella y eso es todo.

La historia de Pinocho es otra cosa y de ella a la de Peter Pan va la exacta distancia que va de los jardines de Kesington a las humildes casas de vecindad de la vía Tadea. Pinocho es el simbólico atavar de una metamorfosis que tiene que padecer mucho antes de alcanzar el grado simplísimo de un “chico como la gente”, tiene que sufrir toda una durísima gesta de penurias sin cuento; todo lo que en Peter Pan es lírico en Pinocho es épico; de una épica diminuta, pero angustiante. Mientras Peter Pan es la indiferenciación absoluta, el chico que no quiere crecer, Pinocho es la tragedia de la individuación primero, de la diferenciación después; de la socialización al fin, con toda la dureza del aprendizaje y el carísimo precio de la experiencia. Verdad es que Pinocho tiene un padre que lo quiere mucho, pero es tan pobre y desvalido que apenas le puede dar otra cosa que afecto, tres peras y una cartilla; si en lo afectivo el muñeco anhela el cariño de su padre y constructor y la ternura de su figura materna la Fata “dai capelli turchini”; ambas son apenas figuras potenciales; frente a las inmediatas necesidades de la vida tiene que arreglárselas solo; sus mínimas pretensiones elementales tienen que someterse a una realidad durísima, el Collodi no tiene la menor piedad por su personaje; toda la trama, paso a paso, tiende inexorablemente a “hacerlo hombre” sin un resquicio de respiro; el encarnizamiento del autor con su criatura no es sadismo, es ajuste intuitivo a una psicogénesis sutilísima. Frente a cada instante decisivo Pinocho oye el consejo admonitorio: apenas nacido el Grillo-parlante le endilga su sermón: “Guay de aquellos chicos que se rebelan contra sus padres y abandonan caprichosamente la casa paterna. No tendrán nunca bien en este mundo; y tarde o temprano se arrepentirán amargamente”, y así el Mirlo Pobre, y de nuevo la sombra del Grillo-Parlante, el Papagayo y el niño transformado en asno... Pinocho no sólo desoye la advertencia sino que con frecuencia el augur muere, a veces a manos del mismo Pinocho; la advertencia es siempre clara pero de nada sirve, el chico tiene que aprender en su propia cabeza y en su propia carne de leño.

De entrada le espera como a todo niño la gran frustración moral; a muy poco de nacer y estando el padre en la cárcel por la propia culpa de Pinocho, el muñeco tiene hambre, mucha hambre, “un hambre de cortarla con cuchillo”; se topa con una olla que hierve pomposamente al fuego, pero es sólo una pintura en el muro, “figúrense cómo quedó. Su nariz, que era larga, se le alargó por lo menos cuatro dedos. Se dio entonces a recorrer la estancia y expurgó todos los cajones y todos los rincones en busca de un poco de pan, tal vez de un poco de pan duro, de una corteza, de un hueso despreciado por el perro, de un poco de polenta enmohecida, de una escama de pescado, de un carozo de ciruelas, en fin, de cualquier cosa para masticar: ma non trovó nulla, il gran nulla, propio nulla”; en medio de tal angustia halla un huevo y cuando lo casca escapa de dentro un pollo que se burla de él:

—Mil gracias, señor Pinocho, por haberme ahorrado el trabajo de romper la cáscara. Hasta la vista, que siga bien y saludos a la "familia”. Y se marcha por la ventana. Hambriento a morir Pinocho sale a pedir limosna y sufre la segunda crudelísima burla: le ofrecen comida y le echan agua fría desde un balcón. Vuelve a casa y dormido sobre el hambre y la fatiga cerca de la estufa se le queman los pies... y esto no es más que el comienzo. El buen padre le rehace los pies de madera y vende su única casaca para comprarle un abecedario, pero la ida a la escuela no es sino el comienzo de nuevos errores, de nuevas injusticias, de nuevas experiencias aleccionadoras pero bien desagradables. Como todo niño que ha de adquirir conciencia, capacidad y responsabilidad contra la ínsita tendencia al ánimo poltrón, el ascenso hacia la maduración es permanentemente conflictual. Pinocho, sí quiere crecer; en medio de sus continuadas desventuras, su deseo de portarse bien y de cumplir con una norma ética es flaco y vacilante, pero continuo y renovado.

Sobre su devenir se ciernen en forma épica no sólo los rigores del mundo social, sino también los del mundo moral y los del mundo súper simbólico de los grandes arquetipos: sufre el engaño sistemático y refinado de la Zorra renga y del Gato-ciego, está a punto de ser arrojado al fuego por el titiritero Mangiafuoco, es ahorcado por los bandidos en la Acacia-Grande, sumido en las mazmorras por el juez Gorila de las gafas sin cristal, acusado sin culpa de la muerte de su compañero de escuela, puesto en la perrera por el paisano desconfiado; pero además sabe muy pronto que un perro puede ser infiel a su amo y ve, como Sigfrido o como Hércules, interrumpido su camino por la Serpiente monstruosa, es tragado como Jonás por el pez gigantesco, asiste (o casi) como Don Juan a su propio entierro, es arrebatado por las furias del mar como Eneas, casi es puesto a freír en la sartén del Pescador Verde en una gruta que se parece mucho a la del cíclope que aprisionó a Ulises, y es transformado en Burro de feria y de circo. Pero también sufre y sucumbe a las tentaciones de su demonio interno; abandona la escuela, se escapa al país de los Tontos, vende el abecedario que con tanto sacrificio le comprara el ingenuo Geppetto, cede a su profunda tendencia a la haraganería y siempre, siempre sin excepción paga por ello en medida desmesurada. A lo irregular de la conducta le sigue invariablemente un castigo fabuloso; la redención sólo le viene por el durísimo camino del trabajo ahincado y del enconado estudio y no hay otra salida. Tal como sucede en la vida del niño, comete errores pero no deshonestidades, se equivoca y se deja llevar pero nunca peca contra el espíritu. Como acaece en la íntima historia de todo hombre, tiene también que recuperar, rehacer y reconquistar para sí a las figuras paternas; al buen Geppetto en el vientre del “orribile Pesce-Cane”, a La “fata dai capelli Turchini” de un triste lecho de hospital (o al menos él debe creerlo así); antes ha debido ver morir a los dos y sufrir el tremendo correspondiente sentimiento de culpa; al padre en medio del furor de las olas, a la madre leyendo el epitafio acusador.

Además Pinocho está terriblemente solo, como están terriblemente solos casi todos los niños que tienen que sacar de su propia e íntima experiencia y de la estructuración de su carácter el valor sodalicio de los otros. Aquí también el contraste con Peter Pan es flagrante; éste va por el aire “vestido, si tal puede decirse, de hojas de otoño y de telas de araña iridiscentes”, lo atiende servilmente la celosa y traviesa Tinker Bell, que no vacila en envenenarse por salvarle la vida; juega y dialoga con las sirenas, y le siguen y obedecen ciegamente los Niños Perdidos, mas luego los bravos Pieles Rojas y su reina Lirio Leonado; Pinocho tiene un vestidito de cartulina de barajas, un par de zapatos de corteza de árbol y un gorrete de miga de pan; siempre anda solo o en traidoras compañías como la del Gato y la Zorra; cierto es que alguna vez le va bien, el titiritero Mangia-fuoco le regala cinco monedas de oro, la paloma y el Atún lo llevan en su lomo y el buen perro lo salva de la sartén en la gruta, pero casi siempre el favor es el procinto de nuevas desventuras. A Peter Pan para volar le basta llenarse de pensamientos tiernos y maravillosos (“Lovely, wonderíul thoughts”).

Pinocho anda sobre la tierra fatigosa o nada en el mar enemigo, con frecuencia hostigado por bandidos, por carabineros o por jueces.

Peter Pan dice palabras fanfarronas: “Yo soy la juventud, yo soy la alegría, soy un pajarito recién salido del cascarón”. La palabra habitual de Pinocho es “Paciencia”, acompañado en el texto de un signo de exclamación que equivale a un hondo suspiro. “¡Pacienza!” Cuando se resigna a comerse las cáscaras y los cabitos de las peras; ¡Paciencia! cuando levanta del suelo el pesado balde de la Fata en la Isla de las Abejas Industriosas y cuando le adaptan al cuello el collar del perro Melampo y cuando el hortelano Giangio le niega en redondo un vaso de leche para Geppetto enfermo y cuando debe renunciar al vestido nuevo para enviar sus ahorros a la Fata que él cree enferma, y cuatro veces se dice a sí mismo ¡Paciencia! cuando transformado en burro se ve reducido a comer heno y paja” (Antonio Baldini). Y ello cierra el símbolo, sólo a fuerza de paciencia, de una paciencia casi del todo orgánica, instintiva e inaceptada, puede el niño transmontar el duro proceso de su diferenciación y de la libre y consciente aceptación de la vida en su total totalidad.

También los padres son distintos, Peter Pan no lo tiene y el señor Darling es un padre burgués un poco ridículo, semi rival de sus hijos, que cuando, éstos se fugan del País de Nunca Jamás no encuentra otro recurso que meterse en la casilla del perro, para castigarse a sí mismo, haciendo de su arrepentimiento un minúsculo sensacionalismo de barrio; pero, aunque Barrie no lo tome muy en serio, es el padre y es sobre todo el marido de la señora Darling, una mamá como no se puede pedir mejor, reforzada por Nana, la perra maravillosa. Pinocho, en cambio, disfruta de un padre arquetipo; desde la primera hora en que el leño de que ha de salir Pinocho le habla, el bueno, el dulce, el tierno Geppetto acepta el milagro de una vida nueva que aparece a su lado y lo acepta en toda su realidad y en toda su libertad; se limita a darle lo poco, lo poquísimo que tiene, con generosa naturalidad, pero ni lo reconviene ni hace otra cosa que ofrecerle la oportunidad de ser él mismo, sus consejos son traslúcidos y sencillos: cuando Pinocho se muestra orgulloso de su peregrino vestido diciendo:

—Parezco todo un señor.”

—Cierto —le replica Geppetto—, porque, tenlo presente, no es el vestido hermoso lo que hace al señor, sino más bien el vestido prolijo.

Y nada más, se limita a quererlo, a esperarlo cuando se va y a buscarlo cuando se pierde: no es un educador, es una imagen querida en la que Pinocho encuentra asidero en medio de sus penurias. Si Peter Pan es el protoniño, Geppetto es el protopadre cuyo lema pareciera ser “La hombredad no se enseña, se aprende; y el resultado le da la razón.”

La esencia de ambos libros es la misma y es la inevitable; el hombre tiene que diferenciarse contra la familia pero dentro de ella. Y no hay otra alternativa.

Peter Pan, plena irrealidad pero no inverosimilitud, queda fuera de la ventana contemplando lo que no quiere aceptar, porque aceptar es madurar, es crecer, es integrarse y desintegrarse, vivir y desvivirse; pero Wendy, John y Michael vuelven al seno de la familia a crecer como todos y a cumplir con lo suyo. Wendy será luego madre y se tornará para siempre incapaz de volver a Never Land... Son ellos, no Peter Pan, quienes cumplen con su deber. Cuando tras muchas y serias horas de labor Pinocho, que ha sido muñeco, marioneta, semi-asno, asno, duerme el sueño de la última metamorfosis, se despierta y ve en el espejo ya “no más la imagen de la marioneta de palo, sino ve la imagen lista e inteligente de un lindo muchacho de cabellos castaños, con los ojos celestes y un aire juguetón y alegre como unas Pascuas”, y mirando alrededor ve al padre ágil y sano tallando una cornisa bellísima de follaje, flores y cabezuelas de animales y le pregunta:

—Quítame una curiosidad, papaíto: ¿cómo se explica este cambio de golpe? —Le preguntó Pinocho "saltándole al cuello y cubriéndolo de besos.

—Esta brusca transformación de nuestra casa es todo mérito tuyo— dijo Geppetto.

—¿Por qué mérito mío?

—Porque cuando los niños, de malos que eran, se han vuelto buenos, tienen la virtud de dar un ”aspecto nuevo y sonriente aún en lo íntimo de su familia.

Y entonces, sólo entonces, Pinocho transformado en un bello niño de veras mira su infancia en la figura de un muñeco ridículo que en verdad parece estar vacío, pero cuya vida ha llenado todas las páginas de la gran historia que el niño continúa.

Si se toma al pie de la letra el desenlace de la historia parece alcanzar mayor significado el triunfo de la familia constituida alrededor de los niños que la aventura individual de los personajes; ambos núcleos se forman y continúan, quedan afuera Peter Pan, del otro lado del vidrio, y el muñeco Pinocho; pero si se mira bien, Peter Pan es el anti-Pinocho y ambos autores han buscado un chivo emisario; Barrie deja fuerza de juego al hombre-niño que no acepta el tremendo destino de llevar tras sí la carga inexorable de acatar la consecución de una experiencia; el Collodi deja tirada y fláccida la marioneta sobre la que descargó las culpas y los castigos y a la que Pinocho mira, y luego de haberlo contemplado un poco, dice para sí mismo y con grandísima complacencia:

“—Com’ero bufo, quand’ero buraltino! E come ora son contento ”di essere diventato un ragazzino ”perbene!...”

Pero al hacerlo el niño acepta ser una continuidad y sobre todo acepta la infancia pasada como un trance duro, difícil y penoso que es preciso superar sin renegar de él. Nada dice el autor, pero es psicológicamente seguro que el niño que surge del muñeco está ya en plena adolescencia; lo indica la línea que ha seguido dentro de sí la figura paterna; no padece en verdad el complejo de Edipo puesto que no hay madre; pero apenas el dulce carpintero le talla los pies, siente que recibe una patada en la punta de la nariz.

—Me lo merezco —dijo entonces entre sí—. Debí pensarlo antes. Ahora ¡ya es tarde!

Abandonado el padre adquiere Pinocho una figura materna confusa al principio, puesto que la Fata se le presenta como una hermana pero pronto la siente maternal; tras largo sufrir reencuentra la presencia del padre, lucha por salvarlo y finalmente lo ve perecer; pero no queda del todo huérfano porque comienza a vivir junto al hada y a estudiar seriamente; pero no hay duda que la sola ternura materna no basta para frenar su inconducta, es entonces que comete sus peores fechorías y el mismísimo día en que debía convertirse en niño se fuga al “Paese dei balocchi”, no sin antes renegar cruelmente de su madre. Totalmente huérfano debe hacer a durísimo precio la reestructuración de su espíritu y reconquistar, resucitar y volver a merecer al padre que encuentra en el vientre del pez monstruoso y a la madre que le enseña, metamorfoseada en aldeana, el camino del rudo trabajo y del rígido merecimiento. Es tan sólo cuando mediante una peregrinación larga dentro de sí mismo se depuran los valores parentales que Pinocho ya no es más un muñeco, es decir, un ente irresponsable, sino un niño maduro, vale decir, el aprendiz de un hombre.

Es seguro que el Collodi no conoció la técnica de la psicología dinámica, y es también seguro que Barrie no pensó sino en un delicioso prototipo, pero uno y otro dibujaron para la posteridad las dos imágenes entre las que se mueve dentro de cada uno la valoración de la propia infancia; Peter Pan, el niño que no pudimos ser porque la vida no se detiene y Pinocho, el niño que tuvimos que ser porque la vida hay que merecerla...

 

por Florencio Escardó

 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  nº 8, julio-agosto de 1957

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-8/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Florencio Escardó

Ir a página inicio

Ir a índice de autores