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Vidas Rotas
Fragmento de la novela de María Virginia Emma

Escritura límpida

 

Vidas Rotas es la primera novela de Emma, quien demoró la publicación de sus textos hasta alcanzar una escritura madura y fresca.

 

Una lectura fluida y oxigenada más allá de asimilar hechos que destrozan las vidas de los personajes.

 

Vidas Rotas es editada por Cartografías y se presentará en la 6ª Feria del Libro Juan Filloy.  

 

Coordina Diego Fornía. Diagramación y fotomontaje: Germán Sayago

 

Otoño de 2009

Primer día

 

I. La meseta es un infinito que la luz apenas toca con una claridad pajiza. Largas hileras de postes alambrados marchan sobre el borde de la ruta; otras se han volcado sobre la tierra, envueltas por coirones grises. Un ejército de cardos rusos cruza el camino y el viento balancea el coche de línea sobre la ruta. Venarés entreabre los ojos y los hunde en la ciénaga de arena que se agita afuera. Sobre el costado del camino y detrás de los remolinos de polvo alcanza a ver el edificio imponente y solo, aplastado contra la tierra. Es la Unidad Penitenciaria 6. Recuerda al director apuntándolo con un dedo marrón de tabaco.

 

-Éste no es lugar para volver, -le dijo y quiso saber adónde iría. Él le respondió sólo por responder, por no quedar callado como un bobo sin destino, un improvisado al que no le alcanzaron veinticinco años para diseñar un buen plan de salida. El director pareció conforme con la respuesta y le dio un apretón de mano firme y animoso, así como se saluda a un subalterno al que debe demostrarse alguna dosis de confianza.

 

Venarés escucho la cerradura, luego, el sonido de sus pasos sobre la extensión terrosa que lo separaba de la última corona de púas. Antes de llegar a la garita, el gran portón se abrió y miró hacia adelante. Sintió un ardor suave en los ojos, pensó que sería la sal del mar tan cercano y apuró el paso. Poco le importaba lo que sucediera después de ese instante que le pareció irreal. Advirtió que pensar en la libertad lo sofocaba tanto como alguna vez lo hizo pensar en el encierro. Al cruzar las rejas en una u otra dirección la sangre no circula, el corazón no late, el cuerpo se suspende por una brevísima fracción de tiempo, la necesaria para absorber esas ideas absolutas. Libertad, encierro. Ése es el instante que ahoga. Los pulmones no se mueven, son enormes bolsas estáticas dentro de un cuenco de huesos.

 

Sin embargo, pasado aquel momento enrarecido, las piernas de Venarés respondieron a una pulsión secreta y primitiva y lo llevaron hacia adelante; corrió velozmente hacia la playa, tan liviano como si ya no tuviese pesos que acarrear. Cuando su cuerpo se detuvo, el agua salada de la rompiente le empapó los pies. Se echó de rodillas y no supo si merecía estar allí. Hundió las manos en la arena, dejando que la sal ardiera en las heridas. Después lloró, lloró de pena y desconcierto hasta que el sol, sobre su cabeza, lo dejo sin sombra.

 

II. -Venarés abandona sus recuerdos cuando el chofer detiene el coche y una mujer de cabello rojizo asoma medio cuerpo por la puerta Lleva una blusa transparente y un medallón con piedras. El frío de la noche se cuela entre sus piernas desnudas.

 

-Hola, Pancho -dice y suelta una risa entre los dientes y el chicle. El conductor la llama Carlina y la apremia a subir. Deja una bolsa en el piso y se apoya sobre el tablero.

 

-¿Adónde andabas? -pregunta el hombre.

 

-Andaba por ahí -dice ella, y de nuevo la risa.

 

-Te vieron en Cipolletti, Carlina, ¿con quien andabas?-insiste.

 

-Con nadie, con la cosecha de manzana, ¿y vos cómo te enteraste?.

 

-El Rubio, quién otro.

 

-A ese no le creas. Cayó en Viedma. Fulero, el Rubio.

 

-¿Andás bien?

 

-Mírame y opiná vos -dice y apoya las manos sobre la cadera.

 

-Casate conmigo, Carlina.

 

-Mentiroso.

 

-Al fondo tenés lugar. La mujer carga su equipaje y avanza con dificultad por el pasillo. El único asiento vacío está junto a Venarés y se desploma a su lado. Él gira la cabeza y la observa. Se detiene en su boca pequeña que masca, nerviosa. Quisiera pedirle que escupa el chicle pero no se atreve. Ella se lleva los dedos a los labios y pega la goma bajo el asiento.

 

-Así está mejor -dice, mirándolo de arriba a abajo. Venarés se sobresalta, él nada dijo. La mujer se acomoda la ropa y levanta el apoyabrazos que los separa.

 

-Ya se irán las Tres Marías,-dice y señala el cielo oscuro.

 

-¿Perdón?

 

-Sí, esas tres que todavía ves ahí, las Tres Marías, sabías? -No.

 

-Por ellas nos llamamos María. Y por la Virgen. Mis hermanas y yo, María Juana María Teresa y María Carlina que soy yo, - y estira la mano de piel parda hada Venarés.

 

Él se la toma y dice:

 

-Ramón -quiere retirar la mano pero la mujer la sujeta.

 

-Tenés los ojos negros como un pecado tentador, Ramón -dice, riendo, y suelta la mano. Él piensa que se ríe de su torpeza. Pero no está seguro, porque ella lo hace todo el tiempo. Tiene el rostro cruzado de líneas que deja la risa. Sigue con su cháchara y le habla del clima -que se ha vuelto loco - y de la plaga de polillas que devora manzanas en el Valle. Aclara que no es que sepa de plagas sino que está atenta a las cosechas que mueven gente que anda sola, y de eso sí sabe. Mientras ella habla Venarés contempla sus piernas.

 

-¿Te gustan? -Le pregunta.

 

Venarés enrojece.

 

-¿De qué hablás? -reacciona.

 

-De vos-dice ella. ¿De dónde venís?

 

-De Rawson.

 

-¿Estabas en la pesca?

 

-Sí -miente y gira la cabeza hacia la ventana.

 

Repentinamente el colectivo disminuye la velocidad. Un reflejo de luces titila adelante. Venarés se incorpora en su asiento. La noche se ha cerrado y la ruta está cortada. Un hombre en uniforme agita una señal luminosa. Los faros del coche lo pintan de blanco intenso, parece un muñeco de acero brillante. El colectivo se detiene en la banquina. El fuelle de la puerta resopla y un gendarme sube de un salto. Habla con el chofer y se vuelve hacia el pasaje, dice que es un control de rutina. La gente se revuelve en sus butacas. Cuando no hay tragedia, la policía incomoda. Venarés se hunde en el asiento y apoya la frente sobre la mano. La ronda transcurre en cámara lenta. Una madre se ha olvidado los documentos de sus hijos. Cuando el gendarme le informa que así no puede circular, ella se aferra a los niños como si fuesen a quitárselos. El muchacho le dice que lo tenga presente para la próxima vez. Venarés frota las manos, húmedas, contra los muelos. Un viejo de boina negra alcanza su libreta y las hojas se desmoronan sobre el piso, amarillentas y carcomidas. El gendarme lo reprende, paternal:

 

-Abuelo, tiene que cambiar el documento.

 

Se siente magnámimo, está cumpliendo con su deber. El viejo le dice que tiene razón, pero que él estará muerto antes de que llegue el documento nuevo. El soldado no sabe qué responderle. No tiene más de veinticinco años, ojos claros y el cráneo rapado. Se acerca al final del coche.

 

-Documentos -ordena.

 

Venarés mira el piso de plástico negro, piensa que si despega las manos el temblor hará que la libreta vuele por el aire. Nada de eso sucede. El muchacho estudia los papeles y luego a Venarés, le pregunta si se siente mal. Él le dice que lo marea el viaje. El joven le desea que se mejore y devuelve los documentos. Él asiente y contesta gracias, pero mira a Carlina que le ha puesto la mano de piel parda sobre el muslo.

 

Una hora después el coche recarga combustible. Es un parador ruinoso que administra una pareja. La mujer, casi niña, aindiada desparrama mayonesa sobre unos panes largos, tiene las manos rojizas y cuarteadas. Venarés pide un café cargado. Piensa que sólo quien no tiene dónde morir puede vivir en un sitio como éste. Un hombre de cabellera abundante y blanca le alcanza un vaso plástico. Ha pasado con generosidad los sesenta y se ha buscado una hembra joven, desahuciada, agradecida. Venarés paga y sale a la explanada de la estación, está desierta, apenas iluminada y, a estas horas, inusualmente fría. El chofer conversa con otro hombre que controla la manguera del surtidor, un globo de aliento blanco sale de su boca. Venarés toma el vaso con ambas manos, siente el calor del café entre los dedos y lo bebe despacio. Apoya su espalda contra el muro y ve a Carlina caminar hacia él desde el baño. Vuelve a mirar sus piernas bajo la pollera estrecha.

 

-Te vas a enfermar, tan desnúda le dice.

 

-Voy a correr el riesgo -responde ella, mirándolo.

 

-Vos no venís de la pesca -agrega y enciende un cigarrillo.

 

-No -dice él y le alcanza el jarro con café.

 

-Y sería mejor no preguntar más -afirma ella y bebe.

 

-Sería mejor -murmura Venarés.

 

Carlina no sabe si es el tono de voz, suave, acerado, o la piel oscura, olorosa piensa que es todo eso y aún más, piensa. Termina su cigarrillo y deja que él la lleve de vuelta al coche.

 

Sobre el Este puede verse un reflejo traslúcido. Ramón Venarés sabe que el amanecer está cerca Él bien lo conoce, durante años fue un gallo enmudecido apostado en su ventana avisando el fin de la noche, y con él, el golpe metálico de las primeras cerraduras, y con ellas, los pies del Manco Oberto arrastrándose hasta la hornalla. Olor a mate cocido y ropa sucia.

 

-¿Te pasó el temblor? -pregunta Carlina. Venarés la mira, impaciente por tanta palabra. Ella le dice que no se haga problema, que todos venimos de alguna parte, y no siempre de la Iglesia. Él no le dice que no se hace problemas. Que temblar es otra cosa.

 

-Tengo una manta que podemos compartir -propone ella, y la despliega por encima. Así quedan, reclinados, bajo la manta de lana, en la oscuridad del último asiento. Carlina apoya la cabeza sobre su hombro. Deja que el aliento resbale por su cuello.

 

-Deberías relajarte -susurra.

 

Luego, olvidada de la incomodidad del hombre, desliza la mano, inevitable, hasta su ingle. El cuerpo de Venarés se tensa. Emite un sonido breve como la queja del vencido, y aplasta la cara contra el pelo rojo.

 

-Desgraciada -le dice y separa la ropa que le cubre el vientre. Se incorpora apenas, sin dejar de mirarla, y hunde los dedos entre sus piernas.

 

Aunque nadie la vea, ya clarea la noche que atraviesa la ventana.  

María Virginia Emma
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
8 de agosto de 2010

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