El Ángel de la Música

cuento/ narrativa de Julio Ellena de la Sota

Henri Pinta (1864–1901), L’ange musicien (1892)

II n’y a qtt’itn Auge de lamiere qui ait un poit i'oir sur l’esprit malin. C’est l’ange de la musique . .

Hoffmann.


¿Donde lo hallé? ¿Qué camino, por mí mismo ignorado, hacia él me conducía? ¿Cómo y por qué hube de merecer alguna vez que el cielo se tornara, para mí, para mí solo, en techumbre sonora?

Cuando era niño y la ciudad me atraía como un juego violento, me atribuí, de pronto, una tarea misteriosa. A cada hombre, al fin y al cabo, !e corresponde una misión. La existencia no es una dádiva desinteresada, con el tiempo nos lo enseña la ineludible usura de los días. Nacemos para cumplir una función ignorada. Irónica deidad nos crea y nos abandona en el mundo. Entre las manos de cada niño que abre los ojos a la luz descúbrese el hilillo trunco. Alguna vez comprenderá que es preciso reunir los cabos, crear el nudo. Pero ¿dónde y cómo?

De aquellos días data mi adoración por el demonio de las encrucijadas. Me proponía, nada menos, que abolir el azar.

Todo surgió a raíz de una muerte, de una muerte repentina.

*****

Piénsalo —me decía mi demonio de las encrucijadas—, cuando el hombre despierta, ya no existe. Está allí, con los suyos, y se sabe también en muchas partes. Ve, ya, desde las cosas. Todo quedó interrumpido y vivo; los propósitos, las aspiraciones, el futuro como una gran mesa servida y abandonada. Sábese muerto, pues la realidad tórnase en porosa y permeable, y la inteligencia no choca ahora con las formas: las satura gravemente.

Alguien, a su lado, gime. ¿Conviene, acaso, llorar a los muertos?

Hubiera querido acariciar ese rostro convulso, pero su mano lo atraviesa como un pensamiento vago surgido en rueños. ¿Adonde ir? ¿Quién lo llama?

Entonces, surge el ángel vestido de guardián del orden público. Posa sobre su hombro una mano pesada y persuasiva. Murmura:

—¡Señor, haga el bien de circular! . . .

Descúbrese un prodigio de altísima ingeniería en la muerte repentina —proseguía mi demonio de las encrucijadas—. ¡Cuántos sutiles acontecimientos previos deben cumplirse para ello! .. . Todo se preparara al segundo. ¡Angeles con manómetro! . . . ¡Angeles con teodolito! . . .

¡Angeles capaces de medir el desnivel más leve del paso humano! ... Es preciso pensar en la cantidad infinita de clasificados azares, de miradas encontradizas, de súbitas tentaciones que son necesarios para que de pronto —¡invisible milano!—, se precipite sobre el testuz del hombre la muerte repentina. Fué preciso lo siguieran desde la cuna ángeles embozados, sin perder una mirada, un suspiro . . . Fué necesario movilizar todos los relojes, para que pasara por allí —¡sólo por allí!—, ni un segundo de más ni uno de menos, y madurara, también, la muerte, la muerte pétrea que se derrumba inexorablemente desde lo alto.

Cuando sobre el transeúnte desaprensivo cae esa gota inesperada, esa única gota, falaz mensajera de una lluvia que no caerá, es que los ángeles ensayan la muerte repentina, pero con balas de fogueo.

¡Cuidado, transeúntes! ... A veces, por ingenuo y seráfico alarde, también las palomas los imitan . . .

Todo esto me lo enseñaba, en mis largos paseos solitarios, el demonio de las encrucijadas. En lentos círculos, la tarde sembraba el gris con sus palomas. Bien lo sabemos: terminada la siembra la paloma retorna.

*****

Después me arrebató la vida. Fué un rapto, una constante fulguración, un minucioso ir y venir entre desconocidos. Por un momento creí todo dicho, terminado, resuelto. Si alguna imagen puede dar la idea de lo que entonces fui, es la de un hombre condenado irremisiblemente a estar de espaldas.

Pues, a veces, todo sucede a espaldas del hombre. Y a sus espaldas el paisaje danza. La alegría es, entonces, eco, aspersión súbita, helada salpicadura. Un vaso de agua que nos sacia de pronto de tiniebla.

Conocí el amor, también su múltiple apetito de hormiga. Los grandes dones del amor vienen así, sobre tan minúscula caravana. Era preciso amar la debilidad, el pecado obscuro, el cuerpo ceniciento que ofrenda el alba, la mueitc escondida. Pues el amor busca el amor como la mano la evasiva cabellera. Llegaba la noche, y con la noche la tentación y la nostalgia. Era una voz en ese coro que tiene miedo del amor y que lo llama. Pues el amor nunca está solo: el miedo quiere contemplarse en otra alma.

Era, por ello mismo, el destituido. Estaba solo, espantosamente solo con mi cuerpo, cautivo en su dominio tenebroso.

Había olvidado al demonio de las encrucijadas.

*****

Cierta vez —¿dónde y cómo?—, probablemente en medio del decorado trivial de los días, tropecé de improviso con el demonio de las encrucijadas. Fue él, sin duda, quien me hizo comprender los secretos del cielo. Y que el cielo era inmensa corriente musical, anterior a todo y a todos. Vivir era, únicamente, apropiación de la música. Vivir era elegir el instrumento, el vaso para contener algo de esa inmensa armonía circundante, de esa delicada efusión fugitiva.

Conocí, entonces, el Angel de la Música.

¡Oh, no; no tenía alas! . . . Pues, cuando nace una niña, cae siempre en manos del extractor de alas. Para el verdadero transeúnte, ese hombre cuya ciudad es como una inmensa clase de misterio y a quien la convivencia con lo maravilloso otorgó el don de leer mientras los otros pasan, la ciudad está llena de cartelones. "Se extraen alas sin dolor”, dicen. Y se arrancan las alas como dientes para que no perdure en la espalda ni la más leve, vibrante y delicada raíz de infinito.

Pero mi Angel de la Música tenía, por lo menos, memoria de sus alas.

Y eran ellas las que lo arrancaban de mi lado, súbitamente, hacia el lejano reclamo de la música. A veces, tras del violín y sus rubias abejas vagabundas; o tras del piano, poseedor de los secretos más hondos del agua; o del óboe pastoril, o del arpa . . .

No; mi Angel de la Música no retornaba al cielo en procura de alimento sonoro. Iba, simplemente, a la Wagneriana. Y permanecía allí, absorto, silencioso, olvidado de mí, ajeno a todo.

Durante su ausencia vi por vez primera al eco mismo —¡nada menos que al eco!—, mojar su rostro en el silencio.

Mas, cierta vez, el Angel de la Música me llevó consigo. No hollábamos, por cierto, la ciudad de todos los días. Tratábase de un acontecimiento excepcional, extraordinario y milagroso.

Existía, no lo ignoraban los iniciados, una cantante prodigiosa. Mas no le era dado cantar cuando lo deseaba. De pronto, bajo la diurna claridad, en mitad de la noche, en la alborada, su voz, irresistible, la arrebataba. Sentía dentro de ella el ascenso de la voz, el sabor del alma entre los labios.

La ciudad, entonces, transformábase en una inmensa comunicación, en un susurro misterioso. Colmábase de gentes premiosas, adormiladas, febriles. Acudían de todas las comarcas de la vida: del amor, del sueño, de la muerte.

Ya estaban allí, reunidas, aguardando.

El Angel de la Música sonreía, fijos en mí sus grandes ojos negros.

Y yo contemplaba con sorpresa y con miedo esa multitud semejante a la que alguna vez se reunirá en el valle de Josaphat, también al conjuro de una música nunca escuchada. Señores de etiqueta, rígidos, imperturbables; mujeres arrebatadas al sueño, friolentas, apenas cubiertas por sus nocturnas vestiduras; niños llorosos y anhelantes, suspensos todos, como si de improviso hubieran sentido sobre sus hombros el toquecito leve e inesperado de la muerte.

Surgió al fin la voz, incontenible.

¿Cómo podía un cuerpo, un miserable cuerpo humano, albergar esa voz y sustentarla así, en equilibrio, volcándose hacia el cielo, camino de su patria, sin duda? .. . Todo lo poseía, lo contenía y lo expresaba. Surgió mi infancia, mis lágrimas primeras. Me desnudaba el llanto.

Me contemplaba el Angel de la Música. Sentía la tibieza de su cuerpo; de su sonrisa el peso delicado.

Y la voz insistía, limpiándome, desposeyéndome, devolviéndome el nativo candor, arrebatando la experiencia amarga, clarificando el pecado, abriéndome ¡al fin!, las puertas de la Ciudad, de la Ciudad por todos esperada.

Y yo veía ocultarse las ciudades de los hombres, como rostros avergonzados tras las manos abiertas. Escuchaba, a la vez, el murmullo del alma que a sí misma se reprocha y consigo mismo parlotea. Pero el cielo volvía sobre sus pasos y marchaba sobre la tierra. Se sentía el peso de sus miradas y de sus estrellas. Vi mi cuerpo —¿raíces, luciérnagas?—, también el placer que atesorara entre sus brazos, también mi amor por la impudicia y la tristeza, pues la tristeza es la comarca que colinda con los bienes fugitivos de la tierra. Pero la Ciudad descendía, persiguiéndome, como la b^ a la tiniebla.

Alguien me dijo, entonces:

En el inmenso escenario, solitaria, desvalida a la vez y poderosa, vi a mi alma.

Desde entonces no me abandona el Angel de la Música. Callado, tañe el silencio. Aguarda, lo sé, la hora de mi canto.

Si alguien me preguntara por su nombre le respondería con las palabras de quien estuvo en el secreto:

—"¿Acaso nos está permitido ofender el pudor de las divinidades del sueño?”. . .

 

cuento/ narrativa de Julio Ellena de la Sota

Publicado, originalmente, en: Revista CULTURA, Oficina de Publicaciones del Ministerio de Educación de Buenos Aires,  Argentina

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/4-2/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

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