Prólogo a "Panorama del cuento ecuatoriano" - 2

En la introducción al Tomo 1 de este Panorama del Cuento Ecuatoriano nos referimos a "Los que se van", el libro de cuentos de Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta que, según opinión prácticamente unánime de la crítica, abrió una nueva época del relato ecuatoriano. Sus autores, en realidad, pudieron estar representados al comienzo del primer tomo de esta selección, pero ya explicamos allí las razones de índole práctica que nos llevaron a una ordenación distinta.
Joaquín Gallegos Lara (1911-1947) ejerció una decidida influencia que encauzó las vocaciones de sus dos compañeros de aventura, así como de otros creadores de su generación, como Pedro Jorge Vera y Adalberto Ortiz. Su condición de inválido —padecía atrofia de las piernas— no le impidió realizar una labor removedora. Influido por Mariátegui, fue el paladín de una literatura comprometida en lo social y en lo político que caracterizó a buena parte de las obras de la Generación del Treinta. Sin embargo, como observa Jorge Enrique Adoum, en "Los que se van" todavía no hay estrictamente denuncia ni protesta, casi no aparecen, en esos veinticuatro cuentos, patrones o explotadores y "todas las situaciones se originan en una crisis individual, aunque no estén tratadas con profundidad sicológica". En otro lugar agrega Adoum certeramente que el tema de ese libro es la violencia del hombre, y realiza este significativo relevamiento: "Los que se van (...) se refiere a casos individuales, a personajes colocados en situaciones insólitas, más insólitas por la truculencia, y condenados, más que por el sistema, por la fatalidad, por una suerte de oráculo del trópico contra el que no se puede luchar (con excepción de "Los madereros"). En los 24 cuentos del volumen —ocho de cada autor— hay siete asesinatos a machetazos, uno cometido por un negro contra un policía rural al que desencaja a puro pulso las mandíbulas, un suicidio arrojándose al agua para ser devorado por un tiburón, alguien que se arranca los ojos con un cuchillo, alguien que se castra y tres muertes por accidente. En once cuentos la violación, la venganza por celos, o por deseo voraz son elementos determinantes de la acción. Esa inevitabilidad de la catástrofe como por un fatalismo trágico —que iba a marcar gran parte de nuestra narrativa— y la violencia de ese lenguaje que corresponde a los personajes y a las situaciones salvan a algunos de esos cuentos de ser simples cuadros de costumbres''. (1)
La obra de Gallegos Lara es muy breve y, en lo que respecta a la narrativa, se limita a los ocho cuentos de "Los que se van" y otros quince todos los cuales fueron reunidos en una edición póstuma de 1956 con el título de "Cuentos", y a una novela. "Las cruces sobre el agua". El citado Adoum considera que con ésta culmina la novela realista de ambiente urbano en Ecuador y cita la opinión del chileno Mariano Latorre, que la estima como una de las grandes novelas de América Latina.
El cuento de Gallegos Lara que incluimos en esta selección, "La fauce", pertenece a su producción posterior a "Los que se van" y en él, dentro de un realismo social muy típico de la literatura hispanoamericana de la época, se puede destacar la naturalidad y el tono buscadamente "objetivo" de todo el planteo.
Enrique Gil Gilbert (1912-1975) fue también autor de obra breve y de características en cierto modo paralelas a la de Gallegos Lara. A los ocho cuentos de "Los que se van" le siguieron unos cuantos relatos que reunió en dos libros, "Yunga" (1933) y "Relatos de Emmanuel" (1939), y una novela, "Nuestro pan" (1942), que obtuvo el segundo lugar en el concurso convocado en 1941 por Farar and Reinhardt, en el que triunfó "El mundo es ancho y ajeno", de Ciro Alegría. Es la novela del cultivo del arroz y de la explotación que sufren sus sembradores. "Tren" es uno de los cuentos que Gil Gilbert incluyó en "Los que se van" y aunque el final es brutal, la truculencia no parece gratuita por el hecho de que en el cierre de una secuencia cuidadosamente graduada, que de algún modo nos prepara para aceptarla por su mismo carácter absurdo.
Demetrio Aguilera Malta (1909) no está representado en esta selección —pese a que su obra tal vez sea la más importante del trío al que nos estamos refiriendo— porque después de sus cuentos iniciales, aquejados más que los de Gallegos Lara y Gil Gilbert de las debilidades ya anotadas a aquel libro colectivo, su producción fue fundamentalmente novelística. Entre una docena de títulos, Adoum destaca principalmente tres: "Don Goyo (Madrid, 1933), "La isla virgen" (Guayaquil, 1942) y "Siete lunas y siete serpientes" (México, F.C.E., 1970), novelas en las que lo imaginario y lo sobrenatural adquieren por primera vez en la literatura ecuatoriana una dimensión estética de primera magnitud.
La obra de Adalberto Ortiz (1914) es igualmente breve. A sus poemas iniciales le siguen su única novela —"Juyungo - Historia de un negro, una isla y otros negros" (1943)— y dos libros de cuentos, "La mala espalda" (1952) y "La enfundada" (1971). Sus relatos se detienen especialmente en las "gentes y cosas del trópico negro y mulato" y su estilo es fluido, directo, más en la línea de José de la Cuadra que en la de "Los que se van". En "La enfundada", esa misma sencillez y ausencia de énfasis contribuye al logro poético del relato, que se sumerge con naturalidad y transparencia en las creencias del folklore mágico ecuatoriano.
Pedro Jorge Vera (1914) ha incursionado en la novela, el cuento, la poesía y el teatro. Algunos de sus cuentos, nos dice Rodríguez Castelo, sufren en exceso el peso del planteo político o de la moraleja edificante, hasta caer en lo melodramático. En sus mejores relatos juega papel importante el humor, "verdadero catalizador narrativo", al decir de dicho crítico, como puede apreciarse en "Tricolor". En "El pueblo soy yo", novela de 1976, incursiona con resultados desparejos pero valiosos en un tema ya clásico de la novelística hispanoamericana, el del déspota demagogo y arbitrario.
Alejandro Carrión (1915) es poeta y autor de una novela, "La espina" (1959) y dos volúmenes de cuentos muy disímiles: "La manzana dañada" (1948) y "La llave perdida" (1970). Mientras que los seis relatos del primero se caracterizan por su dureza, por la presencia constante del horror y del mal y, en ocasiones, por un humor cínico y corrosivo, en los de "La llave perdida" campea un humor picaresco y tolerante, que Rodríguez Castelo define así: "Humor guasón... cruel... iconoclasta. . . burlón. La suma, deliciosa picaresca provinciana".
El autor con el que cerramos este Panorama, César Dávila Andrade (1918-1967), nos parece el mayor representante del relato breve ecuatoriano. 
Espíritu torturado, produjo una obra extraña y espléndida, que se mueve casi naturalmente —conjugándolos— entre los extremos de una claridad clásica y un hermetismo profundo, lleno de resonancias e iluminaciones inconclusas. Rodríguez Castelo ya ha señalado que con este narrador no sólo culmina en calidad la cuentística de la Generación de los años 30, sino que se marca el fin y la superación de toda una modalidad de encarar el relato: ". . .éste cuento, que había arrancado de temática y modos narrativos de los años 30, se abre al final a todas las extrañezas y todas las iluminaciones"(2). Jorge Enrique Adoum, al comentar los "13 relatos", decía: "El ambiente de todos sus cuentos, los personajes de todos sus relatos —seres humanos o animales— están en trance de descomposición"(3), lo que nos hace recordar un verso de uno de los poemas de "Catedral salvaje": "¡Como árbol que se pudre, gotea corrupción el firmamento!", que parece complementarse con este otro: ". . .toda verdadera canción es un naufragio!". Frente a ese carácter corruptible de lo humano y lo animal, se alza poderosa la naturaleza andina, esa "catedral salvaje", ese "señorío de piedra abandonado" donde "no acude ya jamás el tiempo". Pero en Dávila Andrade la oposición hombre-naturaleza tiene poco o nada que ver con la forma en que aparecía planteada en la novelística hispanoamericana tradicional: más que en un plano social o individual, se da en un oscuro plano metafísico-mítico-religioso; más que un análisis racional de ese choque, el poderoso impulso lírico de Dávila Andrade lo que nos da son destellos, claroscuros. imágenes de vibrante poesía que nos sitúan en los umbrales de lo desconocido sin que nos permitan levantar el velo de su significado.
El mencionado Rodríguez Castelo observa muy bien que, en sus obras de madurez, posee Dávila Andrade "el arte de hacer de todo el relato densa textura de indicios que vinculan unos núcleos con otros y todos con el final". En "Cabeza de gallo", el globo que se eleva llameante con una custodia(4) pintada en su superficie parece una clara premonición o "indicio" de lo que será la iglesia en llamas. El paralelismo se subraya, incluso, con ciertas imágenes que se reiteran: cuando el globo se eleva, "en medio del resplandor de la mañana, las llamas errantes se volvían invisibles"; y, cuando la multitud espantada se inmoviliza ante la iglesia que arde, el narrador nos reitera: "a causa del sol no se veían las llamas". El cuento empieza y termina en medio de una atmósfera de estupor y enajenamiento. Primero es el propio narrador quien, llegado desde afuera, se ve como arrastrado por los "vapores y espejismos" de esa "máquina de sonidos y visiones" que es la fiesta popular, con su terrible fuerza mítica y tradicional. Sobre el final, es todo el pueblo que participó en aquella fiesta el que permanece aterrado ante la ausencia del milagro. Pero de alguna manera oscura el narrador-protagonista siente que este se ha producido: está en aquellos ojos, "como dos gotas de cristal, enloquecidos", que eran los del gallo sacrificado y son también los del crucificado, "ojos de vidrio fuertes, anhelantes", de ese paradojal y patético Dios-gallo. 
En "El cóndor ciego", pese a que los protagonistas pertenecen exclusivamente al reino animal, el significado mítico-religioso es también esencial. En un poema de "Catedral salvaje", libro de 1951, está ya prefigurado el motivo del cuento:

¡Ah fuimos atrapados entre murallas de nieve planetaria.
¡Entre ríos de miel salvaje, entre centauros de lava petrificada.
entre fogatas de cristal de roca,
entre panales de rocío ustorio,
entre frías miradas de serpientes
y diálogos de pájaros borrachos!
Alguna tarde, en una sorda pausa entre dos tempestades,
torna a elevarse el negro cóndor ciego, hambriento de huracanes.
¡En el más alto limite del vuelo, cierra las alas repentinamente
y cae envuelto en su gabán de plumas...'
¡Veo tus mensajeros enlodados! ¡Tus arrieros palúdicos y eternos!
¡Tus pequeños soldados con la guerra cubierta por las zarzas.
riendo del aguardiente seco de la muerte!

La imagen de la Catedral, que da título al libro de poemas, está también presente en el cuento, no sólo a título expreso, cuando nos habla de "la catedral helada", sino por una sucesión de imágenes de tremenda fuerza y solemnidad. Todo da una sensación de poderío, desde los "enormes colmillos de roca" y las "largas flecaduras graníticas" hasta los menores movimientos de las bestias, "fríos, pétreos de poderío y de malhumor". Y aunque nada esté explicado, todo confluye hacia una sensación de ceremonial enigmático en el cual esos "viejos bebedores de efluvios mortales" que aspiran "la fragancia de los azúcares negros de la muerte" parecen oficiar de involuntarios sacerdotes. "Un centinela ve aparecer la vida" es uno de los relatos más ricos y complejos de Dávila Andrade y tal vez una de las cumbres del cuento hispanoamericano. Otra vez estamos en medio de "la catedral salvaje", pero esta vez los personajes son seres humanos. La riqueza del relato en materia de símbolos, imágenes, "indicios", es inagotable. Hay una atmósfera de fin del mundo que permanece inexplicada pero que va haciendo carne en la persona del narrador-protagonista y de los demás personajes. Todo adquiere paulatinamente un aire de cataclismo y las montañas impasibles son vistas como si estuvieran dotadas de un dinamismo anunciador de la catástrofe: las masas de metal granulado "se precipitan", las cumbres "parpadean", los cóndores vuelan entre "cataratas de esplendor", los muros de lava petrificada "avanzan", los flancos de piedra lamidos por el viento "se derrumban", hasta que, en medio de esa naturaleza que aparenta estar en revulsión surge, de pronto, "un monte muy alto en forma de altar", una "especie de ara". Y sobreviene el sacrificio: "Entonces sentimos la ruptura de la cuerda que atravesaba el planeta. Y paralizados de terror oímos ascender la ola cósmica (... ) "A continuación, una paz descolorida y fría de seres resucitados, nos envolvió a todos. Sentimos que estábamos acabados". Otra vez un enigmático contenido sacrificial inunda el relato. Sería imposible llevar a cabo aquí un análisis, aun muy sintético, de todos sus posibles y complementarios significados. Pero no queremos terminar la presentación de estos tres magníficos relatos sin una advertencia: toda esa riquísima veta simbólica a que aludimos no está yuxtapuesta sino magistralmente integrada a un relato directo, lleno de interés fáctico, que nos atrapa en un plano verbal y conceptual inmediato. Esa es tal vez la mayor hazaña de Dávila Andrade, la que sólo un poeta mayor puede alcanzar.(5)

Notas

(1) "Narradores ecuatorianos del 30". Prólogo de Jorge Enrique Adoum, selección y cronología de Pedro Jorge Vera. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980.
(2) "Cuento de la generación de los 30", Tomo II. Introducción de Hernán Rodríguez Castelo. Clásicos Ariel, Guayaquil-Quito-Bogota, 1976.
(3) "Letras del Ecuador" Nro. 103, año 1955. Cit. por H. Rodríguez Castelo, op. cit.
(4) Custodia: pieza de oro u otro metal en que se expone el Santísimo Sacramento a la veneración de los fieles.
(5) Con César Divila Andrade terminamos este Panorama. Queda fuera, pues, el cuento ecuatoriano perteneciente a las últimas promociones, que no han tenido fuera de Ecuador una difusión que nos permita valorarlas debidamente. Hernán Rodríguez Caslelo, en los dos tomos que dedica al "Cuento Ecuatoriano Contemporáneo" en Clásicos Ariel, incluye los siguientes autores: Juan Viteri Durand (1922); Rafael Díaz Ycaza (1925); Carlos de la Torre Reyes (1928); AIsino Ramírez Estrada (1930); Walter Bellolio (1930); Augusto Mario Ayora (1920); José Martínez Queirolo (1931); Eugenia Viteri 11932); Jorge Torres Castillo (1933); Miguel Donoso Pareja (1931); Moisés Montalvo Jaramillo (1931); Hernán Rodríguez Castelo (1933); Hipólito Alvarado (1934); Lupe Rumazo (1935); Ernesto Albán Gómez (1937); Carlos Béjar Portilla (1938); Edmundo Rodríguez Castelo (1939); Marco Antonio Rodríguez (1941); Raúl Pérez (1941); Violeta Luna (1943); Vladimiro Rivas Iturralde (1944); Francisco Proaño Arandy (1944); Abdón Ubidia (1944).

Heber Raviolo
Panorama del cuento ecuatoriano" - II
Lectores de Banda Oriental
Montevideo, 1983

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