Schubert

por Jorge D'Urbano

Franz Schubert (retrato realizado por Wilhelm August Rieder en 1875,

a partir de una acuarela original de 1825).

Digamos, por comodidad de lenguaje, que este es un homenaje a Schubert. Pero en verdad, un homenaje a Schubert habría que cumplirlo en otras etapas y circunstancias. Por ejemplo, cuando vamos por el campo y comulgamos con la hierba. O cuando escuchamos el incesante rumor de las aguas claras. O cuando nos enamoramos. Todas ellas serían ocasiones más justas y adecuadas de recordarlo que estas que emanan del deliberado propósito. En este tipo de reminiscencias a plazo fijo hay algo así como una solemnidad fracasada. Hay hechos y espíritus que por su propia y distintiva calidad debieran acompañarnos siempre, hasta en el trajín diario, hasta en la cotidiana existencia. Y Schubert, según se me alcanza, es uno de ellos.

He comenzado con estas palabras porque de una manera muy particular nos pueden llevar a un punto cuya comprensión es elemental e indispensable para entender a Schubert. Porque quizá nos acercara con mayor proximidad a su esencia el tenerlo entre nosotros todos los días que el festejarlo de vez en cuando. Quizás sea uno de esos magnos espíritus a los que debemos continuado acatamiento antes que espaciado agradecimiento. Quizás fuera más sano para nuestra alma vivir acompañados por él que viajar de vez en cuando para rendirle pleitesía. Es muy posible que termináramos por comprenderlo algo si lo amáramos más en cambio de reverenciarlo tanto.

Mi propósito de ahora no es intentar un análisis, asi fuera somero, superficial y rápido, de su obra. Después de los monumentales estudios que sobre él se han hecho sería fútil y vanidosa decisión pretender resumirla en el corto espacio de un artículo. Su obra es un cosmos que no admite la radical fórmula matemática que sintetice el mecanismo celeste de su concepción. Mi proyecto es mucho más modesto y, en cierto sentido y como muchos proyectos modestos, considerablemente más ambicioso. Consiste en escribir algo con la desatinada aspiración de evocar y dibujar, con toscos y esquemáticos trazos, lo que podría llamarse el perfil de su grandeza porque ella es de un carácter distinto al habitual. No tiene el relieve de la montaña imponente. Carece de la nitidez del paisaje ordenado. Ignora las fuerzas desatadas de la expresión trascendental. Es una grandeza sorprendente porque está sustentada en hechos artísticos realizados por un hombre como todos nosotros. Es admirable y casi única porque no aspira al Olimpo sino que tiene tanto peso humano que se mantiene en la tierra.

La crónica ha recogido un momento de la vida de Schubert que siempre se me ha antojado singularmente revelador de sus más preciosas virtudes y hasta probable clave para penetrar, si eso fuera posible, en algunas de sus cualidades esenciales como artista. Se cuenta que su adoración por Bethoven era tan vasta y profunda que, privado por discreción y timidez de abordar al maestro, muchas veces lo seguía por las calles de Viena a pasaba horas frente a algunas tabernas con el solo propósito de verlo salir y reverenciarlo desde lejos, en el silencio y el anonimato.

Se puede escribir cien ensayos sobre este suceso. La psicología actual ha de estar en condiciones, no lo dudo, de ofrecer un minucioso cuadro de explicaciones muy concretas y definidas sobre esa actitud de Schubert. Un psicoanalista podría extraer curiosas y quizás turbias conclusiones. Pero a mí me parece que por encima de cualquier interpretación científica sobre su reserva y cortedad de carácter, sobre sus complejos e inhibiciones, se yergue la certeza de que con un hecho de tal naturaleza Schubert se integraba en un orden al que sólo pueden aspirar los niños y los genios. Algo hay de mágico o de cuento de hadas en esa furtiva actitud de reverencia; algo hay y mucho de esa conmovedora tradición humana que, a falta de mejor palabra, definimos como humildad. Tal concentrada cantidad de admiración no puede darse sino en un espíritu cuya pureza va pareja con su elevación. Es menester poseer el candor de la infancia o el arrebato del talento para, de manera tan ostensible, convertirse en la devota sombre de un hombre. Sobre todo cuando se tienen fuerzas suficientes para convertirse en su camarada.

Esa actitud de obstinada admiración señala un rasgo muy firme de su personalidad sobre el que casi todo el mundo está de acuerdo: señala una gran simplicidad de espíritu. Pero en cuanto uno dice que Schubert fué un simple hay personas que maquinalmente suponen que fué un majadero. No bien señalamos que alguien es ingenuo hay muchos que están dispuestos a creer que pretendemos decir que es un necio. Porque uno de los pertinaces males de nuestra época, uno de los que quizás queden como particularidad de ella, es el confundir siempre la pureza con la tontería e imaginar que alguien lo suficientemente cándido como para ser inocente tiene que ser a la vez lo bastante incauto para ser un sandio. Se nos escapa así una verdad que han conocido los santos y los poetas: la de que resulta mucho más difícil de definir un elemento que un derivado. Es más cómodo y posible describir la complicada y artificiosa arquitectura de un templo indio que la insondable sencillez de la esfera.

Como todos los grandes simples, esto es, como todos los hombres en verdad inescrutables e indefinibles, Schubert no se acomoda a nuestro habitual afán de clasificación que con frecuencia intenta encerrar el espíritu en las estrechas márgenes de una teoría. Hemos parcelado a Bee-thoven definiendo sus estilos y creyendo (¡oh candor de los especialistas!) descubrir sus más íntimos pensamientos. Hemos fragmentado a Mozart, como un entomólogo destroza la divina simplicidad de la mariposa para estudiar lo que ya ha dejado de ser una mariposa. Hemos dividido a Bach por períodos que tienen como mojones las ciudades que habitó, como si a un hombre se lo pudiera dividir en ciudades. Es característico y digno de parábola que el más humilde de todos, el que aparenta carecer por completo de defensas, resista hasta hoy ese pedagógico y a veces insano anhelo de sistematizar al genio, el hecho menos sistematizable del universo. Me figuro que desde el fondo del tiempo, con sus ojos casi escondidos tras las gafas del présbita, con su redondo y placentero rostro de bebedor de cerveza, Schubert nos mira atónito, entre asombrado y divertido por nuestra falta de perspicacia.

Es muy significativo que Schubert fuera, para bien o para mal y me inclino a creer a pie juntillas que fué para bien, la antítesis de lo que por acuerdo general se designa con esa vaga y comprometedora palabra de “intelectual”. Hasta sospecho que no fuera hombre de gustos muy refinados, en parte por que era hijo de una familia sin intereses artísticos, en parte porque le gustaba vivir sin el compromiso que supone el cuidado de las maneras. No era un rústico, ni siquiera tosco. Sus modos de vida eran dulces y poéticos, amables y sumisos. Pero en nada se destacaba de otros millones de seres. Su vida está enteramente desprovista del fulgor propio de quien asciende en la escala de la consideración social, pero bastante cercana del gozoso desorden y la colorida excitación del que se sabe casi desterrado de esa consideración. En términos generales puede decirse que se desenvolvió sin aristas ni aparentes contradicciones. Fué, para todo lo que importe un hombre apacible, generoso, muy sensible y con los problemas propios del hombre corriente y las aspiraciones propias de un ser común.

Es tradicional presentarlo de carácter irresoluto y débil pero Schubert fué, como algunos otros, una extraña mezcla de debilidad y fortaleza. Mostró a las claras esa ilusoria paradoja del hombre que es a la vez enteramente débil y enteramente fuerte. Y conviene señalar que esa fortaleza se ejerció e hizo presente en las cuestiones fundamentales y de especial manera, en todo lo que concerniera a su arte. En esto muestra esa desbordande y ennoblecedora pasión que es el signo común de los grandes artistas: el de tomar su arte como algo verdaderamente esencial y serio, como algo sin lo cual la existencia resultaría imposible a fuerza de ser vana. En el más estricto sentido de la palabra, como algo vital.

He dicho que es muy significativo que no fuera un intelectual porque en tal sentido a eso se debe quizás, entre otras cosas, el indicio más peculiar y distintivo de su estética. Hemos de pensar que es el músico más emparentado con la poesía romántica almena y que gran parte de los poemas que puso en música viven hoy en nuestro recuerdo gracias a esa única y decisiva razón. Su proximidad espiritual con el lied, del que resultó el más eminente maestro, lo acercó a la obra poética de sus contemporáneos. Eligió entre ellas algunas cosas excelentes y otras insignificantes. No tuvo, de ningún modo, la intuición firme y el gusto literario sin fallas de Schumann, por ejemplo. Antes bien, comentó versos de gran calidad y de escaso valor. Por supuesto no fue un iletrado pero tampoco un esteta a la manera de Hugo Wolf, un profundo psicólogo a la manera de Brahms, un exaltado sin freno a la manera de Mussorgsky o un refinado minucioso del tipo de Debussy. Pero de todos, fue el más músico. Tomaré un ejemplo para aclarar esta idea y sostener la opinión.

Para Schumann tanto como Ravel, tomando términos muy distintos y casi antagónicos, encontrar un poema que fuera también una obra de arte no sólo fué un deseo sino una necesidad. Sus métodos de trabajo y objetivos estéticos exigían que cada palabra encontrara su integral definición sonora, que cada idea tuviera su comentario propicio y que cada frase se ensamblara en la unidad de la obra como verdadero derivado y complemento de la poesía. La música, en estas condiciones, es como una prolongación de las resonancias sensibles del poema y de su profundidad. En consecuencia, la calidad del texto se impone como una necesidad a priori, como una exigencia de primordial importancia porque, expresándolo de un modo un tanto alegórico, es la masa de la que está hecha la obra musical. Hugo Wolf, para señalar otro ejemplo que importa un panorama distinto pero bien definido, trabaja sus Heder como el orfebre, o mejor aún, como uno de esos infatigables artesanos del mosaico bizantino, empeñados en la mística tarea de hacer que la unidad surgiera de una pluralidad de menudas proporciones. En ambos casos, con ser tan diversos, se mantiene el propósito esencial: la fusión de las correspondencias psicológicas, emocionales y estéticas de la poesía con el calor y la sugerencia del sonido ordenado y coherente. Era, por decirlo así, un verdadero juego de transmutaciones y me siento tentado a señalarlo como un arte de microcosmos.

En Schubert, el problema es total y radicalmente distinto porque en su caso lo que cuenta es el impulso lírico que surge de la totalidad de un poema como punto inicial para su propia labor. Para él la poesía era un estímulo, no un objetivo. La forma de la canción se le aparecía aún antes de que indagara en el significado de las palabras. Ajustaba no sólo correctamente sino de manera admirable el caudal del texto con el caudal del sonido, pero eso gracias a su intuición más que a la reflexión. Ni duda cabe que prosódicamente sus Heder son perfectos. Pero de todos los grandes músicos que se han servido de la poesía para crear, es su caso el único en el que se puede prescindir, en última instancia, de la inteligencia del texto. Cuando ignoramos el sentido del mismo, la obra sigue apareciendo fresca y sin debilidades. Por eso, es el más universal de todos ellos. Por eso, he dicho antes, es el más músico.

Al respecto y con el propósito de definir el caso, es característica la historia de su encuentro con las poesías de Müller. La anécdota es muy conocida pero vale la pena referirse a ella porque ilustra con claridad esa singular aptitud de Schubert, esa especial capacidad que tenía para captar la esencia poética o el ímpetu lírico allí donde estuviera escondido, no importa en qué ínfimas dosis. Una tarde que esperaba en la casa de un amigo el regreso de éste, cayó de manera casual entre sus manos, quizás hurgando en la biblioteca, quizás sobre una mesa o un sillón, a menos que no se se lo haya entregado un ángel, un volúmen de versos. Wilhelm Müller los había escrito en ocasión de la puesta en escena en una casa privada de una comedia llamada “Rosa o La bella molinera” y en donde, por significar “müller” en alemán “molinero”, había sido designado para interpretar el personaje central. Más tarde y animado por el éxito mundano obtenido con ellos los incluyó en un volumen que recogía otras expresiones de su estro, publicado con el romántico y desesperante título “Setenta y dos poemas extraídos de los papeles dejados por un tocador ambulante de corno de caza”. Es posible que Schubert no haya tenido siquiera tiempo de leer la mitad del libro antes de que el afán de creación lo golpeara. Cuando a la mañana siguiente recibió la visita de su amigo, dispuesto a recuperar el volumen, Schubert pudo leerle al piano y cantar tres Heder ya terminados sobre las poesías de Miiller. Nada había en ellas que justificara su alto destino. No era el patético acento de un rapsoda helénico, la furia del Ariosto, la magnitud apocalíptica del Dante, la ternura infinita de San Francisco ni la olímpica perfección de Goethe. Eran versos, bien construidos, mas convencionales que convincentes. Pero bastó que evocaran en Schubert una atmósfera cálida para trocarse en un ciclo de veinte canciones inmortales.

Un crítico francés ha dicho con agudeza y elegancia nacionales, que para Schubert lo que cuenta no es el texto sino el pretexto. Intuyó con vivida certeza la solución de la antigua disputa sobre la correspondencia entre la palabra y el sonido. Apenas es menester declarar que se abstuvo de teorizar como Gluck o como Wagner y estoy convencido que le hubiera espantado la sola idea de aparecer como un innovador. No polemizó como Debussy, ni se angustió como Scriabin. Con la robusta sensatez de un paisano y la increíble fecundidad de un elegido compuso seiscientos treinta y cuatro Heder que dan la respuesta a quien quiera interrogarlos.

Alrededor de este punto se levantó una de esas controversias muy propias de los musicólgoos que a veces son gentes de gran penetración teórica y escasa comprensión humana. Muchos son los que han censurado, en uno u otro tono, esa innegable y patente indiferencia de Schubert ante la selección de los textos de sus lieder, porque si bien es cierto que comentó a poetas tan elevados como Goethe y Klopstock, también es cierto hasta la última coma que comentó a Craigher y Schubart, ambos, versificadores de tercer or-der. Multitud de razones pueden alegarse contra esa debilidad o falla, como quiera designársela. Innumerables argumentos se pueden invocar para atacarla. Mil pequeños reparos y minúsculas reservas pueden hacerse sobre ella. Pero algo hay que es decisivo y corta de raíz con toda discusión. Y ese algo está del lado del músico, porque lo que de alguna u otra manera siempre deja por decirse es que todos compartimos, como en una secta secreta, el vivo y por lo que parece audaz pensamiento de que aún los versos de “Margarita en la rueca” habiendo sido abominables, aún hubiera tenido Schubert fuerzas para hacer con ellos un gran lied. De alguna parte de su violenta e inacabable inspiración hubiese extraído los medios para rodear algo mediocre con una obra maestra.

La aparición de Schubert como compositor coincide, y no por azar según pudiera establecerlo un análisis del problema, con el estallido de la poesía lírica alemana. A un tiempo y por modo asombroso se hizo un descubrimiento que llenó de pasmo y mantuvo las almas en un suspenso poblado de gozo. De pronto y como un cegador relámpago se descubrió que la naturaleza y lo popular eran dos grandes temas poéticos de inagotables sugerencias. Allí donde hasta entonces se había creído que era todo insípida realidad, se percibió que todo era encantado. Allí donde se conjeturaba que sólo existían cosas vulgares, se encontró que acaecían las más insólitas. El mundo de los sueños y el maravilloso país hechizado no estaban más lejos que el próximo bosque. Shangri La estaba en ln puerta de cada casa de pueblo. Y el alma más atrayente y el ser más interesante estaban tan próximos como el hombre más cercano.

Por los caminos sombreados de Alemania y en viaje que tenía mucho de peregrinación, Herder recogió el testimonio de viejas poesías que cobraron nueva vida, mientras Goethe recorría la Alsacia, su valles y sus montes, en busca de vestigios de ese pasado que se mantenía vibrante y cauteloso desde la Edad Media, escondidos en las capas más profundas de la sociedad. Los tesoros del arte popular estaban, como el tesoro del cuento, enterrados en la tierra.

Junto con las baladas de los caballeros andantes se recogieron los cantos de las aldeas y de las ciudades. Junto al poema del pastor se retuvo el del poeta. Afloró de pronto y en todo su esplendor un asunto que tiñó de vivos colores, la totalidad del arte romántico.

Los dos grandes temas poéticos a que he aludido, lo maravilloso y lo real, están representados en el terreno de la música germana por los dos Compositores que inician en el siglo XIX el gran período romántico: Weber y Schubert. El primero se reservó lo mágico, quizás porque encontró que nada hay de más artístico que la imaginación. El segundo se refugió en lo popular, porque percibió que nada hay de más artístico que el hombre. Mientras Weber se ocupaba de tejer las argucias de Gaspar, de fundir balas hechizadas y de perseguir entre silfos y duendes a la pálida luz de la luna la escurridiza figura de Puck refugiándose en las ramas del bosque, Schubert, desde un plano infinitamente más modesto, se ocupaba de las desgraciadas aventuras de un molinero o se complacía en la ternura de un paisaje rural. Sin duda había en Weber un fuerte elemento de originalidad, pero en Schubert hay como un rapto de eternidad. No se trata de que lo de Schubert es música de otro género y superior, quizás, como dijo un gran inglés, se deba a que lo de Weber es otro género e inferior de religión. Ambos definen las posiciones extremas del romanticismo y entre ellas media la misma diferencia que existe entre las cosas que debemos recordar y aquéllas que no podemos olvidar.

Este aspecto de la eternidad de Schubert está muy conectado con otro que siendo muy concreto se le ha escapado, por lo que sé, a los críticos. Me refiero a su universalidad. De continuo topamos con excelentes estadísticas que reflejan en cierta medida la inclinación de las gentes hacia tal o cual compositor, hacia tal o cual género o forma musical. Rara vez figura en ellas Schubert y cuando está presente lo encontramos en un lugar remoto, hacia el final de una larga lista de nombres ilustres cuyas obras se escuchan en los conciertos. Sin embargo estoy persuadido de que si en verdad Occidente ha producido un músico al que pueda llamarse, en el estricto sentido de la palabra, universal, ése es Schubert. Los ecos de esta magna e increíble popularidad no hay que ir a buscarlos en los teatros y en las salas públicas. Se encuentran diseminados en las masas de las gentes y en el interior de los hogares. Su obra tiene, como pocas, ese signo indiscutible de los productos artísticos que todo el mundo acepta y que están destinados a vida perenne: el de haber sido anónima aún en tiempos en que todavía vivía su autor. Gentes para las que la música es terreno ignorado, conservan en el fondo de su memoria una melodía de Schubert. Es posible que se encuentre en ese lugar encantado de la subcon-ciencia, en ese desván de los recuerdos donde se almacenan los restos de la infancia, entre esfumadas visiones de juguetes y rostros fugitivos. Será posible acaso que la haya olvidado por años, pero bastará que alguien la murmure a su oído para que surja con un fondo de nostalgia y extrañas asociaciones. Positivamente la llevamos adentro y hace parte de nuestras vidas, como las canciones de cuna o las palabras de las primeras plegarias. Por eso figura tan poco Schubert en las estadísticas. Se puede catalogar conciertos, pero no se puede catalogar conciencias.

Y por este camino llegamos a la cuestión central, a la condición típica y singular del arte de Schubert. Aparte la música, la pasión dominante de su vida fué 1 a amistad. Ignorado de sus contemporáneos, desconocido por su ciudad natal a la que tanta fama dió, le bastó sentirse en compañía de amigos para ser feliz. Frente a un buen vaso de cerveza o de vino nuevo, cuanto más grande mejor, rodeado de gentes a quienes quería, se sintió en el centro mismo de su dicha. Rara vez en la historia alguien ha pedido tan poco y ofrecido tanto. Las calles de Viena e infinidad de tabernas y cafés vieron pasar a menudo esa farándula alegre entre los que iba mezclado un genio. Para ellos fueron las primeras audiciones, la confesión de todos los proyectos, las discusiones sobre su arte. “Schwammerl” lo habían apodado, “honguito” y siempre me he preguntado si Mayhofer, o Vogl, o todos ellos imaginaron lo bien que le venía este nombre que evoca algo frágil, humilde, espontáneo y físicamente tan perecedero.

Es posible que lo que voy a decir ahora constituya una experiencia demasiado personal como para intentar una generalización en su torno, pero me parece que hasta en sus obras de mayores proporciones, hasta en sus sinfonías y misas, para no mencionar la música de cámara, la música de Schubert tiene un carácter que le es tan propio como ineludible: la intimidad. Es tan íntima como el crepitar del leño en el hogar y como el fuego puede ser tan difundida. Puede resultar tan jovial v alegre como la llama y tan melancólica y nostálgica como las brasas. Pero tanto su regocijo como su congoja tienen una directa calidad, una natural manera de ser que se apropia de nosotros y nos hace participar de ella. Es imposible sentirse objetivo ante Schubert, es quimérico permanecer frente a él como espectador, escrutando sus reacciones. A poco de andar en su compañía, en esa indestructible camaradería que continuamente propone, uno advierte de pronto que hace parte de ella. Con mucho de maravilla uno puede descubrir que se ha ubicado sin reflexión en el círculo de sus amigos y que de un momento a otro nos dedicará una canción. Y para colmo de pasmo y como acontece con los fenómenos primarios y verdaderamente origina-nales, se puede advertir que para ese tránsito y para ese ingreso no es menester pasaporte ni preparación adecuada.

Schubert muestra de manera patente algo que nuestra época considerará como una contradicción muy grande y de la que, sin embargo, tantas enseñanzas podrían extraerse en beneficio de I9S artistas jóvenes. Siendo casi un adolescente abandonó todo régimen social organizado estrictamente para entregarse a una vida que en sus contornos exteriores y superficiales calificamos de bohemia y que fué en el fondo uno de los primeros y más heroicos intentos de un músico por vivir de su arte. Pero lo que aquí interesa señalar no es ese aspecto revolucionario sino que, habiéndose apartado deliberadamente del orden y la seguridad confortable de una vida respaldada y a cubierto de contingencias económicas, habiendo elegido la libertad frente al empleo, la independencia frente a la sujeción y la autodeterminación frente al sometimiento, comenzó, desde ese mismo instante, a trabajar como si hubiera estado sometido al más ominoso régimen, a la más despiadada disciplina. El artista que paseaba por el Prater sus ocios al parecer infinitos, que siempre estaba presto para una excursión campestre o para tocar el piano en los salones donde se danzaba, el que se sumía por horas en el más discreto rincón de la taberna y permanecía en tenaz y tenso silencio detrás del humo de su pipa mientras sus compañeros agitaban el aire con la chanza o la súbita gravedad de la polémica doctrinal; el que todos estaban dispuestos a tomar como el menos regimentado resultó que era el más laborioso. El que más facilidades tenía es el que compuso con mayor regularidad y empeño. Tres semanas antes de morir, a los treinta y un años de edad, aún estaba en conversaciones para tomar lecciones de contrapunto y mejorar su gramática. Todavía no estaba seguro de que sabía lo necesario o de que hacía lo indispensable.

En el último día de su vida realizó lo que, desde el punto de vista humano, es tan penetrante como para tener categoría artística. Como si fuera un obsesionante leit motiv, reiteración porfiada y tenaz de un tema único, antes de morir pronunció el nombre de Beethoven.

Su último pensamiento fue para recordar y afirmar lo que había significado su más apasionada e irrenunciable admiración. De entre los vapores de su aletargada conciencia floreció en sus labios lo que había representado el ideal de su vida entera. Es el más hermoso lied compuso.

Interpretando sus deseos, los amigos consiguieron un pedazo de tierra, tumba de por medio, en el cementerio donde reposaba Beethoven. Pero hay ciertos designios, muy secretos, que están por encima de la mejor voluntad. Cuando los restos de Beethoven se trasladaron al cementerio de Viena donde ahora se encuentran, Schubert fué colocado junto a él para que así la eternidad los reuniera como ejemplo para los mortales. El pobre músico que nunca había tenido un éxito entró en la gloria acompañado por uno de sus pares.

«Sinfonía núm. 9» de Schubert - Ciclo sinfónico OFUNAM núm. 23

por Jorge D'Urbano


Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  4, noviembre-diciembre de 1956

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-4/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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