Por otra parte, Robi conoce a Galaxia (Linnet Hernández), y
consecuentemente, se enamora de ella. La muchacha simboliza el paradigma
de una belleza rara, que hechiza y perturba.
El discurso de Galaxia es breve, pero con profundas implicaciones
filosófico-antropogénicas, ya que ella vino al mundo para que su físico
exótico fuera más admirado, que deseado como objeto sexual. Galaxia
deberá viajar a un país del Viejo Continente, no sin antes besar a Robi,
pero sin establecer compromiso alguno.
Robi, eterno prisionero de la soledad, se debate en una agobiante
incertidumbre: escoger entre Salomón y Galaxia. Salomón representa una
ayuda material que dependerá del tiempo que le quede de vida, mientras
Galaxia personifica lo afectivo-espiritual y el misterio que puede ser
develado por el amor, que todo lo puede y todo lo alcanza.
Si bien Robi no está obsesionado con el sexo, sino que privilegia el
valor humano de la persona, percibe que ya Salomón, como pareja, no le
interesa en lo más mínimo. Su actual proyección erótica ni siquiera es
bisexual, tampoco quiere explotar la sensualidad que lo caracteriza. Él
es un amante de lo bello (percibido como cualquier acción —por
insignificante que pueda ser o parecer— que contribuya a dignificar y
enaltecer la condición humana de la persona), y de la estética
generalizada, lo mismo en el hombre que en la mujer.
Un análisis pormenorizado requiere la conducta del personaje
interpretado por el carismático actor Milton García (Latidos
compartidos),1 cuya urdimbre psicológica se
construye sobre la base del modelo de vividor habitual, del jinetero del
Parque Central, del Payret, de Coppelia, que simula un comportamiento
homoerótico solo para llenar los bolsillos de CUC.
Ahora bien, el chico le reclama atención y cariño a Salomón, quien
todavía suspira por Robi. Y cuando se va de la casa precipitadamente,
después de proferir insultos y palabras mal sonantes al por mayor, el
espectador casi está convencido de que el nuevo amante de Salomón es un
heterosexual que incursiona en el mundo gay solo motivado por
necesidades económicas. Sin embargo, el encuentro ¿fortuito? del
jineterito con el pescador; contacto que tiene lugar en el muro del
malecón habanero, y que deja mucho que desear, porque —en ese contexto
homoerótico por excelencia— interpreta a un personaje gay por decisión
libre y soberana, no por ningún otro tipo de interés, que no sea el
meramente sexual.
La actitud adoptada por ese personaje es la que identifica a los hombres
que venden el cuerpo y el alma a cambio de beneficios materiales, ya que
—sin duda alguna— experimentan placer cuando entablan relaciones íntimas
con otros hombres, no obstante los argumentos que puedan utilizar —como
mecanismo de defensa— para justificar sus «aventuras» en el ambiente
gay.
Entre la sexualidad y la emigración, la posibilidad de la creación y el
imperio de la cotidianidad, se balancean los personajes, cuyo
comportamiento psicosocial está mediatizado por las relaciones de poder.
El choque de criterios diametralmente opuestos prevalece en casi todo
intercambio interpersonal. Sin embargo, la proposición cinematográfica
de Fabián Suárez logra captar la atención y el interés del público, en
tanto intercala sutilezas relacionadas con la resistencia
intergeneracional, entre épocas (pasado y presente), y entre el quedarse
o el emigrar, desde posiciones que trascienden el acto humano de la
comunicación.
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