Girándula: Asociación Ecuatoriana del Libro Infantil y Juvenil |
Algunos
países
latinoamericanos han hecho esfuerzos loables con el fin de estimular la
lectura entre los infantes y los jóvenes. Muestra de ello es el aumento
de los acervos en las bibliotecas públicas, y los diversos programas
oficiales que tratan de solucionar carencias que se vienen arrastrando por
generaciones. El
CERLALC de Colombia ha servido de ejemplo, y ha colaborado para poner en
marcha estrategias de lectura en otros países. En México, se ha
invertido mucho en el Programa Nacional de Lectura, emprendido por
la Secretaría de Educación Publica. Éste se ocupa en surtir libros a
las Bibliotecas Escolares, y desarrolló el programa de las
Bibliotecas de Aulas. Además, El Fondo Nacional para la
Cultura y las Artes, organiza las Salas de Lectura y
diversos acercamientos entre el público y los autores. No obstante, aunque estos programas han arrojado algunos logros significativos, no están respondiendo completamente a las expectativas con que se iniciaron. Crear un país de lectores no es algo que se logre de la noche a la mañana, especialmente, si se trata de imponer desde la escuela. El
investigador alemán Eric Schön
afirma: “La escuela aparece como la institución con mayor
responsabilidad por la pérdida del encanto amable de las lecturas de
infancia. Leer fue algo maravilloso, hasta que hubo que tomar los cursos
de literatura”. Pero
continúa: “La imagen negativa que se atribuye a los cursos de
literatura, contrasta con las numerosas experiencias positivas acerca del
maestro como individuo y su influencia importante sobre la motivación del
alumno”. Como ya es bien sabido, la literatura clásica, que puede resultar un deleite para un lector experimentado, suele producir el efecto contrario en un lector incipiente. Y esto se evidencia desde el lenguaje. Si tomamos el ejemplo de El Quijote, basta analizar unas pocas líneas, hasta el primer punto, para comprobar que el niño de hoy necesita buscar en el diccionario cuatro o cinco de esos términos propios del siglo XVI. ¿Cuántos muchachos, en la actualidad, son capaces de continuar con gusto una lectura así, por muy exquisita que sea? Con frecuencia, la escuela también impone lecturas de escritores locales, y hasta de próceres que tuvieron la ocurrencia de escribir libros para niños. Los maestros se ven obligados a difundir e imponer los textos literarios que honran la memoria de respetables personajes. Pero tanto el contenido de esos textos, como su estética narrativa, ya no guardan relación con los intereses del niño de nuestro tiempo. El
editor Daniel Goldin,
en su ensayo Los días y los libros, menciona haberse topado con
funcionarios convencidos de que los niños deben leer determinados
textos con el fin de reforzar su identidad. Cito las palabras de Goldin: “Por
lo visto algunos suponen que tener raíces obliga a mantener la mirada
fija en el suelo, aunque se les empolven los ojos.” Desconozco cómo funcionen los programas de lectura en Ecuador, y espero enterarme en los próximos días. Aunque viendo este gran esfuerzo de Girándula, de IBBY y de la Academia Ecuatoriana de Literatura Infantil, parece que el futuro pinta muy esperanzador. Ojalá sus iniciativas, sus ideas y la buena voluntad de sus integrantes: como Leonor Bravo y Edna Iturralde, sean apoyadas oficialmente, con el fin de que se proyecten hasta el interior del país, hasta los lugares más remotos. Regreso
brevemente a México y a sus estrategias de fomento a la lectura. Como ya
mencioné, el programa de Bibliotecas de aula ha tenido un gran
alcance. Por ejemplo, mi libro Manuela color canela es parte de ese
programa. Y el resultado es que este título se encuentra hasta en las
comunidades más lejanas. Aun en escuelas rurales, donde para llegar hay
que atravesar un puente colgante y después continuar caminando por tres
horas. Aun allí, está Manuela
color canela en
las aulas de tercero de jardín y primero de primaria. No
obstante, todos los esfuerzos, por maravillosos que sean, siempre son
perfectibles. Y a esta estrategia, todavía le falta superar algunos
escollos importantes. Uno de ellos, es que el libro literario continúa en
manos de los adultos. No sale de la escuela, de la biblioteca de aula o de
la biblioteca escolar; del espacio donde el adulto es quien ordena: qué
leer, cuándo leer, dónde leer y cómo leer. Aún
en el mejor de los casos, el de algunas maestras que permiten tomar libros
en préstamo y llevarlos a casa, la sensación de ajeno permanece
en el infante; está allí, presente, todo el tiempo durante la lectura y
fuera de ella. Los niños no se sienten dueños de ninguno de estos
ejemplares ni de su contenido. Es como si esos libros sólo fueran parte
de las materias académicas, y se incluyeran dentro de las obligaciones
escolares. A pesar de que múltiples estudios
demuestran que la lectura de recreación es un acto personal de
goce estético, íntimo y privado. Quienes
nos hemos formado como lectores desde temprana edad, nos recordamos
leyendo bajo la sombra de un árbol, boca abajo sobre el pasto o sobre la
cama o, si acaso, compartiendo la emoción de esas lecturas con nuestro
mejor amigo, que no necesariamente era nuestro compañero de clase. El libro formador de lectores, por excelencia, es aquel que pudimos leer y releer sin límite de tiempo; el que pudimos manipular, doblar, subrayar y atesorar como un secreto. Al que volvimos una y otra vez con el crecer de los años, y en cada relectura le encontrábamos un nuevo sentido. Era como si la historia fuera creciendo con nosotros. Es verdad que cada lector debe transitar por sí mismo el trayecto que lo encamine al encuentro de esa lectura libre y voluntaria. Pero también es verdad que quienes ahora somos buenos lectores, tuvimos la suerte de hallar un intermediario que nos ayudó con ese primer empujón. Alguien tuvo que involucrarse para que nos convirtiéramos en propietarios exclusivos de aquel hermoso ejemplar que llegó a nuestras manos. Y, en muchos casos, ese alguien fue nuestra maestra. Si
bien la escuela no resulta el espacio propicio e infalible para formar
lectores, la escuela sí puede hacer mucho con el fin de que el libro
ingrese en ese espacio íntimo del ser humano, que es el verdadero
formador de lectores. En vez
de continuar alimentando tantos programas de lectura que arrojan
resultados muy discutibles, ¿por qué no probar otra estrategia? Cualquier
proyecto serio con intenciones de fomentar la lectura, debería comenzar
por un diagnóstico donde se encuestara a grandes lectores. Sería
sencillo indagar cuál fue el primer impulso lector de cada una de estas personas; qué circunstancias mediaron para que alguien se
inclinara a leer por placer, y a preferir esa actividad sobre tantas
otras. A quien se aborda con este tipo de preguntas, por lo regular, habla sin reservas acerca de la experiencia vital que lo llevó a convertirse en lector. Excepcionalmente, ese impulso nace en la escuela. Y aún en este caso, suele ser consecuencia de un estímulo extra clases. Por ejemplo: cierta maestra recomienda libros que no forman parte del programa; cierto maestro lee en el recreo, y comenta esas lecturas con quienes se acercan voluntariamente a preguntarle. La
antropóloga Michèle Petit
y su equipo llevaron a cabo investigaciones muy serias en comunidades
rurales y barrios urbanos marginales de Francia. Los resultados comprueban
que casi siempre existe un mediador que ha sido fundamental en su papel de
acercar el libro al lector. Cito:
“El iniciador a los
libros es aquel o aquella que puede legitimar un deseo de leer no muy bien
afianzado. Aquel o aquella que ayuda a traspasar umbrales en diferentes
momentos del recorrido. Ya sea profesional o voluntario, es también aquel
o aquella que acompaña al lector en ese momento a menudo difícil: la
elección del libro. Aquel que brinda una oportunidad de hacer hallazgos,
dándole movilidad a los acervos y ofreciendo consejos eventuales, sin
deslizarse hacia una mediación de tipo pedagógico.” Claro
que este mediador es prácticamente innecesario
si se comienza a tiempo con la lectura. En Inglaterra, por ejemplo, como
en otros países europeos, existe un programa de iniciación muy temprana.
La primera dotación de libros infantiles es entregada por la enfermera
cuando visita al bebé para aplicar las vacunas del primer semestre de
vida. A
los seis o siete meses el bebé recibe, como competencia de salud pública,
su primera dotación de libros; la segunda dotación la recibe alrededor
del año; la tercera cuando ya camina bien, etcétera. Los organizadores
de este programa se afirman con el lema: “Los niños nunca son
demasiado jóvenes para amar a los libros.”
Éste
es el acercamiento ideal: que todos los niños tuvieran la oportunidad de
ver, hojear y querer a los libros; tenerles confianza, apropiarse
de ellos mucho antes de aprender a leer. La misma Michèl Petit opina: “Para
que un niño se convierta más adelante en lector, sabemos cuán
importante es la familiaridad física precoz con los libros, la
posibilidad de manipularlos para que esos objetos no lleguen a investirse
de poder y provoquen temor.” Pero
en nuestra querida América Latina, estamos algo lejos de esas
estrategias; puesto que ni siquiera abundan las bibliotecas públicas para
los niños que ya leen. Todavía se le atribuye valor de joya preciosa a
cualquier libro; se le otorga tal tratamiento de respeto, que algunos
chicos prefieren ni acercársele. Los
niños y jóvenes que crecen en un medio familiar donde leer es lo
habitual y, donde ellos mismos cuentan con sus propios libros de recreación,
son privilegiados. Porque la realidad de la mayoría del pueblo
latinoamericano es otra. Y es en esos hogares marginados, donde la cultura
y la recreación no están dentro de las prioridades inmediatas, ya que
existen otras más urgentes, donde
se deberían enfocar los esfuerzos gubernamentales. Me
pregunto: ¿Será tan difícil implementar un programa, donde al final de
cada periodo escolar, todos los niños se llevaran a casa un pequeño
libro propio? ¿Tan imposible será? Este ejemplar literario adecuado a su
edad, acompañaría al infante en sus vacaciones escolares con una lectura
totalmente libre. Sólo así es posible crear ese espacio íntimo de amor
y confianza, el único que realmente forma lectores. Nadie
fiscalizaría esa lectura, el niño leería sin presiones de ningún tipo.
Nadie lo sometería a interrogatorios, ni tendría que elaborar resúmenes
ni fichas bibliográficas. Y como este ejemplar sería totalmente propio,
el infante gozaría la libertad de atesorarlo como un bien privado o, si
así lo decide, de compartirlo con los otros hermanos, con sus padres, con
sus amigos, con sus vecinos... Además
de los textos escolares, y muy aparte de ellos, los niños deberían
recibir algún volumen de cuentos o alguna novela de aventuras como un
festejo por finalizar el año escolar; independientemente, de cuáles
hayan sido los resultados académicos de ese ciclo. Es una lástima, que
en las instituciones no exista visión para comprender los beneficios de
la lectura libre. A
principios de este año, el escritor Gilberto Rendón y yo intentamos
abrirle paso a esta propuesta, acudiendo a las autoridades educativas de
la zona donde residimos. Allí, nos enfrentamos con el eterno problema de
la falta de presupuesto para financiar un proyecto así. Pero
también tuvimos la fortuna de encontramos con una extraordinaria maestra,
quien se mostró entusiasta con nuestra propuesta y de inmediato comenzó
a idear estrategias de aplicación auto financiables. Por ejemplo, a ella
se le ocurrió crear un fondo de ahorro, que inicie con las clases y que
permanezca a lo largo de casi todo el ciclo escolar. Con el fin de que el
alumno tenga la libertad de seleccionar el libro que lo acompañe en sus
vacaciones. Todavía desconocemos el destino de nuestra propuesta, pero guardamos una esperanza, ya que va creciendo en simpatizantes. Incluso hay pedagogos que nos han hecho ver otras ventajas: como la de crear en el alumno la expectativa de acudir personalmente a la librería, y de tomar la decisión de cuál libro comprar. Algo realmente fundamental, si tenemos en cuenta que muchos niños jamás han tenido esa oportunidad. Termino
con algunas citas. La
investigadora Delia Lerner
indaga: “Si la validez de la interpretación literaria debe ser
siempre establecida por la autoridad, ¿cómo harán luego los niños para
llegar a ser lectores independientes?” La
doctora Teresa Colomer
escribió: “La lectura autónoma, seguida, silenciosa, de gratificación
inmediata y de elección libre es imprescindible para el desarrollo de las
competencias lectoras”. Y
yo insisto: quienes somos buenos lectores fue porque contamos en nuestra
infancia con el privilegio de tener libros propios que nos abrieron las
ventanas a la vida y a la imaginación. Cuentos o novelas que guardábamos
bajo nuestra almohada, porque eran nuestros para disfrutarlos y
atesorarlos. Libros que sentíamos como amigos, y con los cuales
establecimos una relación de amor y complicidad. Aquellas lecturas
representaban un mundo absolutamente personal. En muchas ocasiones, eran
el único reducto de privacidad, el único resquicio por el que lográbamos
evadirnos de una realidad opresora.
Y
me pregunto: ¿qué hubiera sido de nosotros, sin esas lecturas que nos
acompañaron en nuestra infancia, para algunos solitaria, para otros
dolorosa? Quién sabe dónde
estaríamos muchos de quienes hoy estamos aquí, sin esos libros generosos
que nos dieron refugio. Ellos disponían de tiempo para nosotros: sabían
contar y sabían escuchar. Con
aquellos libros, nos asomábamos al mundo mientras aprendíamos a
expresarnos. Y fueron los únicos que, aun en los peores momentos, siempre
nos extendieron sus alas abiertas. Bibliografía
reciente: Alberto
Manguel: Una
historia de la lectura, Colombia,
Grupo Editorial Norma, 1999. Berta
Hiriart: Escribir
para niñas y niños, México,
Croma - Paidos, 2004. (Colectivo):
Niños,
cuentos y palabras, Argentina,
Novedades Educativas, 2003. Daniel
Goldin: Los
días y los libros, México,
Croma - Paidos 2006. Delia
Lerner:
Leer
y escribir en la escuela..., Méx.
Fondo de Cultura Económica, 2003. Graciela
Montes: El
corral de la infancia, México,
Fondo de Cultura Económica, 2001. Iván
Ilich: La
sociedad descolarizada, México,
Fondo de Cultura Económica, 2006. Michel
Peroni: Historias
de lectura, México,
Fondo de Cultura Económica, 2003. Michèle
Petit:
Lecturas:
del espacio íntimo al espacio público, México,
FCE, 2006.
Michèle
Petit: Nuevos
acercamientos a los jóvenes y la lectura, México,
FCE, 1999. Sylvia
Puentes de Oyenard: El
cuento y los cuentacuentos, Uruguay,
AULI, 2004. Teresa Colomer: Andar entre libros, México, Fondo de Cultura Económica, 2005. |
Elena Dreser
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