Dossier Espectro y fantología: entre Nietzsche y Derrida
La sombra como fantasma Shadow as ghost ensayo de Mariano Dorr Universidad Nacional de las Artes
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Resumen: La sombra es una figura nietzscheana que adquiere una particular importancia en ciertos pasajes de Humano, demasiado humano, La ciencia jovial y el Zaratustra. Los distintos modos en que aparece el tema de la sombra en la obra de Nietzsche y la confrontación que el filósofo llevara a cabo con su propia sombra dio a lugar a cierto temor, por parte de Carl G. Jung, a extraviarse en el camino nietzscheano. Antonio Tudela Sancho, por su parte, ha señalado cómo Derrida encuentra en el cine un espacio poblado de sombras y fantasmas. A través del cine y la espectrografía se configura una posible fenomenología de la sombra, donde la “luz negra” desnaturaliza todo acceso a un conocimiento siempre abierto a la posibilidad del extravío. Palabras clave: sombra/ fantasma/ Nietzsche/ cine Abtract: The shadow is a Nietzschean figure that acquires a particular importance in certain passages of Human, too human, Jovial Science and the Zarathustra. The different ways in which the subject of the shadow appears in Nietzsche’s work and the confrontation that the philosopher carried out with his own shadow gave rise to a certain fear, on the part of Carl G. Jung, to get lost in the Nietzsche path. Antonio Tudela Sancho, for his part, has pointed out how Derrida finds in cinema a space full of shadows and ghosts. Through cinema and spectrography a possible phenomenology of the shadow is configured, where the “black light” denatures all access to knowledge that is always open to the possibility of loss. Keywords: shadow/ ghost/ Nietzsche/ film “Bob Dylan está al lado mío” Bob Dylan Noches de Nietzsche en Turín Parecería que existen en nosotros rincones sombríos que no toleran más que una luz vacilante. Un corazón sensible ama los valores frágiles. Bachelard El viajero camina -oímos sus pasos- por callejones pedregosos. Lo vemos desde la perspectiva del viajero mismo. Los que oímos, también son nuestros pasos, porque la toma subjetiva nos da a ver lo que el propio viajero ve como si nosotros mismos fuéramos quien avanza en la noche, entre paredes de ladrillos cuyos relieves se definen en la imagen por el efecto de sus sombras. Oímos pasos, pero ante todo se destaca la voz de una soprano interpretando a Isolda, en el clímax de la representación orquestal. La ópera de Wagner, como un brebaje fatal, es como si estuviera a punto de derribar al viajero, que se tambalea. Parece que vamos a caer, producto de un mareo severo, wagneriano. La subjetiva de Nietzsche -filmada con cámara en mano- nos coloca en el lugar del fantasma, proyectados como una mirada justo por encima de sus bigotes, esa sombra de la boca nietzscheana. Una vez ya instalado en su habitación de Turín, vemos a Nietzsche en una escena de escritura. Un libro abierto en la mano izquierda, la cabeza apoyada en el puño derecho. Camisa blanca y chaleco negro, Nietzsche lee iluminado por la llama de una lámpara. En el escritorio, cubierto de libros y papeles, hay también un vaso de agua. El agua y el fuego están presentes en el momento exacto en que, en silencio, Nietzsche piensa. Y entonces anota, mientras escuchamos su voz. Escribe sobre la brisa que aligera los pensamientos más pesados, sobre la necesidad de pensar caminando, sobre sus bigotes, que son filtros, dice. Nietzsche camina por las plazas de Turín. “Yo prefiero lugares en que por todas partes se tenga ocasión de beber de fuentes que corran (— Niza, Turín, Sils); no me despierto por la noche sin beber agua”[1]. La noche, el agua, el fuego de la lámpara, proyecciones fantasmales en Días de Nietzsche en Turín, de Julio Bressane. El cine es una artefactualidad que opera con espectrografías. En Ghost Dance, el film de Ken McMullen, Derrida, haciendo de sí mismo, afirma que “ser atormentado por un fantasma es tener la memoria de lo que nunca se vivió en presente, tener la memoria de lo que, en el fondo, nunca tuvo la forma de la presencia. El cine es una fantomaquia. Dejen volver a los fantasmas. Cine más psicoanálisis: el resultado es una ciencia del fantasma”[2]. La tecnología de la imagen cinematográfica es una visibilidad que irradia una luz nocturna donde “la noche cae sobre nosotros”. Derrida recuerda que, durante la filmación, en las agotadoras sesiones de rodaje de Ghost Dance, Pascale Ogier, su entrevistadora, repitió unas treinta veces “sí, ahora sí” a la pregunta del director: “¿cree usted en fantasmas?” Unos años más tarde, luego de volver a ver el film con sus estudiantes y tras la muerte de Pascale Ogier, Derrida escribe: “llegué a tener la sensación perturbadora del retorno de su espectro, el espectro de su espectro que volvía a decirme, aquí y ahora: Ahora... ahora... ahora, es decir, en esta sala oscura de otro continente, en otro mundo, allí, ahora sí, créame, creo en los fantasmas”[3]. Antonio Tudela Sancho tituló precisamente así, “Ahora sí, créame, creo en los fantasmas”, su artículo publicado en Por amor a Derrida[4], donde reflexiona en torno a la relación entre cine y deconstrucción: [.] desde la sala donde el nuevo dispositivo de la luz táctil convoca en su sesión a los espectros de todos y cada uno de los espectadores, singulares di-vertidos en su sentido más propio: desviados, desplazados, llevados por varios lados; desde sus “trabajos” con sus propios repliegues, con su interior tocado por el proyectil de la pantalla, el film despliega a su vez otro plano de espectralidad: el de los personajes que rondan por la escena, fruto a menudo de las obsesiones que dominan a los cineastas, “injertos”, diría Derrida, de historia, de memoria, de sombras que reclaman ser en duelo y en deuda incorporadas -reaparecer en nuevos cuerpos[5]. Sombras que reclaman herencias, rondando la escena en “otro plano de espectralidad”, escribe Tudela Sancho. Los espectadores creemos en las apariciones en la pantalla, “a veces hasta la idolatría”[6]. Creemos en lo que ronda. Proyecciones. Sombras. Fantasmas de fantasmas y sombras de sombras. Hacia el final de Días de Nietzsche en Turín, vemos a Nietzsche postrado, con algunas mantas cubriendo su falda, moviendo los dedos como si jugase a tocar un piano. Vemos al fantasma de Nietzsche, ya no al actor haciendo su caracterización. Es Nietzsche. Internado, supuestamente perdido. Sumido en el silencio. Inclina un poco la cabeza. ¿Cómo no creer en fantasmas viendo a Nietzsche, etéreo en la pantalla? Las cejas, frondosas como el bigote, ocultan los ojos en una densa sombra crepuscular. En lo que sigue, haremos un recorrido por algunos de los pasajes de la obra de Nietzsche en donde el autor ha trabajado el tema de la sombra. Luego, confrontaremos sus textos con un extraño lector de Nietzsche, Carl G. Jung, quien atraído por la sombra, escapó de ella. Por último, volveremos a Turín, al cine y sus fantasmas. Sombras nietzscheanas Ya no queda ni la sombra del derecho de hablar aquí de apariencia Nietzsche Cuando Zaratustra es sorprendido por su sombra (una de las figuras que corresponden a los “hombres superiores”), ésta le grita y le pide que aguarde. Ella afirma ser “un caminante” siempre detrás suyo, pegada a sus talones, sin una meta, sin un hogar. Una sombra errante, “semejante a un fantasma”, escribe Nietzsche. Mientras la sombra le habla, el rostro de Zaratustra se alarga, anamorfosis que invierte la relación entre un cuerpo y la proyección de su sombra. Se alarga su rostro precisamente porque reconoce a esa extraña como propia. Reconoce en ella un espíritu libre y viajero siempre en el peligro de lo prohibido, de lo peor y más remoto. Haber perdido la meta implica haber perdido el camino, por eso Zaratustra invita a su sombra a recorrer el camino que la llevará a su caverna, a donde un momento antes había enviado al “mendigo voluntario”, aquel que se había despojado de sus riquezas para abrazar la pobreza y estar tumbado al sol estudiando el rumiar de las vacas. Zaratustra promete un baile en su caverna, aunque antes deberán esperarlo. Mientras tanto, el mendigo voluntario y la sombra podrán conversar con el águila y la serpiente, los animales de Zaratustra. Esto implica de algún modo meditar el eterno retorno, pues el águila vuela en círculos y la serpiente gira con ella enroscada en su cuello. Zaratustra necesita estar solo, escapar de su sombra como ya escapó del mendigo voluntario. La sombra es un peso para Zaratustra, prefiere andar sin ella. Es, en definitiva, un fantasma pesado, del que prefiere librarse para andar más liviano, pero al que sin embargo le ofrece su caverna como destino. ¿Qué lugar podría ser mejor, para una sombra, que una caverna? Un encuentro con la sombra ya había tenido lugar en un escrito anterior de Nietzsche, El caminante y su sombra, donde el caminante al principio no entiende quién le habla ni de dónde viene la voz que lo interpela. A tal punto que casi llega a confundir esa voz consigo mismo. Luego, queda impactado al constatar que su sombra habla. Y lo que dice no es lo que el caminante espera. En lugar de halagos y vanidades, la sombra es mordaz y oscura. Entonces, como si fuera una prefiguración de Zaratustra, el caminante reconoce a su sombra alegrándose de oírla y no solo de verla, pues “los buenos amigos intercambian de vez en cuando una palabra oscura como signo de entendimiento, que debe ser un enigma para un tercero”[7]. La necesidad de un diálogo serio y secreto con la sombra toma el resto del pasaje. La sombra ocupa también un espacio singular en algunos parágrafos de La cienciajovial, un texto que se ubica entre El caminante y su sombra y Así habló Zaratustra; por ejemplo, en el apartado 179, donde Nietzsche escribe: “Los pensamientos son las sombras de nuestras percepciones sensibles -siempre más oscuros, vacíos, sencillos que éstas”. El apartado 108, con el que comienza el libro tercero, dice: “Nuevas luchas: Después de que Buda hubiera muerto, su sombra siguió mostrándose aun durante siglos en una caverna -una sombra monstruosa y terrible. Dios ha muerto: pero tal vez, dada la naturaleza de la especie humana, sigan existiendo durante milenios cavernas en las que se muestre su sombra. Y nosotros -¡nosotros también tenemos aun que vencer su sombra!”. El tema de las sombras de Dios es abordado por Cragnolini en su artículo sobre la “melancología de la alteridad”[8]: la razón, la historia y el estado aparecen allí como algunos de los modos en que las sombras de Dios continúan proyectándose ante nosotros. Nietzsche, entonces, plantea la necesidad de combatir a las sombras hasta su aniquilamiento a través de “una operación que se realiza a nivel estratégico, utilizando argumentaciones y contrargumentaciones”[9]. Cragnolini pone de manifiesto la dimensión fantasmal de las sombras cuando se pregunta: “Las sombras de Dios: ¿qué son, sino fantasmas de un muerto que no termina de morir, que nos asedia en las noches, y nos lleva a llorar ante su tumba?”. Pero agrega que Nietzsche detesta a los fantasmas. Sin embargo, no todas las sombras son para Nietzsche detestables, lo vimos en el caso del caminante y de Zaratustra, sombras que -como fantasmas- se aparecen a sus referentes con sorpresiva irreverencia. Sin llegar a detestarla, Zaratustra -es cierto- se deshace de ella. Hay en Nietzsche también una necesidad de convivir con fantasmas y sombras. El caminante incluso llega a observar las ventajas de un diálogo concienzudo con su sombra. Con respecto al caminante (y su sombra), cabe señalar que, en El crepúsculo de los ídolos, parágrafo 34 de “Sentencias y flechas”, Nietzsche le reprocha a Flaubert su idea según la cual sólo es posible escribir y pensar estando sentado. Nuestro autor lo tilda a Flaubert de nihilista y contesta que sólo tienen valor los pensamientos adquiridos a fuerza de caminar[10]. Luego de su comentario sobre Flaubert, en el siguiente parágrafo, se hace la siguiente comparación: “Hay casos en que nosotros los psicólogos somos como los caballos y nos ponemos inquietos: vemos nuestra propia sombra oscilar arriba y abajo delante de nosotros. El psicólogo tiene que apartar la vista de sí mismo para llegar a ver algo”[11]. La propia sombra -y su transformación constante- intranquiliza, perturba e impide ver más allá. El sí mismo es esa sombra, el fantasma del yo, otro modo de la sombra de Dios en nosotros mismos. El apartado “Historia de un error”[12], presente en el capítulo titulado “Cómo el mundo verdadero acabó convirtiéndose en una fábula”, en El crepúsculo de los ídolos, también puede ser leído a partir del lugar de las sombras y la luz. El recorrido del “mundo verdadero”, desde la tesis “Yo, Platón, soy la verdad” hasta el momento del “íncipit Zaratustra” se corresponde con distintas posiciones del sol. En el tercer momento, “el viejo Sol”, en el fondo, es visto a través de la niebla y el escepticismo (es la Idea kantiana). Luego, con el canto del gallo del positivismo, se da una “mañana gris”. Luego llega el “día claro”, horas endemoniadas de los espíritus libres, la vergüenza de Platón, el retorno del “bon sens” y la jovialidad. Finalmente, eliminando el mundo verdadero (que ya no sirve para nada, idea refutada, inútil) tampoco ha quedado el mundo aparente. Es el “mediodía, instante de la sombra más corta”, anota Nietzsche, “final del error más largo”. La sombra no es aniquilada, pero su proyección en el mundo se extiende al mínimo posible. Con la desaparición del mundo verdadero y el mundo aparente desaparece también el fundamento de la alegoría de la caverna de Platón, donde las sombras, el fuego y el sol habían ocupado, cada uno a su modo, un lugar estratégico relevante con el objetivo de dar cuenta de la división platónica entre modelo y copia, Idea y cosa sensible, realidad y apariencia. Los cautivos de la alegoría platónica, “semejantes a nosotros”, no ven otra cosa que “sombras que se proyectan, al resplandor del fuego, sobre el fondo de la caverna”[13]. El mundo sensible se identifica entonces con la proyección de las sombras. Lo que sugiere la alegoría es que nuestra propia experiencia en el mundo sensible no es más que sombría experiencia en un mundo de sombras. Como contrapartida, el sol ocupa el lugar de la plenitud dadora de luz en el mundo sensible, de ser y conocer en el inteligible. Derrida desarrolló una deconstrucción del heliotropo en uno de los ensayos de Márgenes de la filosofía, “La mitología blanca”, donde el recorrido del sol es uno de los tópicos repasados por el autor en detalle: El sol no da sólo un ejemplo, por muy notable que sea entre todos, del ser sensible en tanto que siempre puede desaparecer, hurtarse a la mirada, no estar presente. La oposición misma de aparecer y de desaparecer, todo el léxico del phainesthai, de la aletheia, etc., del día y de la noche, de lo visible y de lo invisible, de lo presente y de lo ausente, todo eso sólo es posible bajo el sol[14] El crepúsculo mismo es un efecto de esta dinámica del aparecer y el desaparecer. La claridad que precede a la salida del sol y su atenuación, seguida inmediatamente a su puesta. Pero fundamentalmente es atardecer, caída de la tarde, declinación, hacerse de noche, anochecer o -como anota María Moliner- “estado de una cosa o una persona que camina a su desaparición o ruina o que está ya en período de descenso de su valor, vigor o energías”[15]. El crepúsculo de los ídolos es así el camino de los dioses a su desaparición o declinación, el ensombrecimiento de lo divino. La desaparición de los dioses bajo un sol en retirada. Nuestra lengua -el español- es rica en matices lumínicos, como lo es también en oscuridades. De los luceros y luciérnagas, los candiles, lámparas, objetos lucidos, relucientes, traslúcidos o deslucidos, hasta las elucubraciones entendidas como “trabajo hecho a horas nocturnas”, “a la luz del candil”, la luminaria del léxico despliega su espectro. En el quinto tomo del Diccionario General Etimológico de la Lengua Española de Roque Barcia, corregido y aumentado por Eduardo Echegaray, fechado en Madrid en 1889, la entrada de “sombra” incluye la siguiente acepción: “Espectro o fantasma que se percibe como sombra”. El latín umbra designa tanto a la sombra proyectada por un cuerpo como al alma de un difunto, su espectro o fantasma. La s agregada en el portugués y en el castellano podría deberse al influjo de sol y sus derivados -explica Joan Corominas- “por ser sol y sombra, solano y sombrío, solear y sombrear, conceptos correlativos, opuestos y acoplados constantemente”[16]. El asombro, a su vez, designó en un principio un modo del espanto propio del animal, el caballo en particular, espantado ante la aparición de una sombra. Nietzsche, como vimos más arriba, pensó la inquietud del caballo ante la variación del tamaño de su propia sombra y lo relacionó con la necesidad del psicólogo de apartar la vista de sí mismo para llegar a ver algo. Proyecciones arquetípicas Nietzsche perdió el suelo bajo sus pies porque no poseía más que el mundo interior de sus ideas, que además le poseían a él más que él a ellas. Estaba desarraigado y volaba sobre la tierra y por ello cayó en la exageración y en la irrealidad. Esta irrealidad era para mí el concepto inmanente del horror [...] C. G. Jung Carl Gustave Jung creyó que podría llegar a ser él mismo una sombra de Nietzsche. Temía seguir sus pasos, compartir su destino[17]. ¿A qué le temía? Lo que Jung encontraba peligroso en Nietzsche era precisamente la relación que el filósofo mantenía con su propia sombra, al punto de identificarse con ella. Cuando, en medio de un diálogo con su sombra, el rostro de Zaratustra se alarga, cabe pensar que es Zaratustra quien asume la condición de sombra: es sombra de su sombra, doble de su doble. Desde el punto de vista de Jung, Nietzsche se habría dejado dominar por su “número 2”. Para introducir aquí la noción de “número 1” y “número 2” de Jung, cito in extenso un fragmento del capítulo dedicado al “Período universitario” de sus Recuerdos, sueños, pensamientos: Tenía ciertamente sobre mí dos opiniones discordantes entre sí. La número 1 veía mi personalidad como un joven poco simpático y medianamente dotado con ambiciosas pretensiones y temperamento indomable y modales dudosos, tan pronto ingenuamente interesado como infantilmente desilusionado; [.] La número 2 no constituía un carácter, sino una vita peracta, nacida, viviente, muerta, todo en uno, una visión panorámica de la misma naturaleza humana; despiadadamente lúcida sobre sí misma, pero inepta y poco voluntariosa, aunque ansiosa por manifestarse a sí misma a través del complejo y oscuro médium de la personalidad número 1. Cuando la número 2 prevalecía, la número 1 estaba contenida e instalada en ésta, y a la inversa, la número 2 consideraba a la otra un lúgubre mundo interior[18]. La “número 2” no era un carácter -como sí lo era la número 1- sino, escribe Jung, una “vita peracta”, vida consumada, “nacida, viviente, muerta, todo en uno”. Jung no solo identificará a su “número 2” con la sombra sino también propiamente con lo que no duda en llamar “el espectro”: En esta época tuve un sueño inolvidable que al mismo tiempo me aterrorizó y estimuló. Era de noche en un lugar desconocido y sólo penosamente avanzaba yo contra un poderoso huracán. Además se extendía densa niebla. Yo sostenía y protegía con ambas manos una pequeña luz, que amenazaba con apagarse a cada instante. Pero todo dependía de que yo mantuviese viva esta lucecita. De pronto tuve la sensación de que algo me seguía. Miré hacia atrás y vi una enorme figura negra que avanzaba tras de mí. Pero en el mismo momento me di cuenta —pese a mi espanto— de que debía salvar mi pequeña luz, ajeno a todo peligro, a través de la noche y de la tormenta. Cuando me desperté, en seguida lo vi claro: era el «espectro», mi propia sombra sobre la niebla, arremolinándose cansado por la pequeña luz que llevaba ante mí. Sabía también que la lucecita era mi conciencia; [.] Este sueño significó para mí una gran revelación: ahora sabía que la número 1 era la que llevaba la luz, y que la número 2 le seguía como una sombra. Mi tarea consistía en conservar la luz y no mirar atrás a la vita peracta, que evidentemente era un reino prohibido de luz de otro tipo. Yo debía avanzar contra la tormenta que trataba de hacerme retroceder y entrar en la infinita oscuridad del mundo, donde no se ve nada ni se percibe nada más que la superficie de profundos misterios[19]. La “luz” de la “conciencia” frente a las “tinieblas” no del inconsciente sino, antes bien, del “espectro” que Jung, rodeándolo de comillas, no duda en asimilarlo a una sombra. Nietzsche, desde la perspectiva de Jung, constituye la viva imagen de aquel que se deja hundir en “la superficie de profundos misterios”. Es en este mismo capítulo de sus Recuerdos... en donde repasa su terror ante la posibilidad de seguir los pasos del gran filósofo, esto es, de ser semejante a Nietzsche. Llegó incluso a considerar que su “número 2” era, en definitiva, “su Zaratustra”[20]. En este sentido, Jung entendió a Zaratustra mismo como a una sombra espectral del propio Nietzsche, es decir, como el “número 2” nietzscheano. En otros escritos, Jung considera el concepto de “sombra” como aquello que peligrosamente se oculta en el modo de la represión, ocupando en el Yo un espacio “oscuro”, siempre dispuesto a una reaparición sintomática cuando no catastrófica: “En todo tratamiento de una neurosis hay que hallar la sombra”, escribe Jung[21]. En “La lucha contra la sombra”, un texto de 1946, ensaya una explicación del origen del nazismo y sus consecuencias a partir del concepto de sombra. Allí escribe: “En Hitler habría tenido que reconocer todo alemán su propia sombra, su propio mayor peligro. A cada uno de nosotros nos ha tocado en suerte cobrar consciencia de nuestra propia sombra y debatirnos con ella. ¿Cómo podría esperarse que los alemanes lo entendieran cuando nadie en el mundo es capaz de entender una verdad tan sencilla?”[22]. Entre el misticismo y la ingenua fantasía, Jung elabora allí una teoría según la cual las guerras se evitarían “si cada uno viera su propia sombra y pudiera emprender el único combate que verdaderamente vale la pena: la lucha contra el avasallador impulso de poder de la sombra”. Desde su punto vista, incluso Nietzsche pereció debido al influjo de su sombra: Zaratustra, asesino de Nietzsche. El tema de la sombra es un puente entre Nietzsche y Jung. Sin embargo, es un puente que Jung se negó a cruzar por miedo, el horror a ser absorbido por la potencia de Zaratustra. El caballo de Turín Tema para un cuadro. Un carretero. Paisaje de invierno. El carretero está orinando a su propio caballo con una expresión del más despectivo cinismo. La pobre criatura maltratada mira a su alrededor — agradecida, muy agradecida... Nietzsche Es largamente conocida la historia de Nietzsche y un caballo, en Turín: el 3 de enero de 1889, tras dejar su habitación, en la plaza Carlos Alberto observa a un cochero pegándole a su caballo. Nietzsche se interpone y abraza entre lágrimas el cuello del animal, protegiéndolo. Llorando, le explica la teoría del Eterno Retorno. El cineasta Béla Tarr filmó El caballo de Turín sobre la base de que, luego de esa jornada de 1889, sabemos lo que le sucedió a Nietzsche, pero nada conocemos de lo que le sucedió al caballo. El extenso plano secuencia del animal arrastrando el carro en medio de una tormenta de viento hace pensar en lo que Akira Mizuta Lippit designa como un asedio por “la sombra de la muerte y la ausencia del lenguaje”: Esto es, no la muerte propia del animal, no la muerte como tal en el cine. Ambos medios asediados por la sombra de la muerte y la ausencia del lenguaje, demarcan un espacio más allá de las convenciones del lenguaje y la muerte. La muerte de un animal en la película es entonces un espectáculo imposible —especulativo y espectral, vinculado al cine a través del proceso mágico de la animación. Contra la imposibilidad de la muerte animal, el cine provee vida artificial, anima, animación y la posibilidad de reanimación[23]. La muerte del animal ronda la pantalla en el film de Béla Tarr. El largo plano secuencia del caballo tirando del carro es “un espectáculo imposible”. Las anteojeras impiden al equino ver su propia sombra, las riendas rodean el cuello. Lo vemos al límite de sus posibilidades, haciendo un esfuerzo terminal por avanzar. La cámara lo toma desde un costado y entonces vemos sus patas negras, el lomo grisáceo, el penoso caminar en la polvareda, entre arbustos y musgo. Luego, la cámara se coloca delante del caballo, tomándolo desde abajo en un contrapicado que deja ver el cielo blanco detrás de las crines. El movimiento del caballo con la cabeza, que corresponde al caminar, al tirar del carro, al esfuerzo por seguir adelante, parece un sí. Es como si el animal dijera que sí ante ese “espectáculo imposible”. Agacha y levanta la cabeza, ininterrumpidamente. Una pequeña esfera lumínica apenas brilla en el horizonte; es la salida del sol, que sin embargo se apaga. El animal abre un poco la boca, resopla y continúa avanzando. Antes del fundido a negro, escuchamos sus pasos y el crujir de las ruedas del carro. Más tarde, en una escena en la que intentan sacar al caballo del establo, el animal se niega a salir. Se queda parado, inerme, quieto. A pesar de los reiterados intentos por sacarlo del establo, el animal mantiene su lugar. Dice no, esta vez. En una de las últimas escenas, la mujer que vive con su anciano padre, sorprendida ante la no salida del sol, pregunta: “¿Padre, qué es esta oscuridad?”. Recibe como única respuesta: “Enciende una lámpara”. Pronto, hasta las brasas dejan de iluminar ese espacio espectral. El caballo de Turín es un film sobre el fantasma de un animal y el ensombrecimiento del mundo o sobre cómo el mundo, a secas, acabó convirtiéndose en una sombra. El fantasma de Derrida El capítulo 4 de Espectros de Marx, en el momento en que comienza por reflexionar sobre cómo el título mismo de la comunicación, Espectros de Marx, obligaría en primer lugar a hablar de Marx, del propio Marx, inmediatamente se vuelve sobre el espectro, para luego mencionar a nuestra figura: “la sombra de Marx, el (re)aparecido”[24]. Pero no todo lo que se dice sobre el espectro en el texto derridiano podría ser reescrito sin reservas a propósito de la sombra. A diferencia del espectro, del fantasma, la sombra es siempre, en principio, sombra de algo, manteniéndose junto a, y solo es equiparable al fantasma desprendiéndose de su doble allí donde ya es la indefinida espectralidad de un algo que “justamente, no se sabe, y no se sabe si precisamente es, si existe, si responde a algún nombre y corresponde a alguna esencia”[25]. Es el caso de la sombra de Buda, de la sombra de Dios, de Zaratustra, de Nietzsche (sombra temida por Jung), las sombras en el cine. Son fantasmas. Proyecciones que continúan allí en forma indeterminada e indeterminable, (re)aparecidas en una visitación, una no-presencia que, sin embargo, nos mira “y nos ve no verla incluso cuando está ahí”. Hay una estricta voyeurización del fantasma que podría fundar una fenomenología de la sombra, un estudio pormenorizado de la mirada invisible del rostro ensombrecido bajo una luz negra. Es la mirada del que acecha -como el Nosferatu de Murnau- detrás incluso de sí mismo, como una sombra de sombras. Frente al desarrollo de una teoría del conocimiento que pretende apoyarse en la “luz natural”, asoma una fenomenología de la sombra que se deja matizar por fuera del ámbito reasegurado de la certidumbre, proyectándose en la anamorfosis de un extravío. En su artículo sobre el concepto de “luz negra” en Derrida, Pier Aldo Rovatti escribe: “Extraviarse puede significar, en cambio, ceder a la seducción de la sombra, más allá de la luz; dejarse sorber por el mundo negativo de la noche, de la oscuridad abismal, del vacío”[26]. Rovatti describe allí un programa de “exploración de la noche” presente en el pensamiento contemporáneo filosófico y literario, pero también psicoanalítico. Un descenso a las profundidades donde la potencia de la luz se duplica como sombra especular. Pero al mismo tiempo insiste en la necesidad de señalar que la sombra y la noche no son lo opuesto a la luz: La luz no tiene un opuesto y, sobre todo, no es la sombra su opuesto; vale decir que el pensamiento no se puede negar dialécticamente como pensamiento, y que el pensamiento de la sombra, de la noche, de la “locura”, es siempre una luz disfrazada, una razón astuta. Recordemos la insistencia de Blanchot sobre el término “neutro”: ni lo uno ni lo otro, ni la luz ni la sombra[27] Si el fantasma no se deja atrapar ni por la vida ni por la muerte, la sombra tampoco obedece a una dialéctica de la luz. No es posible salirse del ámbito de la luz, que podría llegar a ser tan tenue como cuando nos enceguece un fundido a negro en una sala de cine. Rovatti sugiere que “la luz negra es una metáfora del individuo: sugiere de él ese movimiento de erosión que, para ser verdaderamente tal, no puede menos que tender a un límite hiperbólico, enceguecedor”[28]. La luz negra es un exceso que sin embargo nos recuerda la imposibilidad de salirnos más allá de la luz, bajo un sol negro y exterior. Una fenomenología de la sombra no puede ser otra cosa, entonces, que una desnaturalización de la luz, una forma de ceder ante los fantasmas y un ejercicio negro de la teoría. Notas: [1] F. Nietzsche, Fragmentos póstumos (1885-1889), Vol. IV, Trad. J. L. Vermal y J. B. Llinares, Madrid, Tecnos, 2008, p.762. [2] J. Derrida, B. Stiegler, Ecografías de la televisión, Trad. H. Pons, Buenos Aires, Eudeba, 1998,p.143. [3] Ibid., p.149. [4] M. B. Cragnolini (Comp.), Por amor a Derrida, Buenos Aires, La Cebra, 2008. [5] Ibid., p.71.
[6] Ídem.
[7] F. Nietzsche, “El caminante y su sombra”, en Nietzsche I, Trad. G. Cano, Madrid, Gredos, p.160
[8] M. B. Cragnolini, “Para una melanocología de la alteridad: diseminaciones derridianas en el pensamiento de Nietzsche”, en https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/comentarios/ derrida_nietzsche.htm (fecha de consulta: 29/03/2019).
[9] Idem.
[10]
[11] F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos, Trad. A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza Editorial, 2002, pp. 39-40.
[12]
[13] Platón, República 515a, Libro VII, Trad. A. Camarero, Buenos Aires, Eudeba, 1998, p. 440.
[14] J. Derrida, Márgenes de la filosofía, Trad. C. González Marín, Madrid, Cátedra, 2008, p.290.
[15] M. Moliner, Diccionario de uso del español, Tomo 1, Madrid, Gredos, 1994.
[16] J. Corominas, Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Española, Madrid, Gredos, 1983. Esta particularidad me fue referida por el DG. Gumersindo Serrano Gómez, con quien durante el primer semestre de 2019 dicté un seminario de grado sobre “Teoría y Práctica de las Sombras” en el Área Transdepartamental de Artes Multimediales de la Universidad Nacional de las Artes.
[17] E. Roudinesco le recuerda a Derrida, en una de sus entrevistas, que durante años estuvieron enemistados debido a una crítica a la deconstrucción elaborada por la propia Roudinesco, según la cual Derrida, de algún modo, seguiría los pasos de C. G. Jung, comentario que le habría valido la indiferencia derridiana. B. Peeters, Derrida, trad. G. Villalba, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2013, p.440.
[18] C. G. Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos, trad. M. R. Borras, Buenos Aires, Seix Barral, 2002, p.77.
[19] Ibid., p.78.
[20] Ibid., p.90.
[21] C. G. Jung, Civilización en transición, Obras Completas, Vol. 10, trad. C. M. Ramírez, Madrid, Trotta, 2014, p.207.
[22] Ibid., p.214.
[23] A. Mizuta Lippit, “La muerte de un animal”, Instantes y Azares -Escrituras Nietzscheanas, Año XIII, Nro 13, Primavera 2013, Buenos Aires, La Cebra, p. 120.
[24] J. Derrida, Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional, trad. J. M. Alarcón y C de Peretti, Madrid, Trotta, 2003, p.113.
[25] Ibid, p.20.
[26] Cfr., “Derrida: la luz negra”, en P. A. Rovatti, Como la luz tenue. Metáfora y saber, trad. C. Catropi, Barcelona, Gedisa, 1990, p.111.
[27] Ibid., pp.125-126.
[28] Ibid., p.128. |
ensayo de Mariano Dorr
dorrmariano@gmail.com
Universidad Nacional de las Artes
Publicado, originalmente, en Instantes y Azares – Escrituras Nietzscheanas
Link del texto: https://www.instantesyazares.com.ar/article/la-sombra-como-fantasma/
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