Sebastián |
–
Buenas noches Sebastián. Que tu ángel te acompañe –dice Silvana. –
Buenas noches mami. Sebastián
espera. En cuanto oye clic-clic, se dice que ya mami presionó la perilla
del velador. Sabe que todo quedó distinto para Rubencito que duerme en la
cama de al lado y la luz lo desvela, para él todo quedó igual. De
cualquier manera va a dormir, su ángel como ella dijo, lo ayudará. Silvana
sale del cuarto de los chicos oprimida por una antigua desolación. Ensaya
consolarse. No hay motivo para tanto penar, Sebastián se desenvuelve cada
día mejor en la casa, en la escuela, con su hermano, con sus amigos,
aprende de los profesores y sobre todo del padre, toca la guitarra, está
en el Coro. Eso le indica que el ángel protege a su niño. Debe
tranquilizarse. Esteban
tiene la cabeza sobre la almohada y a la vez metida en pensamientos que
giran alrededor de Sebastián, ese hijo al que quiere tanto, por quien dejó
de ser un ingeniero de lenguaje lacónico y carácter introvertido para
convertirse en maestro, poeta, y narrador locuaz. El drama de las sombras
empezó hace tres años. Todavía ni él ni Silvana terminaron de acomodar
la idea. Les fue más fácil modificar la ubicación de los muebles de la
casa para que el niño se desplazara sin tropiezos. Son los guardianes y
deben controlar hasta los mínimos detalles. Por eso le da bronca que
Silvana nombre al ángel. Antes le gritaba que acabase con el mito, pero
se dio cuenta de que ella lo necesitaba. En cambio él, ni lo tolera, ni
tiene ganas de callarse. Esas cavilaciones lo perturban. Se hunde en la
tibieza de las sábanas. Espera que la mujer se acueste a su lado. La
apretará fuerte, muy fuerte, en el único instante de amor que todavía
nada les pudo sacar. Pasan
los meses. Rubencito en el Jardín, sala Celeste. Sebstián en la Quinta
Sección del Instituto Especial. Esteban entre planos y números. Silvana
en el cuidado del hogar. Los dos, sobre todas las cosas, empeñados en
ejercitar a Sebastián para vivir lo cotidiano. Tanto
desgaste necesita un descanso. La familia se instala en una pequeña
Hostería de las sierras. Una mañana organizan una caminata hacia las
alturas del cerro vecino. En el momento de partir, Rubencito parece
afiebrado y la madre decide quedarse a cuidarlo. El padre irá con Sebastián.
Volverán a la hora del almuerzo. –
Adiós, mami. –
Hasta luego mi Sebastián, que tu ángel te acompañe. –
Yo lo acompaño, ¿verdad? –replica el padre. El
niño se levanta los hombros. Sonríe. Ambos acertaron. Empiezan el
recorrido. Esteban se dispone a cumplir funciones de guía, maestro, compañero
y principalmente a solazar al hijo con experiencias nuevas. Y lo hace.
Elige las palabras convenientes, las usa en voz alta, con entonación
adecuada, les da los matices verbales que puedan representar mejor el
escenario y las pega en los ojos de su niño. Le enseña a conocer la
realidad visible por medio de otra parte de la realidad coexistente que
oye, toca, huele, gusta y se mueve. Hace que los dedos de Sebastián se
deslicen por la corteza de un pino, rocen los pétalos de flores
silvestres y hasta se sorprendan con las puntas de arbustos espinosos.
Atrapa fulgurantes mariposas, las entrega a Sebastián para que se
estremezca con la sedosidad de las alas y vibre al darles libertad. Le
incita a distinguir el chistido de las lechuzas del canto de los pájaros
que revolotean por allí, a escuchar el rumor del curso de agua que
atraviesa el sendero y percibir su frescura al mojarse la cara, las manos.
Arranca ramitos de peperina, de menta, de poleo, para que las reconozca
por su fragancia. Quiere alegrarlo con una broma. Le sopla fuerte la nuca
hasta despeinarlo. Sólo consigue hacerle exclamar: –
¡Papá, me tocó el ángel! Yo
te toqué –replica el padre. Finalmente
ríen a carcajadas al usar el código secreto que idearon cuando una
laringitis dejó mudo a Esteban. En algunas ocasiones fue útil, en ésta
se transforma en un juego. Golpecito en los labios: silencio. Uno en el
mentón: sí. Dos golpes: no. Golpe en la mejilla: inclinar la cabeza. En
el brazo: atención. Uno en la pierna: apurarse. Dos: correr. En la
rodilla: frenar. A la sucesión de golpes, gestos, risas, golpes, gestos,
risas, le agregan infinitas variantes que originan posiciones
estrafalarias y carreras truncas. Terminan de subir la cuesta y exhaustos
se tiran en la hierba de cara al cielo. El
padre se extasía ante la hermosura del espectáculo azulino y la grandeza
de ese espacio interminable. Después de unos minutos advierte que no se
lo transmite a Sebastián. Enseguida prepara una visión desbordante de
sentimientos. Muestra como siempre, tamaños, tonalidades, consistencias,
formas de las nubes, y además resalta que ellas deambulan por el techo
inmenso que cobija a la humanidad desde el principio de los siglos, de los
tiempos... Sebastián
atiende. –
Allí nació el ángel que me cuida. –
Yo te cuido –replica el padre. Deben
regresar Esteban
descubre un atajo y decide seguirlo. Lo normal sería bajar por donde
subieron. Obsesionado por incorporar en Sebastián experiencias que no lo
abandonen mientras viva, se vale de las oportunidades que ofrece la
naturaleza. Inicia el descenso llevando de la mano al niño. Al principio
sólo se preocupa por la consistencia del terreno. No se fija en que la
pendiente parece más abrupta, ni repara en el cartel blanco cuyas letras
rojas indican: "PELIGRO - HOMBRES TRABAJANDO". Al descender nota
que la vegetación es similar a la de la subida, lo diferente es el
sendero, estrecho y sinuoso. Sigue el primer tramo del camino con la
impresión de internarse en lo desconocido y a esa palabra la ductilidad
de su mente le encuentra un sinónimo: aventura. Repasa sus lecturas
juveniles. Las entrega a Sebastián mezcladas con la visualidad que lo
circunda. Cuenta del viaje de Robinson Crusoe, de la agilidad de Tarzán,
de la Isla del Tesoro, de los remotos dinosaurios. Tanto es el entusiasmo
que se sorprende apuntalando la verbosidad con ademanes inútiles. Sebastián
lo acompaña en la atmósfera idealizada. Ya no sabe en que realidad está
lo verdadero. Toca las cortezas de unos árboles: son los refugios de
Robinson. El chasquido de la hojarasca empujada por el viento: es el andar
de un dinosaurio o los pasos del ángel. Ese trueno que se escucha cada
vez más cerca es el eco de los alaridos de Tarzán. De pronto el trueno
está a su lado. El padre levanta la cabeza y al ver las piedras que se
desploman sobre ellos, grita: –
¡Sebastián, cuidado, derecha a ...derecha a a a !... La
avalancha los empuja. Al movimiento de la explosión sucede la quietud del
silencio. El
niño despierta. Está tirado en el suelo con el brazo izquierdo
inmovilizado. Un bloque de regular tamaño cayó sobre su hombro y lo
aprisiona. –
¡Papá, papá, sacame esto de encima! Repite
el llamado con desesperación y con voz débil porque el peso lo ahoga. El
pánico es otra roca que aplasta. Sebastián gime, llora. De repente
enmudece. Se lo ordena un suave golpecito en los labios. Convencido de que
papá lo sacará del peligro, se abandona. Siente que los dedos que
acarician su mejilla y secan sus lágrimas, levantan la piedra. –
¡Al fin, gracias, papá! –exclama sin importarle desobedecer el código
secreto. Luego de andar un trecho amparado en los brazos fuertes que lo
sostienen, habla nuevamente: –
Papá, ¿te lastimaste? ¿Te duele otra vez la garganta? Contesta
el golpe del sí. –A
mí me duele el hombro. Si estás enfermo, bajame. Puedo caminar a tu
lado. Lo
bajan. Continúa el regreso. Dos golpes en la pierna: rápido. Uno:
despacio. Golpe en la rodilla: frenar. Usan las variaciones que idearon en
la subida. No ríen como antes. Sólo hay golpe... gesto, golpe... gesto.
El chico entiende que no es momento de juegos y concentra su atención en
las órdenes. Está más tranquilo. Ha recuperado junto a los movimientos
del cuerpo los desplazamientos de la imaginación. Sin embargo no invoca
lo fantástico. El camino es peligroso, bajar es difícil, por eso se
aprieta cada vez más buscando amparo y aunque registra la proximidad de
un dinosaurio, los chillidos de la mona de Tarzán, los disparos de un
duelo de piratas, no le importa. Tiene qye cumplir el código estricto:
golpe - gesto. Al fin nota que están por llegar. Lo indica el terreno que
pisan, el olor de las hierbas y lo corrobora el abrazo de Silvana que
corrió al divisarlo desde la Hostería. –
¡Mi Sebastián, querido! ... ¿Qué pasó? –
Llegamos, mami. Pasó algo, pero estamos bien. ¿Verdad, papá? –
¿Dónde está tu papá? ¡Por Dios! –
El me trajo. Me sacó una montaña de encima. Me guió con nuestros
golpecitos porque tiene lastimada la garganta. ¿Verdad, papá? Silvana
mira hacia adelante, a la izquierda, a la derecha. Está a punto de
llorar. La gente la rodea. El dueño de la Hostería y dos huéspedes
disparan con la camioneta. Pasa
una hora. La madre llama al médico, trata de entender el discurso del
hijo y se angustia por su marido. Al fin vuelve la camioneta. Lo
encontraron apresado bajo una enorme piedra de la avalancha, que en
ocasiones provoca en ese atajo la excavación de la cantera del cerro limítrofe.
Las heridas no son graves. El médico atiende a los accidentados. Sebastián
es el centro de los elogios. –
¡Qué valentía regresar solo, qué inteligente al recordar el camino! El
niño atina a balbucear: –
... Papá... los golpes... la garganta... No
le hacen caso. La madre escucha. Su mirada penetra las facciones del hijo.
Nadie como ella puede distinguir si la expresión que aflora se
corresponde con la verdad que subyace. Concluye el examen en un segundo.
Baja la cabeza. Queda pensativa. El
padre habla y habla. Refiere los temas que conversaban en el instante del
alud: Robinson, Tarzán, el Dinosaurio. Teme que eso haya dañado la mente
del niño. Por
la noche la familia está en la habitación que comparte en la Hostería.
Rubencito duerme. Los heridos conversan desde sus respectivas camas. El
padre quiere aprovechar la locuacidad de Sebastián. Empieza con preguntas
sencillas. Sigue con repreguntas capciosas. cada contestación reitera la
historia del mal de la garganta. No soporta escucharlas. Estalla en un: ¡Basta
de inventar! De repente ese desborde le parece cruel. Apacigua la exaltación.
Se está considerando responsable. En algo pudo equivocarse con esto de
asociar su mirada a un pensamiento ajeno. La vista no es todo. La realidad
es complicada. Al final, él también se va a tener que imaginar ese
regreso. Justo él que no lo necesita, justo él... Silvana
trata de calmarlo, todos necesitan descansar. Clic. Clic. –
Buenas noches, mami –dice Sebastián. –
Buenas noches, Sebastián –dice la madre y agrega con una sonrisa que le
dulcifica la voz: –
Buenas noches Sebastián, que tu ángel te acompañe también esta noche. Sebastián
dice que sí. El padre calla. |
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