¡No, otra vez no! |
La
oscuridad de la noche es tan densa que se confunde en los seres y en las
cosas del lugar. Ema tiene negro el cuerpo, negra el alma. Ningún
horizonte, ningún camino puede ver en las tinieblas, ningún horizonte
puede sentir en su desesperación. Va y viene por el muelle, se abraza a
Silvina y casi a los gritos repite: -¿Por qué, mar?
¡No, otra vez no! Unos
vecinos intentan calmarla, logran que se siente en un banco. Sigue mirando
el mar, la mirada traspasa el horizonte, y vuelve salpicada por las espuma
de las olas. La inmovilidad es lo que la subleva, los hombres salieron en
los barcos y ella ahí, quieta, sólo puede navegar con el pensamiento.
Siempre tuvo una relación especial de cariño con el mar, en este
momento, lo odia a pesar de haber nacido en esa población costera y de
gozar con la fiesta de colores que el cielo vuelca en las aguas: dorados
de amaneceres, plateados del reflejo lunar, verdes o azules de la calma y
rojos violentos o turbios marrones de las tempestades. Ema
recuerda que los episodios más románticos de su noviazgo transcurrieron
frente al mar, hasta los primeros pasos de sus hijos fueron dados sobre la
arena de la playa. Marcelo, el mayor, ansiaba ser marino, un marino de
verdad. Estudió, se esforzó para ello y todo fue rápido: la Escuela
Naval, el viaje con la “Libertad”. Al regresar el casamiento con
Silvina, después el destino final en el Crucero “General Belgrano”.
Justo cuando se embarcaba Silvina logró comunicarle que iba a ser
padre. Salió feliz a navegar en su nuevo barco, lo describía en las
cartas como el mejor crucero de la flota: tenía la mayor potencia de
artillería, la mayor velocidad de desplazamiento para enloquecer al
enemigo. En
la última carta escribió ya en serio, ya en broma que sentía al
Belgrano como su casa y solamente por casualidad, si el tiempo le sobraba
podría llegar a visitar el hogar de la costa. Era lindo leer lo que
escribía. Todo
se cortó por esa guerra cruel, una locura improvisada que colocó a la
bandera en medio de los chicos que partieron para defenderla. Ese
terrible dos de mayo… Primero le llegó la noticia por radio, lo confirmó
la televisión, apareció en los diarios; “hundieron al Belgrano”.
Ella no quería leer, las letras eran de sangre roja, las páginas de
alambres de púas, no le interesaba ni el
Conqueror ni la zona de exclusión, únicamente le importaba
Marcelo. Enseguida siguió el abalanzarse al Ministerio en Buenos Aires
por la lista de sobrevivientes. Marcelo no figuraba: estaba en lo hondo
del mar, nunca fue a tirarle flores,
era su casa. El duelo se hizo desgarramiento como si le arrancase
pedazos de carne y quedasen al aire los huesos. No se resignó, sin
embargo hubo una compensación: Silvina dio a luz a Marcelito que ama al
mar como su padre y quiere navegar. Las dos tratan de disuadirlo pero él
no hace caso. Trabaja con el amigo transportando mercaderías en la
lancha. Partieron ayer al amanecer, debían regresar hoy al mediodía, ya
son las diez de la noche y no hay rastros de ellos. El
constante movimiento de la gente que está a su lado y los vozarrones de
los marineros que idean algún plan de rescate sustraen a Ema de la
pasividad en que la sumió la angustia de los recuerdos. Advierte que
la situación se agravó en cada instante transcurrido y aunque no
puede colaborar en nada, se levanta y empieza a caminar por el muelle
murmurando el eterno reclamo: -¿Por
qué mar? ¡No, otra vez no! Los
hombres discutes si convendría preparar otro barco para salir de
inmediato. Prima la sensatez, sería en vano si no saben donde ir y están
seguro que las embarcaciones que salieron antes, tampoco, además no hay
ninguna señal. De
pronto, en la lejanía surge de las profundidades una flecha roja y verde
que perfora la noche y estalla en mil
fragmentos iridiscentes. Quienes están en el muelle no terminan de
reponerse del asombro. En el mismo lugar se dispara otra flecha roja y
verde que esta vez no se rompe, desciende en forma de paracaídas
rutilante marcando un punto en el mar. Desde la orilla, la gente lo señala
y exterioriza a los gritos la alegría. -¡Vamos
al noroeste a toda máquina!- Vocifera el capitán mientras corre hacia el
barco anclado. Los marineros lo siguen convencidos de la exactitud de esas
señales. Silvina
se arrodilla. Ema se refugia en el afecto de los vecinos, los siente tan
cerca como en esos días interminables de mayo del 82, ahora con una
esperanza que aumenta. De
tanto en tanto se ven nuevamente las luces y el paracaídas que confirman
la posición indicada hasta que vuelve la oscuridad absoluta. Pasan las
horas, no pasa la fe, las mujeres la mantienen con rezos y manos
apretadas. Por fin regresan las naves que salieron al rescate. Antes de
anclar avisan con la estridencia de las sirenas que cumplieron con la misión:
salvaron a los muchachos. Así
como estallaron las luces, estallan las risas. Ema y Silvina no dejan de
tocar a Marcelito. Quieren asegurarse que es una realidad, que está allí,
junto a ellas. Ema se reconcilia con el mar. Los
muchachos cuentan: la lancha encalló en las rocas, bajaron el pequeño
bote salvavidas, a poco de andar, volcó, lograron darlo vuelta, perdieron
el rumbo, quedaron a la deriva. Intrigados
los marineros preguntan todos al mismo tiempo por las bengalas verdes y
rojas, las señales de los paracaídas y por qué las dispararon tantas
veces. Marcelito se sorprende: -¿Qué bengala íbamos a usar si se perdió
la única la volcar el bote? Ema y Silvina se miran. Se santiguan cuando ellas solas advierten que, envuelta en reflejos de acero, más allá del horizonte, más allá de los caminos, se aleja la figura inconfundible del “Belgrano”. |
Alcira Doro Maddonni
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