La casa de Roque |
Podría
dejar sobre la mesa la pava con agua caliente, pero Elena está muy
ansiosa, prefiere ir y venir con el mate desde el mechero de la garrafa
hasta el banco donde está sentado su marido. La
mujer pretende aprovechar el tiempo del rito que oficia. Saca del bolsillo
del delantal un sobre, se lo va a entregar a Roque. El no quiere
recibirlo. Sabe que es la carta del Ramón contándoles que Gabriel, allá
en el chaco, vive con su padrino. Elena
guarda el mensaje. Mientras vierte el agua continúa como al descuido, su
monólogo insistente. Según Ramón está más bueno, es una pena que no
termine la nocturna, si le falta año y medio para Maestro Mayor de Obras
... Advierte que Roque se enfurece, teme que le dé un sacudón, no le
importa, se agacha hasta apoyar la cabeza en el hombro de úl. Intenta
sacar de sus recuerdos algo que lo convenza. Al fin cree encontrarlo y
cambia la mueca por una sonrisa. –
¿Te acordás cuando lo llevabas a las obras y te hacía venir loco con la
manía de escribir sus iniciales sobre el cemento fresco? – Gabriel Rolón
... Gabriel Rolón ... G. R. ... G. R. ... G. R. – –
¡ Basta ! ¡ se terminó ! – grita Roque. Elena
se toma un mate con el tremendo ruido de una sola chupado rabiosa. En vez
de sorber el amargo jugo de la yerba, traga la sal de sus lágrimas. Deja
de cebar. Sale de la pieza. Roque
la mira, jamás le interrumpió una mateada. Entre rezongos dice que está
enloquecida por el hijo tan parecido a ella y no comprende que como padre
tiene razón, úl también quiere al chico pero no lo va a llamar, que
vuelva cuando sea un verdadero hombre. Sigue
sentado a la mesa. Tiene frente a sí el mate, juguetea haciéndolo
deslizar sobre la rústica madera, lo aleja. Lo detiene porque vislumbra
entre la yerba mojada los sucesos de hace un año, ... cuando en una noche
neblinosa, úl esperaba respaldado en la puerta de la casilla y con
arranques de furia tironeaba la bufanda hasta ahosrcarse como merecía por
no haberse dado cuenta mucho antes. Le agujereaba los bolsillos de la
campera todo eso que encontró por casualidad entre la ropa de Gabriel,
dos de cuero negro, una de plástico marrón y un atadito. Hacía frío y
le caían gotas de la nariz enrojecida. Se tragó un estornudo, en la
entrada del asentamiento frenaba un auto. Escuchó a los recién llegados
recorrer el pasillo a las carcajadas: habían zafado de una
"razzia" y
embromaban a Gabriel por la manía de guardarse las billeteras. Si lo
agarraban iría preso por estúpido. Los patoteros se dispersaron. El
muchacho se acercó a la casilla. Lo recibió con el mazazo de una
cachetada y le arrojó encima las billeteras y los porros. No valieron
disculpas. Vio al hijo entrar como un robot, a la madre que trataba de
tocarlo. El se llevó hasta adentro toda la niebla de afuera. Se interpuso
en ese abrazo, manoteó el bolso de Gabriel. Se lo entregó. Levanta
la vista clavada en el redondel de yerba, advierte que tiene asido el
mate. Hace el ademán de darlo. nadie lo recibe. Ya descansó y se va
conversando con su angustia. Debe
retornar a la tarea. Por fin construye el techo para su familia. Cruza rápido
hacia los terrenos que donó el municipio. Edificará con sus vecinos, el
ansiado Barrio Nuevo. Todos son miembros de la Cooperativa encabezada por
el Padre Antonio, cura de la capilla cercana, que además dirige las
obras. Quiere llegar para hacerle unas preguntas técnicas, ya que no hay
operarios especializados. Resuelto el problema, Roque pone todo su
entusiasmo en el trabajo. Así espera olvidarse de su hijo y no lo
consigue. Quiere verlo y al mismo tiempo negarle el perdón. Agrega
a la mezcla esas contradicciones y las exterioriza mientras esparce cada
cucharada. –
Gabriel me ayudaría, era una luz para changas de albañil. Pega
un ladrillo. –
Lástima que se juntó con esos mafiosos, ladrones y drogadictos. Pega
otro ladrillo. –
No lo voy a llamar, que venga cuando sea un verdadero hombre. Agrega
un ladrillo más. Y le da un martillazo para afirmarlo mejor. En
pocas semanas las hileras se suman, forman paredes que se levantan tanto
en la casa como en el enorme edificio de departamentos, en el centro de
Buenos Aires, donde por fin consiguió un puesto fijo. Tan altas son las
paredes del rascacielos que al destino de Roque le es imposible
remontarlas. Cae del andamio. Caen sus sueños. Blanco
es el yeso que cubre la pierna, el que envuelve el brazo colgante de un
soporte y el del corsé enrollado en el tronco. Blancas son las almohadas,
las sábanas, la colcha. Negros son los pelos rígidos que coronan la cara
morena curtida por las reverberaciones del sol en el cemento. Ese
contraste destaca el rictus que exhibe el dolor de su cuerpo y la desolación
por el fracaso de la buena época de trabajo seguro y de la casa propia. Una
mañana llega al hospital el cura Antonio, le estrecha la mano demasiado
fuerte y sin soltarla lo mira a los ojos. La intriga de Roque no llega a
ser formulada, antes escucha las palabras del sacerdote: " Elena tuvo
que ir al Chaco, avisaron que Gabriel ... que Gabriel ... falleció ...
murió ... en un accidente ". La
blancura que envuelve a Roque vira hacia un rojo intenso. Todo él es una
llaga viva. Cae su corazón desde otro andamio y se destroza también.
Sufre, llora, a veces aúlla: – ¿ Por qué ? ¿ Por qué ? Las
heridas cicatrizan lentamente. El tiempo es analgésico. Del espasmo y de
la desesperación queda un dolor sereno. Está su Elena resignada, sus
tres hijos, el futuro hogar. El
cura le aseguró que la casa estaría lista en la misma fecha que las
otras porque para eso era la Cooperativa. Al principio ayudaron los
vecinos, y luego apareció un albañil que precisaba hacer changas por
pocos pesos y como comprobó que era muy bueno lo hizo responsable de la
obra. Retornan
la esperanza y el deseo de recomenzar. Los huesos sueldan rápido. Los médicos
deciden darle el alta para que concurra al acto en el cual recibirá el título
de dueño. La ambulancia con Roque llega al comienzo de la ceremonia.
Elena conduce la silla de ruedas hasta el sitio reservado y se emociona al
estampar con su marido la firma sobre el renglón que dice Propietarios. Roque
se aferra a la silla y pide que lo lleven a conocer la vivienda terminada,
esa que abandonaron cuando era solamente unas pocas hileras de ladrillos. Allá
va la familia Rolón. Los chicos con la ropa mejor, la madre con el
vestido regalado por la patrona. Adelante los niños saltan, están
felices: más que en domingo, más que para Navidad. Unos vecinos los
acompañan. Doña Luisa dice con lágrimas que la casa es una de las más
lindas. Rufino los felicita, trata de dar pormenores de la construcción y
elogia al albañil, un muchacho que se preocupó por todos los detalles,
hasta trabajó los feriados. Debe haberle sucedido alguna cosa de repente,
porque lo vieron que se iba apurado con el bolso, sin retirar siquiera el
sobre con su paga. Tienen
la casa frente a ellos. Las persianas levantadas muestran vidrios
resplandecientes donde rebota el sol. Roque no puede creer que eso tan
hermoso sea su hogar. Tuvo razón el cura al dejar la obra en manos del peón.
Hizo una labor perfecta. Los chicos entran corriendo. Elena y Roque lo
hacen despacio. Temen que al pisar el suelo la casa se esfume. No hay
magia ni es sueño. Todo permanece en su lugar. Observan admirados, con
detenimiento, las paredes pintadas de blanco, las puertas barnizadas, las
baldosas del piso. Debajo de la pileta de la cocina distinguen algo que
les llama la atención y se miran con gesto interrogante. Salen al patio.
Elena las descubre primero. Cree entender. Intenta apoyar la cabeza en el
hombro del marido, pero en ese momento Roque también las percibe. Entonces se funden en un abrazo, sin mirarse, porque sólo usan los ojos para ver desparramadas sobre el cemento del patio, las iniciales G. R. ... G. R. ... G. R. ... |
Alcira Doro Maddonni
Ir a índice de América |
Ir a índice de Doro, Alcira |
Ir a página inicio |
Ir a mapa del sitio |