Claroscuro |
Dos
pocillos de café esperan que les presten atención. El hombre y la mujer
que están frente a ellos los ignoran. Tampoco atienden al chiquilín que
con ramos de flores se acercó a la mesa. El hombre aprieta la cuchara
como para aferrarse a una esperanza. La mujer pliega y despliega una
servilleta de papel, trata de continuar un diálogo que nunca empezó. –
El abogado tiene razón, es la hipoteca. Una deuda. Hay que pagarla. –
No te preocupes Irene. Saldremos de esto –dice el hombre mientras agita
un sobrecito de azúcar y deja caer en el pocillo de ella una cascada de
dulzura. Eso alivia la tensión. Permite que realmente comience la charla
interrumpida. –
No hay opciones. Perdimos un día al venir hasta el centro, Javier –dice
Irene. –
Hace doce meses perdimos la vida –apunta Javier. Abandonan
la confitería. Caminan del brazo, despacio entre la muchedumbre
apresurada. Los pasos de sus deseos los llevarían a evadirse en lugares
remotos. Los pasos de sus cuerpos los conducen por el camino de la
realidad que deben afrontar. Llegan
al departamento. Irene busca en un cajón del modular una carpeta y se
dispone a hacer cálculos. Invita a Javier a ayudarla. Desparraman recibos
y cuentas sobre la mesa de la cocina. Tienen actitudes semejantes a los
jugadores de ajedrez, pero en cambio de mover alfiles y torres, mueven
papeles con números y más números. Preparan una lista de "gastos y
recursos probables". En gas, luz, teléfono: disminuirán diez por
ciento. En comida: comprarán lo menos posible. En ropa, nada. Ella
rechaza esos cálculos. Ahorrarían poco. Necesitan mucho y no les quedan
otros recursos. El asiente porque de esa manera antes no alcanzó y
tuvieron que vender todo. En ese moemnto recuerdan el día en que se
desprendieron de sus cosas queridas. –
En Cuba obtienen excelentes resultados en casos iguales al de Jorge, que
con sus veinte años podría recuperarse. El tratamiento es caro –dijo
el cirujano. Los
dos a la vez respondieron que no importaba el costo. Agregar un minuto a
la vida del hijo valía más que todos los tesoros del universo. Salieron
juntos de la clínica hacia el hogar. Pensaban en el sufrimiento del
muchacho y en conseguir dinero. Irene metió sus alhajas en un bolso. Fue
hasta la joyería. En un platillo de la balanza puso las joyas, en el otro
la vida de Jorge. Javier no entró el auto en la cochera. Lo dejó
arrimado al cordón. Pidió al portero un tarro vacío. Lo colocó arriba
del techo de su Renault. No
fue suficiente. Debieron hipotecar el departamento. Vuelven
de la profundidad de sus memorias. Se encuentran otra vez en la cocina,
obligados a adoptar las mismas resoluciones. Desde sus asientos comienzan
una búsqueda incierta. Si creen hallar la solución van hacia el objeto
sentenciado. En uno de esos viajes ven que está entornada la puerta del
cuarto de Jorge. irene entra. Javier la sigue, se pone a su lado, casi
pegado a ella como al despedirla esa tarde en que partió con Jorge y la
ilusión rumbo a Cuba. Irene sabe, quiere animarla., igual que al
recibirla en ese regreso con un Jorge desolado. En Cuba quedaron el tiempo
y la ilusión. En
el cuerto no se cambió la ubicación de los muebles. Permanecen igual los
afiches, la biblioteca, el piano que aún conserva encima unos cuadernos,
unas partituras y la foto donde Jorge sonríe. El piano de Jorge:
vertical, de lustrosa madera oscura, aparenta exteriormente tanto la
fortaleza de su origen alemán como la soledad del teclado enmudecido. A
Irene le parece que el silencio se aparta. Retornan
las melodías de los últimos meses del exiguo plazo, cuando Jorge abandonó
el Conservatorio y empezó a componer. Epoca en que bajaban las teclas y
subían al espacio los sonidos producto de momentos de creación. Una obra
más era un tiempo menos. jorge lo presentía y sin embargo continuaba
para entregar el mensaje de que la vida sigue siempre. "Claroscuro",
"Imagen Azul", "Ensoñación", "Desde allá",
"Hacia la vida", "El regreso", son los títulos de las
composiciones en que dejó su testimonio. La
pareja está plantada frente al piano. Javier estalla. Levanta la tapa,
Golpea con el puño el teclado. Bajan las teclas. Suben los sonidos de un
trueno. Se escucha la voz de Javier al anunciar la resolución que jamás
hubiese querido adoptar. Irene aprueba y luego, para disculparse, acaricia
la foto donde Jorge sonríe. Un
aviso clasificado: "Piano alemán, se vende". Suena
el timbre, Irene está sola. No puede evitar un estremecimiento. Mira la
foto de Jorge. Al
abrir la puerta aparece la figura de un hombre alto con un maletín. –
¿Aquí se vende un piano?. El
hombre se acerca al instrumento. Lo observa mientras se alisa con los
dedos el grueso bigote. Luego
da con los nudillos un golpecito en un costado del piano. Levanta la tapa.
Resaltan las letras doradas del nombre: Albert Fahr Kaiserl. Hoflieferant.
Oesterr. Zeitz. Lo
lee. Dice que sí. Apoya sobre el teclado una mano y toca una octava.
Bajan las teclas. No suben los sonidos. –
Señora, este pieno no suena –dice con aspereza. Ante el estupor de
Irene, toma su maletín y masculla al irse que él no compra algo así. La
mujer no logra reponerse. Suena otra vez el timbre. Está frente a ella un
simpático hombre gordo, bajo. –
Vengo a ver el piano. Soy Martínez, de la casa "El Mundo de la Música". El
piano parece esperarlo con el teclado descubierto. El
Sr. Martínez quiere tocar quizás un arpegio. Las teclas bajan. No sube
el sonido. Dice que puede estar trabado el pedal de sordina. Lo pisa. Lo
suelta con fuerza. Repite la operación tres veces, quiere tocar
nuevamente. Las teclas bajan. No sube el sonido. –
Caramba, este piano está loco –dice entre risueño y pasmado. Irene
no entiende. El Sr. Martínez comenta que lo va a desarmar. Al levantar la
tapa superior, toma la foto de Jorge
y la pone sobre la mesa. Saca luego la madera del frente. Hay
cuerdas gruesas, cruzadas y sujetas a un clavijero de hierro y delante, un
andamiaje de varillas de madera terminadas en martillos cubiertos de pañolenci.
Pulsa entonces una tecla. Una varilla se mueve. Un martillo golpea una
cuerda. No se oye ningún sonido. Hace lo mismo con otras teclas. Sucede
lo mismo. No se oye sonido alguno... Deja caer los brazos. –
No comprendo. Vuelve
a armar el piano y a ponerle encima la foto de Jorge. Irene
cierra la puerta. Le cuesta entender qué sucedió. –
No puede ser, no puede ser –murmura y separa, de los libros de música,
el de las obras de Chopin. Se
sienta frente al piano. Abre el libro en el vals "Célebre". Sus
dedos tocan las teclas que corresponden a las notas iniciales. Bajan las
teclas. No sube el sonido. Quiere
tocar el "Vals del Adiós". Bajan las teclas. No sube el sonido.
Pasa lo mismo con: "Estudio Revolucionario", "Fantasía
Impromptu" y con las demás piezas del álbum. Vencida, se toma la
cabeza entre las manos. Contempla la foto de Jorge. Un extraño magnetismo
fluye de esa sonrisa. Irene
se levanta. Busca unas carillas pentagramadas escritas con lápiz,
encabezadas por un título: "Claroscuro". Caen
los dedos en las teclas que indican los primeros compases. Bajan las
teclas. Suben los sonidos. Suben los sonidos. Suben los sonidos. El
aire de la habitación vuelve a poblarse de las ondas de esa melodía
llegada desde los abismos para ascender y flotar en las alturas, arriba,
muy arriba, hasta el cielo, más allá. Irene vibre junto a la música. Se siente receptora de un mensaje extraño pero maravilloso. Desliza sus manos cada vez con más fuerza sobre el teclado mientras sus ojos, con mirada cómplice, se clavan en la foto donde Jorge sonríe |
Alcira Doro Maddonni
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