Los juegos legítimos

por José Donoso

¿Por qué los llamábamos «los domingos» en la casa de mi abuela? Los domingos eran cortos, oficiales, exigían nuestro mejor comportamiento, el pelo peinado y las manos limpias. Nuestros padres llegaban alrededor de las once. Se instalaban en las mecedoras o en las gradas del porche si hacía sol, mi madre arreglándose las uñas, mi tía Meche leyendo el diario y mi tío Lucho rasmillando el pasto para enseñar el uso del «drive» a mi padre. Nosotros teníamos que estar a disposición de la familia y de las visitas. Terminada la larga sobremesa del almuerzo, a veces un poco más tarde, de nuevo regresábamos a nuestras casas.

Los sábados eran distintos porque eran completamente nuestros. Nos depositaban frente al portón de madera verde y mi padre y mi madre, mi tío Lucho y mi tía Meche, se iban por su lado a hacer sus cosas. Después de la ceremonia con la muñeca nadie nos prestaba atención: teníamos toda la casa de mi abuela abierta al antojo de nuestros juegos. Después de la comida, los tres primos hombres subíamos a dormir en la pieza del mirador. Poco a poco mi abuelo y mi abuela y las sirvientes iban apagando las luces de sus cuartos, dejando el prado y los matorrales oscuros. Entonces mis primas, en camisón de dormir, subían al mirador a jugar con nosotros. Estoy seguro de que mi abuela sabía de estas visitas prohibidas, pero jamás dijo nada para no estropearnos el placer de la clandestinidad. Era el tipo de placer que entendía. Le gustaban lo que nuestros padres llamaban nuestras «rarezas», y para defenderlas no permitía que nos regalaran juegos organizados como ping-pong, ludo, carreritas de caballos, dominó o cosas así.

—No quiero que les estropeen la imaginación a los niños. Quiero que ellos mismos aprendan a buscar en qué entretenerse. Son lo suficientemente inteligentes como para inventar sus propios juegos.

Cuando no había visitas mi abuela se sentaba a la derecha de mi abuelo en la mesa, y al lado suyo mi madre y mi tía Meche, y por el otro lado de la mesa mi padre y mi tío Lucho que hablaban de política mientras el lado femenino de la mesa discutía cosas que nos tocaban más de cerca.

—Las cosas de mi mamá, complicarse con los juegos de los niños. No hay nada que le guste más que complicarse la vida y complicársela a los demás.

—Claro. Usted tiene tiempo pues mamá, y una casa grande. Pero imagínese nosotras con una sola sirviente y viviendo en departamentos, sería un infierno que los chiquillos se pusieran a desordenarlo todo con juegos raros. Usted no tiene nada que hacer.

No era verdad. Mi abuela tenía mucho que hacer con los problemas de su población y de sus pobres. Con frecuencia veíamos a alguna mujer desdentada acarreando en sus brazos un par de mellizos que chillaban. Tocaba el timbre y pedía hablar con ella. Sabíamos que toda la semana carreteaba de un lado para otro en su autito con los encargos de sus pobres. Pero siempre, a pesar de sus preocupaciones, se daba el trabajo de buscar alguna cosa que regalarnos para Navidad o para el día de nuestro santo que fuera totalmente inusitada. Un año recorrió la ciudad entera buscando un taller donde le hicieran bolitas de cristal con mi nombre adentro: yo, el único de la familia y del colegio que poseía semejantes tesoros. Una vez le regaló a la Marta y a la Magdalena un vestido recamado de pedrerías a cada una, vestidos de baile de cuando ella era joven. Y jamás olvidaré aquella Navidad en que nos hizo un regalo a todos: una llave enorme, con una pesada empuñadura barroca y el fuste de fierro mohoso, llave de castillo, de tesoro, de monasterio, de ciudad, de santabárbara. Nos dijo que buscáramos por toda la casa la cerradura que esa llave abría. Buscamos durante varios domingos sin encontrar nada, hasta que por fin dimos con una alacena en el subterráneo. La puerta rechinó al abrirla. Mi abuela se debe haber preocupado hasta de ese detalle. Y cayó a nuestros pies una catarata de vejestorios que hicieron nuestro deleite porque se sumaban a nuestros juegos en vez de distraernos de ellos.

La Antonia estaba sirviendo el postre al revés.

—Tan de mi mamá el regalo.

—Vive perdiendo el tiempo en cosas así.

—Y después en el colegio los niños no se concentran y sacan malas notas en las pruebas de cosas útiles, como matemáticas.

Mi tío Lucho perdía el hilo de su discurso político al servirse postre, y como era conciliador le decía a mí tía Meche:

—Ya estás peleando con tu mamá.

—Es que tú no sabes, Lucho. Me da una rabia, esto que le ha dado ahora con los niños. No vayas a creer que era así con nosotras. Ha cambiado mucho. En esa época se lo llevaba haciendo paseos y saliendo y a nosotras nos dejaba en manos de las sirvientas.

Se callaba un instante mientras mi abuelo anunciaba que se iba a su escritorio porque ya era hora de oír su ópera. Ambas se lanzaban al ataque de nuevo en cuanto él salía.

—No. Si era de lo más atropelladora que hay. Acuérdate de la Rosita Lara...

Mi abuela se levantaba mortificada. Mi padre y mi tío se iban a fumar sus puros al jardín. Pero nosotros nos quedábamos atornillados en nuestras sillas escuchando, jugando con las migas sobre el mantel de granité.

—No me acuerdo...

—Ay pues Meche... Esa vez que llegué a la casa y encontré a la Rosita Lara en mi baño, bañándose con mi jabón de Helena Rubinstein, ese que me regalaste para mi cumpleaños...

Mi tía Meche se rió.

—Le armé un boche espantoso a mi mamá. Me dijo que no fuera así. La Rosita tenía problemas con su marido, que después de recibir la paga los sábados se iba a gastarla con otra mujer. Mi mamá le estaba aconsejando para que se lo volviera a pescar y un buen día, cuando se aburrió de aconsejarla y vio que la Rosita no hacía nada, la trajo a la casa, la hizo bañarse en mi tina con mis jabones, le pintó el pelo, le regaló un vestido creo que tuyo y la preparó para que fuera a esperar a Lara a la salida de la construcción en esa facha seductora, para que después se lo llevara derechito a la casa para darle una comida regia que ella misma le enseñó a hacer, y después, a que durmieran la siesta...

—No me acordaba nada.

Al oír la palabra siesta nos miramos, nos dimos de codazos y salimos corriendo para reunimos en la pieza del mirador. No recuerdo qué edad teníamos entonces, pero sé que éramos muy chicos. La ¡dea de que la Rosita Lara, que en esa época nos parecía una anciana quejumbrosa que llegaba a llorarle miserias a mi abuela, se acostara a dormir siesta con su marido, era hilarante. Porque la siesta, en general, era algo muy extraño, un inexplicable juego de los grandes, parte de las cosas que ellos llamaban «importantes» porque nosotros no teníamos acceso a ellas. Una tarde, ansioso de que me llevaran pronto a la casa de mi abuela, me encaramé encima de una silla y un cajón para mirar la siesta de mis padres desde el tragaluz de la pieza del baño. Primero me alarmé porque creí que eran víctimas de un ataque que los hacía contorsionarse semidesnudos en la penumbra calefaccionada del dormitorio, debajo de las sábanas. Después creí que mi padre estaba hiriendo a mi madre, tal vez matándola, y pensé gritar. Pero me di cuenta que no, que no era más que un juego, porque murmuraban palabras cariñosas. Me bajé aliviado pero con susto, con otra clase de susto.

En cuanto llegué a la casa de mi abuela ese sábado reuní a mis primos en el mirador y les conté todo. Ellos ya lo sabían. No les pareció nada de interesante.

—Mi papá y mi mamá hacen lo mismo.

—¿Y por qué no me contaron antes?

—Porque eras ¡nocente.

—Ahora ya no eres inocente.

La Magdalena y Alberto habían tratado de hacerlo juntos pero no les resultó porque se morían de la risa. Se aburrieron y no volvieron a intentarlo. Además, un compañero de colegio le explicó a Luis que si hacía lo que se hace para tener hijos entre hermano y hermana, salen monstruos, injertos de sapo en gato, o niños con cabezas descomunales, idiotas y perversos. Sucedía también si se hacía entre primos, de modo que yo quedé igualmente descalificado. Llegamos a la conclusión de que los grandes fingían que las cosas hechas a la hora de la siesta eran importantes, para aprovecharse de nosotros y mandarnos, para hacernos obedecer y estudiar. A veces, de intento, Luis o mis primas le pedían algo a mi tía Meche justo antes de ¡a siesta. Ella se enojaba. Era evidente que ella y mi tío Luis iban a hacer algo «importante» encerrados en su dormitorio.

Mi abuela, en cambio, nunca estaba demasiado atareada para atendernos y jamás dormía la siesta. La idea de que lo hiciera con el abuelo nos llenaba de horror. Los sábados y domingos, por lo menos, era enteramente nuestra, atenta a cualquier llamado o exigencia. Aunque estuviera encerrada con un comité de mujeres en la pieza del piano, las dejaba hasta que nosotros ya no requeríamos su presencia. Después volvía donde sus mujeres: cuatro planchas de calamina para la Carmen Rojas, te las puedo conseguir a mitad de precio en la fábrica. Un kilo de lana colorada para la Amanda, para que teja algo para vender, a ver si así se puede ayudar un poco. Una tarjeta para que la Benicia ponga a su chiquilla en el colegio de las monjitas que cuidaron a mi mamá cuando se murió, nada de tonta la chiquilla, hay que ayudarla. Si las mujeres se topaban con alguno de nosotros al salir de la casa, se extasiaban ante nuestras perfecciones:

—Tan linda la Magdalenita, Dios la bendiga, igual a misiá Chepa. Y la Martita, tan gorda y tan rubia, si es igualita a la Shirley Temple. Tan buena su abuelita, mijita, Dios la guarde, si cuando se muera la vamos a hacer animlta y va a ver nomás que va a ser la más milagrosa de todas.

A veces, algún domingo de invierno, ai regresar a casa, ya estaba oscureciendo. Desde el asiento de atrás trataba de entender la conversación de mis padres en el asiento de adelante. Junto al parapeto del río, bajo los sauces desmelenados, veía arder un par de velas protegidas por un techito de latas, como una capilla diminuta. Eso era una animita. Mi madre me explicó que la gente ignorante que no iba al colegio como yo iba a ir el año próximo, creía que cuando una persona moría de repente, por accidente o asesinada sin alcanzar a arrepentirse de sus maldades, el alma se quedaba rondando cerca del sitio donde murió, y si alguien prendía una vela a ese muerto intercedía ante Dios por la persona que prendía la vela.

—¿Qué es interceder? ¿Qué es Dios?

Mi padre le hizo una señal para que se quedara callada. Tanto él como mi tío Lucho eran científicos, muy modernos, y a pesar del escándalo que hizo mi abuela, no permitieron que nos bautizaran. Tenían prohibido que nos hablaran de religión y que nos enseñaran a rezar. Pero mi abuela no tenía nada que ver con prohibiciones: nos hizo bautizar, a mis primos y a mí, en secreto, y nos contaba cuentos de ánimas y santos y aparecidos. En el colegio no íbamos a clase de religión porque nuestros padres así lo dispusieron. De modo que vivíamos en lo mejor de dos mundos: compartiendo, por un lado, el terrible secreto de mi abuela de habernos bautizado, y por otro lado gozando de la atmósfera lívida levemente teñida de criminalidad que nos rodeaba por ser los únicos que no íbamos a clase de religión. Que mi abuela estaba destinada a ser animita milagrosa lo contamos en el colegio, llenos de orgullo. Y de alguna manera nos parecía propio que ella, más que nadie, muriera en un accidente o asesinada, o de algún otro modo glorioso, no metida en una cama, pálida y exangüe, que era el modo que sabíamos que morían las abuelas. Pero claro, esto era cuando jugábamos a que iba a morir, porque sabíamos muy bien que no iba a morir jamás.

Los sábados de invierno pasábamos largas tardes encerrados en el mirador. Escuchábamos el tamborileo de la lluvia sobre la calamina del techo, y el estremecimiento de las hojas del níspero, que jamás, ni cuando los acacias eran plomizos como una humareda, botaban sus hojas tan finamente detalladas. Una enorme alfombra de Bruselas desteñida hasta el color de una galleta, recuerdo de otra casa y de otros tiempos aún más increíblemente espaciosos que los tiempos y la casa de mi abuela, extendían por el suelo los espectros de sus medallones y de sus complicadas calabazas. Aquí nos sentábamos junto al balcón, más allá del armarlo, entre las camas, en alguna fortificación construida con viejos tomos despanzurrados. Jugábamos mucho a algo que llamábamos «las idealizaciones». Yo le decía a la Magdalena:

—Eres ideal.

Ella preguntaba:

—¿Por qué?

—Porque eres la reina de la China.

Apagábamos todas las luces menos la de un velador. La estufa de parafina alrededor de la cual nos sentábamos lanzaba los reflejos de sus calados sobre nuestras caras y una gran roseta de luz al techo. En la penumbra tibia y un poco hedionda de ese rincón que fabricábamos en la pieza del mirador, cualquiera transfiguración era posible. La Magdalena, entonces, escarbaba en baúles y cajones para sacar trapos, se pintaba los ojos, se colgaba adornos, hasta que quedaba transformada en la reina de China. Pero no nos mostrábamos satisfechos. Y Luis decía:

—Eres ideal.

—¿Por qué?

—Porque eres alta y lánguida.

Magdalena era muy bajita. Pero con esta exigencia de Luis, y sin dejar de ser la reina de China, tenía que caminar como si fuera una mujer muy alta y muy lánguida. Nosotros la criticábamos. Si en cualquier momento dejaba de ser china, o dejaba de ser alta y lánguida para complacer los «eres ideal» que los demás le exigían, entonces tenia que pagar con una penitencia. En el caso de la Magdalena esto consistía en ir al cuarto de las herramientas y dejar que Segundo le palpara las piernas. Después ella nos tenía que contar todo.

De una de estas estilizaciones nació la Marioia Roncafort. Estábamos idealizando a la Marta, que no tendría más de nueve años, A nuestras exigencias de frivolidad, de elegancia, de enamorada y qué sé yo de cuántas cosas más, ella, que tenía imaginación y desparpajo de actriz a pesar de su gordura iba dando satisfacción tras satisfacción. ¡Cómo movía las manos, los pies! ¡La languidez de su pose al apoyarse en la jamba, su éxtasis al tenderse fumando sobre los cojines, cómo aspiraba los perfumes de imaginarios pebeteros, la caricatura de exotismo y riqueza obtenidos con unos cuantos trapos, con unos cuantos cordones con borlas y flecos robados de una poltrona y unas plumas arrancadas de un plumero! Teníamos frío porque para que nos durara la parafina, tuvimos que bajar la llama. Nos pusimos abrigos, chalinas, calcetines de lana, nos protegimos con cojines y frazadas para poder seguir gozando con la idealización de la Marta, aun después que la llama de la estufa se apagó. Ella arregló en medio de la alfombra la lámpara del velador y la cubrió con papeles rojizos. Arrastrando capas y collares, bailó, amó, viajó: era una de esas mujeres fabulosas que veíamos retratadas en ias páginas de los Vogue pretéritos, tendidas entre las plantas de sus loggias mediterráneas. Hablaba francés sin hablarlo. Se enamoraba de una sombra y la seguía al Africa a cazar tigres, a París a bailar, a bordo de yates y aviones, celebrada por todos, pintada por los grandes pintores, altanera, fabulosamente lujosa.

—Eres ideal...

—¿Por qué?

—Por que te llamas...

La Marta titubeó. Flotaba por el ámbito que había creado en la penumbra del mirador. Buscaba una identidad, un nombre, una línea que rodeara su creación para envolverla y separarla y conservarla. Marta levantó una ceja, estiró un brazo lleno de braceletes:

—Yolanda... María : María Yolanda, Mari-Yola. Mariola. Mariola Roncafort...

Y luego, alzando un hombro y pegando su barbilla contra él, cerrando a medias los ojos y avanzando por la pieza con el brazo estirado, sus labios emitieron unas sílabas de desprecio infinito, de soberbia satisfacción:

—Ueks, ueks... ueks...

¿Qué oímos en esa sílaba que la adoptamos inmediatamente como símbolo de algo, de estar bien, de seguridad total, de belleza, de soberbia? Era perfecta en labios de la Mariola Roncafort. Lo aclaraba todo, lo decía todo, aunque no sabíamos qué aclaraba ni qué decía.

Desde ese día la Mariola comenzó a vivir con nosotros una vida muy compleja y muy definida. Dejamos de jugar a las idealizaciones porque ese juego no había sido más que una forma de buscar, y habíamos encontrado. Nos dedicamos a crear y a vivir el mundo y la vida de la Mariola Roncafort. Ella era ueks. Y los ueks eran gente, tan increíblemente bella y dotada, tan rica y atrevida, que los demás seres sólo podían amarlos, admirarlos, bañarse en su luz, en esa luz a la que cada sábado, cada momento en que nos reuníamos los cinco, Alberto y Luis, la Marta, la Magdalena y yo, íbamos agregando detalles que la hacían más vivida. La Marta no era la Mariola. Nadie era la Mariola. Existía sólo en nuestras conversaciones, y a pesar de que de las revistas recortábamos barcos vikingos que ella mandaba construir para navegar entre los intrincados medallones desteñidos de nuestra alfombra, su esencia estaba en nuestras palabras, en nuestras conversaciones. Le fabricábamos palacios africanos totalmente blancos para que fuera allí a curar una debilidad pulmonar. Dibujábamos los detalles de sus collares, de sus aviones. Construíamos castillos rosados con los «Je sais tout» en el medallón más grande, más importante de la alfombra, que era la situación geográfica de su reino. Astrónoma y pescadora submarina. Enferma del pulmón después que nos llevaron a ver «La Traviata» y bailarina expresionista después que nos llevaron a ver los «Ballets Joos». Sus aventuras con Segundo y con la Muñeca eran interminables, porque ella también bajaba a mezclarse con los mortales. Pero su mundo era el de los «ueks», el mundo de los bellos, de los elegidos. Pronto mi abuela y las sirvientes y creo que hasta Segundo empleaban el adjetivo «ueks», que pasó a ser palabra del vocabulario familiar.

La Antonia me dijo esa tarde, bajo el «ilang-ilang»:

—Te ves muy ueks con tus pantalones de golf nuevos.

Y mi abuela:

—Cuidadito con hacer ruido allá arriba, miren que va a venir una señora muy ueks a tomar té.

Luego, alrededor de la Mariola Roncafort y su mundo de los ueks fueron surgiendo otros mundos, otros personajes. Los «cuecos», por ejemplo, cuyo mundo geográfico ocupaba el medallón directamente opuesto al de la Mariola en nuestra alfombra: era gente fea y modesta, de piernas gordas y cortas, generalmente crespos, y siempre insoportablemente tiernos. Pero bajo ese exterior almibarado e idiota, los cuecos podían ser, y a veces eran, perversos e intrigantes. En las guerras que los ueks peleaban en el inmenso medallón central de nuestra alfombra, los cuecos se mostraban cobardes, pero sanguinarios e hipócritas. Las mujeres eran excelentes nodrizas. Los hombres cocineros de primera clase. La Mariola elegía para todos sus palacios cocineros que fueran del país de los cuecos. Esto le acarreaba líos interminables de espionajes y envenenamientos y traición y fidelidad heroica cuando los ueks estaban en guerra con los cuecos.

Luego, fueron los «hombres-hombres»: profesionales dedicados como nuestros padres. Gente seria. Algunos hablaban muy fuerte. Lo sabían todo y fumaban puros. Se daban palmadas en la espalda diciendo:

—Gustazo de verte, hombre. ¿Y la señora cómo está? ¿Bien? Me alegro, pues hombre. Salúdamela. Mira, hombre, tengo un negocio que proponerte, que creo que puede convenirte. Pero hombre, ¿qué estamos haciendo parados aquí en esta esquina? Vamos a tomarnos un traguito en este bar, pues hombre.

Los «hombres-hombres» Invariablemente les decían a los niños como nosotros que se parecían mucho a sus padres, con los que por regla general habían estado en el colegio. Conocían a los políticos. A los Ministros de Estado y a los cantineros los llamaban por su nombre de pila. Los políticos de la Manola eran siempre «hombres-hombres».

Después, inventamos otros mundos, que tomaron posesión de los distintos medallones de la alfombra. Los «serafines», que eran rubios y rosados y salían primeros en la clase y lo sabían todo sin que nadie se los dijera, pero eran tontos, sin imaginación, sin osadía, hechos como de goma-pluma. Y los «ronquitos», que ya no me acuerdo qué eran. Estos pueblos cambiaban, se destruían los unos a los otros, se conquistaban, se exterminaban, sólo los ueks con su reina la Manola eran eternos. Y un día decidimos que la Manola tenía que morir para transformarla en Diosa.

Alguien que no sabía que a mi abuela no le gustaba que nos regalaran juegos, nos regaló un «Monopolio». Al sábado siguiente no lo encontramos en la casa. Mi abuela confesó que se lo había llevado de regalo a un hombrecito que visitaba en la cárcel, que estaba a punto de salir y que se volvería loco si no le llevaba algo en que entretenerse. Además, no le gustaba que nosotros jugáramos con juegos así. A nosotros nos dio rabia porque teníamos programado introducir nuestros personajes ueks, hombres-hombres y cuecos en el inocente juego del monopolio y hacer jugar a la Mariola, a sus enamorados y dependientes. Teníamos preparados capas y turbantes para disfrazarnos para jugar, no sé cómo ni para qué. Mi madre y mi tía Meche se enfurecieron con mi abuela. Típico —repetían— típico. A ellas les había hecho la niñez imposible con cosas así. Vistiéndolas siempre a su gusto, sin jamás permitirles elegir ni una hilacha. Obligándolas a ir a misa y a comulgar a pesar de que a ella jamás se le ocurría hacerlo.

—¿Y al mes de María, no iba yo con ustedes y con las empleadas?

—Sí, eso sí, porque la entretenían las procesiones y las flores y esas cosas que a usted le encantan, como cosas de brujos.

A mi abuela se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Yo tengo mi propia religión.

—¡Ah, brutal! ¿Entonces por qué nosotras no podemos tener religiones de nosotras?

Se quedó muda un instante. Después se puso colorada y su furia se alzó repentina.

—¿Tú crees que Dios es idiota? ¿Tú crees que Dios prefiere que yo me lo lleve en las iglesias oyendo las tonteras que hablan los curas y perdiendo el tiempo, en vez de ir a enseñarles a estas pobres mujeres a despiojar a sus chiquillos? Sí, Meche, a despiojarlos, tú que eres tan izquierdista. Con estas manos tan ueks, a enseñarles a hacer de comer con poca plata y a tejer y a coser para que ayuden a sus maridos...

—¿Y usted qué ha hecho para ayudar a mi papá?

Nosotros, al otro extremo de la mesa, fascinados con las acusaciones a mi abuela, aprovechamos el calor de la discusión para quedarnos a oír más y más cosas que salían a relucir cuando mi madre y mi tía se enojaban con mi abuela. Ella se paró, sonándose las narices.

—¿Qué saben ustedes?

—Si no puede ni salir con usted, porque usted siempre anda hecha un cachafás.

—¿Qué tiene este vestido?

—Apuesto que se lo hizo la Rosita Lara.

—Sí. Como son ustedes conmigo, no. Me voy al tiro donde la Fanny a contarle como me tratan...

Nos levantamos de la mesa y orgullosos subimos al mirador. Nosotros éramos los ofendidos. Estábamos contentos, pero callados, porque mi madre y mi tía Meche la castigaron, como a veces nos castigaban a nosotros. Nuestros disfraces vacíos cayeron al suelo. Los ejércitos de la Mariola quedaron diezmados por la alfombra.

¿Estaba pasando algo por fin?

Siempre suspirábamos porque pasara algo realmente terrible. En la pared colgaba la reproducción de un cuadro en el que un séquito de muchachos y doncellas, al caer la tarde bajo la sombra de una pineta, se lamentaban alrededor del cadáver cubierto por un lienzo blanco y por flores. Pensábamos en lo maravilloso que sería poder llorar así, arrodillados, mesándose los cabellos, tirando flores y esparciendo incienso, frente a una tragedia realmente grande bajo un atardecer dorado. Pero no pasaba nada si no lo inventábamos nosotros.

 

por José Donoso

 

Publicado, originalmente, en: Mundo Nuevo Nº 3 setiembre 1966

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/3904

 

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