No soy un número en las estanterías
Por las mañanas al levantarme
el mar sacude mis orillas,
las cataratas me contienen,
el viento que rodea mis piernas
se lleva los pantalones.
La lluvia altera todo goce
cuando desde el balcón miro el cielo
buscando gaviotas
desnudo.
Si en todo esto alguien supone sexo,
no está mal,
supone sexo.
En las ramblas de los márgenes
retumba la gran ciudad,
dentro de ella los mercados
desatan sus gritos
sus pasiones.
Los feriantes descargan hortalizas de sus carros,
en sus mandados las señoras
inclinan la cabeza sobre las nabizas,
un joven mira como una joven
aspira el aroma de las frutillas,
las muchachas cohibidas tocan con su meñique
los pimientos rojos.
"Deme medio kilo, pero que sean lindos".
Todo sonríen de felicidad.
La voz de un tenor le canta a Nápoles.
¿Acaso el mar no entrega su sal al piropo perdidizo
del alcachofero?
¿Y el viento no levanta las faldas de las niñas
que compran perejil?
¿No será que la lengua de las cataratas lame el ombligo de las toronjas
y la lluvia eterniza los humedales del género?
Una pareja de perdigueros juguetea al tocamiento.
El erizo alardea de arrullos.
El aroma de la albahaca se mezcla con los del pecorino.
Y el puestero de pescados,
que acaba de abrir una corvina para la parrilla,
sopla un beso al aire que termina cayendo
en una cadera bendecida y ostentosa.
Las aguas salobres y yodadas
mojan los pies de los changadores que cargan cajones
repletos de zanahorias betacaroténicas y remolachas azoradas de osadía
para la piel bronceada de las casaderas.
No soy un número.
No encuentro respuesta a los glotones apetitos
de la ciudad,
sólo reconozco en los íntimos mercados
el dejarse rodear por la libidez de un mar retozón
en olas que acosan la costanera del senso.
Bienoliente mar
que no cabe de travieso
en donde la expansividad del pepino,
la carnalidad del brócoli,
o la coquetería de las achuras
son sólo una excusa para el cariño
de las mañanas juguetonas
del tira y afloja. |